Hace poco el autor de este artículo conversaba con un buen colega y amigo sobre la compleja realidad del país, y de modo natural entró en la charla lo relativo a grandes frases de Fidel Castro. Entonces el escritor amigo recordó una que, desde el comienzo, ambos citamos a dúo: “¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!”, y coincidimos en el peso de esa exclamación dentro del gran legado al que pertenece.
Expresa la relación del Líder de la Revolución Cubana con el guía en quien encontró el Autor Intelectual del programa de lucha y transformaciones concentrado —desde el concepto de pueblo— en La historia me absolverá, donde aparece aquella exclamación, una de las muestras de la presencia de José Martí en la médula del discurso. Condensó el sentido de los hechos por los que Fidel Castro fue llevado al juicio en que asumió mucho más que su autodefensa, acometidos, con él al frente, en el año del centenario martiano por la generación o vanguardia revolucionaria que tomó nombre de esa conmemoración.
Ante el aniversario 172 del nacimiento del héroe, y próximos los ciento treinta años de su caída en combate, caben incontables reflexiones sobre su vigencia como político, poeta, pensador, hombre de acción, ¡ser humano! Esas vertientes de su obra—y cuantas otras sean distinguibles en ella, signada por su integral coherencia— revelan su ética indeleble, que, con su patriotismo revolucionario, su precoz antimperialismo y su identificación con los humildes, perdura como energía principal en su ejemplo.
Su ética cimienta las razones por las que el Líder de la Revolución lo llamó guía de su vida y de nuestro pueblo, y por las que hoy lo necesitamos acaso más que nunca. No fue cuestión de consigna, y ni siquiera solo de buenas intenciones, sino de conducta, iluminada por un pensamiento de alcance universal.
La solidez le vino de la convicción, y de la capacidad para mostrar de modo natural, como paradigma, la conducta necesaria para el mejoramiento humano y la utilidad de la virtud. Conociendo el extraordinario talento que tuvo, y que pudo haberle proporcionado goces y triunfos individuales que otros ambicionaban, se aprecia que para él la pobreza no fue una condena, sino una opción. Al declarar, en Versos sencillos, que quería echar su suerte con los pobres de la tierra no se limitaba a meras palabras.
La austeridad es una virtud, aunque en el mundo los opresores de los pobres hayan conseguido que se le considere un castigo y sea repudiada, incluso, al criticar la injusticia social que los ideólogos de la opresión mantenían, bajo un supuesto estado de bienestar, para contener la rebeldía emancipadora de las clases trabajadoras.
Desmantelado ya en gran medida lo que se tuvo por socialismo, y acosados los afanes de construirlo verdaderamente, los opresores no necesitan la ficción del bienestar, sino que invocan la austeridad, para seguir justificando las desventajas de los humildes. Pero la humanidad necesita cultivar la austeridad —no la pobreza criminal—, tanto por razones económicas y de supervivencia, como ecológicas y morales.
En circunstancias difíciles para el mundo, y en especial para Cuba, junto con mayores diferencias sociales se exhiben aquí formas de filantropía burguesa que no hay por qué condenar en bloque —circunstancialmente pueden dar buenos frutos—, pero mucho menos elogiarlas como deseada norma de conducta, al margen de las responsabilidades del Estado. Al Martí que necesitó el concurso de patriotas adinerados para los fondos de la revolución que él organizaba, ningún requisito de la unidad lo privó de enaltecer, sobre todo, la contribución de los pobres.
En Patria, vocero de la revolución fundado por él, publicó el 24 de octubre de 1894 “Los pobres de la tierra”, artículo dedicado a los compatriotas de la emigración de entonces, y que recuerda su declaración de Versos sencillos. En él se lee: “Que el rico dé de lo que le sobra, es justo, y bien poco es, y no hay que celebrarlo, o la celebración debe ser menor, por ser menor el esfuerzo. Pero que el que, a puro afán, tiene apenas blancas las paredes del destierro y cubiertos los pies de sus hijos, quite de su jornal inseguro, que sin anuncio suele fallarle por meses, el pan y la carne que lleva medidos a su casa infeliz, y dé de su extrema necesidad a una república invisible y tal vez ingrata, sin esperanza de pago o de gloria, es mérito muy puro, en que no puede pensarse sin que llene de amor el corazón: y la patria de orgullo”.
Desde su honradez y sus propias convicciones, añadió dirigiéndose a “los héroes de la miseria”: “Sépanlo al menos. No trabajan para traidores”. Era necesario fomentar la unidad de las fueras patrióticas, pero él no ignoraba ni ocultaba la realidad: “Un pueblo está hecho de hombres que resisten, y hombres que empujan: del acomodo, que acapara, y de la justicia, que se rebela: de la soberbia, que sujeta y deprime, y del decoro, que no priva al soberbio de su puesto, ni cede el suyo”.
Cuesta no extenderse en lo que agregó, y que, tanto como a su sinceridad, obedecía a su claridad sobre lo difícil que sería alcanzar la justicia que él deseaba para su patria: “En un día no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con las simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones, y lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha llegado aún, en la faz toda del mundo, el género humano”.
En la más extensa de las notas fechadas 3 de marzo [de 1895] en su Diario de Montecristi a Cabo Haitiano resumió su lectura de Les mères chretiennes des contemporains illustres (Las madres cristianas de contemporáneos ilustres), libro que le suscitó observaciones —agudas como suyas— contra las injusticias imperantes en el mundo, y apuntó: “sociedad autoritaria es por supuesto, aquella basada en el concepto, sincero o fingido, de la desigualdad humana, en la que se exige el cumplimiento de los deberes sociales a aquellos a quienes se niegan los derechos, en beneficio principal del poder y placer de los que se los niegan: mero resto del estado bárbaro”.
Al morir en campaña tenía, junto a proyectiles y a documentos de relevancia para la guerra en marcha, apuntes manuscritos que había tomado de un libro, especialmente fundador, de Anténor Firmin: De l’egalitè des races humaines (1885) —editado en Cuba en español (Igualdad de las razas humanas, 2013), con el cual aquel haitiano extraordinario, lo llamó así Martí— refutó a fondo las tesis racistas de Joseph Arthur de Gobineau, quien sería una de las bases ideológicas del fascismo.
Todo recuerda que el creador del Partido Revolucionario Cubano tenía el plan de lograr que en Cuba se fundara —como se lee en las Bases de esa organización— “un pueblo nuevo y de sincera democracia”. Vale decir: contra las herencias del “estado bárbaro” arraigado con la colonia.
No tuvo holgura económica ni cuando fue cónsul, de tres países a la vez, Argentina, Uruguay y Paraguay, y nada menos que en Nueva York. Aparte de que probablemente no le pagaran mucho, lo seguro es que asumía su labor diplomática como un recurso de política revolucionaria: para encauzar también por esa vía la obra latinoamericanista y antimperialista, que llevaba a cabo por otros medios, señaladamente en la prensa y la tribuna, y en sus relaciones personales.
En todo momento estaría pensando además, o principalmente, en los fondos de la revolución, que nutrían con ahínco y sacrificios especiales quienes en Cuba formaban parte de los pobres de la tierra. Como uno de ellos, vivió pobremente. No era un cultor de lo que podría llamarse miserabilismo: actuaba en consecuente lealtad a la masa humilde con la que se sentía identificado, y que le profesaba una veneración que mereció por su honradez y la coherencia entre palabra y actos.
La demostraba incluso con la humildad de su indumentaria, sus zapatos rotos y el comportamiento y la imagen de quien no practicaba ningún modo de opulencia, ni siquiera en la alimentación. No salió del aire que lo llamaran Apóstol y Maestro, y estuvieran dispuestos a dar la vida por seguirlo
Su conducta general se manifestó en la meticulosidad con que él mismo cuidaba y hacía que se cuidara el dinero de la revolución. Al rigor que exigió en la tesorería del Partido Revolucionario Cubano dedicó el investigador Ibrahim Hidalgo Paz el libro La tesorería del Partido Revolucionario cubano 1892-1895 (2017). Cuanto brota de la gestión de Martí, y en general de su vida marcada por la entrega a la patria, puede y debe servir de brújula de conducta, particularmente en la lucha contra la corrupción.
Quienes se corrompen, se burlan de los humildes, del pueblo, sobre el que buscan enseñorearse. Para impedirlo se necesita una acción consciente y resuelta, sea quien sea el corrupto o la corrupta que esté por delante. Es indispensable que el pueblo se arme de un buen detector de falsedades y lo aplique valientemente, sin temor a represalias por parte de quienes se escuden o se escondan en las prerrogativas de un poder que nunca debe ser mayor que los derechos del pueblo.
En el discurso del 26 de noviembre de 1891, cardinal en su búsqueda de la unidad necesaria para alcanzar la liberación nacional, Martí desenmascaró, como en otros textos, a quienes se autoexcluían de esa unidad, o no cabían en ella. Sabía que toda sociedad es heterogénea y, pensando presumiblemente en su patria, comparó a la sociedad con una locomotora, al sostener: “Es preciso, en cosas de pueblos, llevar el freno en una mano, y la caldera en la otra. Y por ahí padecen los pueblos: por el exceso de freno, y por el exceso de caldera”.
Pero como no apostaba por un relativismo indiscriminado, del tipo que convendría a quienes anteponían sus ambiciones personales a las necesidades de la patria, dejó claro: “¡Y cuidado, cubanos, que hay guantes tan bien imitados que no se diferencian de la mano natural! A todo el que venga a pedir poder, cubanos, hay que decirle a la luz, donde se vea la mano bien: ¿mano o guante?”. Hoy sigue siendo necesario identificar los intereses espurios que puedan dañar a la Revolución, y rechazarlos o, llegado el caso, condenarlos legalmente y con clara información pública.
En su discurso del 17 de noviembre de 2005 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana —texto que dirigentes, funcionarios y masa en general deberían tener siempre a mano junto con el Concepto de Revolución trazado por él—, Fidel Castro dijo que desde dentro era que la Revolución podría ser destruida, no por sus poderosos enemigos externos. A sostener esa certeza lo autorizaba su propia ejecutoria personal al frente de la Revolución en estrecho vínculo con el pueblo, y al hacerlo podía estar pensando también en el ejemplo de conducta de Martí.
Ante el peligro que para la Revolución y su estela futura representa la corrupción en todas sus manifestaciones, quienes de veras quieran salvar el proyecto que tanta sangre y tanto esfuerzo ha costado deben preguntarse: Cuba, ¿qué sería de ti si dejaras morir a tu Apóstol y a tu Líder? Esas son muertes que no podemos permitir que ocurran, porque serían nuestro exterminio como nación, cada vez más amenazada por una criminal potencia a la que no se le debe facilitar ninguna complicidad, por muy aislada y minoritaria y hasta ingenua que pueda parecer.