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Soledad, Celia y los amores compartidos

Parecía un contrasentido que Julio César Sánchez comenzara la velada en la sala Villena de la UNEAC con la idea del poeta, escritor y dramaturgo francés Alfred de Vigny de que «Sólo el silencio es grandioso; todo lo demás es debilidad», considerando que el bardo nuestro no estaba allí para callar sino, justamente, para presentar un libro… ¡hablando!

Son las emboscadas de los sentidos: tal estremecimiento produjo en Julio César la lectura de Los amores de Celia, de la periodista y escritora Soledad Cruz —obra que ve la luz tras vencer literalmente, a lo largo de 15 años, «oscuridades» de vario signo—, que lo primero que atinó a decir fue que el calado de ciertas historias induce «la necesidad desesperada de callar».

Por fortuna, el orador venció al llamado del mutismo y en casi media hora de emocionado elogio estampó en Los amores de Celia un atributo adicional —el del anuncio brillante— a los que de antemano concedían, juntas y/o por separado, la heroína y la narradora.

Los amores de Celia nace como obra digital de SurEditores y, a la espera de su tirada impresa —como aspira también el poeta Alex Pausides, director de esa colección— podemos celebrar la presencia, en la sala Villena, de la amada revolucionaria. «Los que la buscan a ella pueden multiplicarse en Internet», admite la autora del libro.

Sigamos con el presentador. Julio César Sánchez pudo haber sido «un problema» porque, por momentos, la calidad de su verbo, la fibra de las anécdotas que desgranó, el ardor por Celia y sus cosas… parecían «competir con», más que «presentar a», los hallazgos de la escritora; pero, al cabo, todos apreciamos la complementación, mutuamente admirada, de dos discursos rumbo a una misma mujer, a tal punto que Soledad animó a Julio César a d/escribir su propia Celia y lamentó, al final, que las palabras del poeta no quedaran registradas para su publicación.

¿Qué palabras? Pues, leyendo la obra, el presentador recordó a entrañables entrevistados suyos que, siendo niños, habían recibido, en Pilón, los primeros juguetes, traídos desde Santiago de Cuba por aquella madrina.

Evocó en sus páginas el busto martiano que los Sánchez sembraron en el surco más alto de Cuba, el Turquino, y del que la gran escultora Jilma Madera regó unas pocas copias para más gloria en la nación. El texto reavivó en él la historia del joven manzanillero —otro amor, entre varios— que murió pronunciando el nombre de Celia.

Era ese, a juicio de Julio César, uno de tantos idilios fugaces porque Celia no quiso ser prisionera y optó por multiplicar el amor a la naturaleza —«ella sentía como propia la herida de un árbol»—, a la gente, a la parábola del buen samaritano, a los otros, al diferente, a los humildes de la tierra. ¡Cómo aún le agradecemos los cubanos!

«Es un círculo —afirmó el presentador— que ata el pasado, el presente y el futuro y reconstruye, incluso, el desarrollo espiritual de esa atmósfera». El libro de Soledad Cruz recompone entonces la memoria, la cultura, la sensibilidad profunda y se sumerge en la hondura más importante de todas: ¿Por qué Celia Sánchez fue de esa manera?

La inmersión sensible de la autora permitió sacar de lo hondo a figuras como Orestes Quesada, un «revolucionario silencioso» —según define Julio César— a tenor de las exigencias del levantamiento, pero se nutre además de la oralidad común como herramienta de reconstrucción de una Historia que es más grande porque incluye «la familia, los olores, la alegría, los amores que nunca cesaron».

Poeta él mismo, Julio César reconoce en Los amores de Celia «una dimensión extraña, poética, sanadora…», valores más que suficientes para buscar el alivio de texto semejante —y esto es sugerencia de Cubaperiodistas— en esta era de vasta chatura y enfermiza cursilería. De cierto modo, su autoridad personal y poética para hablar del libro y de su asunto radica en que él mismo integra esa especie de promiscuidad humanista de Celia Sánchez Manduley porque él fue, en su tiempo, uno de los miles de niños que ella salvó de la ignorancia trayéndolo a La Habana y facilitándole a sus ojos la luz de otros muchos libros.

Un atributo especial de la obra radica, al decir de su primer promotor público, en que muestra a plenitud «el carácter de Celia en el poder», porque fue siempre la misma —y esta parte la ilustró con una deliciosa anécdota— en la alegría, en el vestir, en la cubanía… «Ella se manifestó solo una vez: antes del poder y en el poder. Eso la hace grande, única, irrepetible», afirmó Julio César.

¿Qué respondió Soledad ante semejante elogio? Bueno, ya había escrito Los amores de Celia, un texto que la enlazaba, desde antes de conocerse, con este presentador que la Feria del libro puso en su camino. Lo otro fue agradecerle tanta emoción al decir.

«Es que ella —dice la respetada periodista y narradora— es más que “la flor más autóctona de la Revolución”; Celia es la Revolución». Probablemente, de esa certeza sacó la autora la paciencia y energía suficientes para esperar, por década y media, el alumbramiento de ese hijo amado —digital ahora, casi como en un ultrasonido que confirma la vida pese a todo— que todavía muchos desean arrullar en formato de papel.

Columnista de ley y una de las cumbres de esa especialidad en una etapa aún recordada por sus lectores, Soledad Cruz comenzó a sentir que se debía y nos debía este libro desde los años de los ’70 en que Celia Sánchez, la mismísima heroína de la Sierra y el llano, era sensible guardiana de Juventud Rebelde —he ahí, otro de sus amores— y no tenía reparos, como no tienen los grandes, en ocuparse de asegurar ella misma la leche para los linotipistas, los regalos de la gente, los mimos a quienes defendían, desde otra trinchera, la misma Revolución.

Eran los tiempos, rememoró Soledad, en que, ante cualquier barrera, la gente decía en Cuba: «¡Si Celia supiera, seguro que se resolvería!». Desde entonces, Soledad leyó muchos libros, revisó todo tipo de materiales, escribió y —«experta en espera», como se define a sí misma— aguardó porque vieran la luz unas letras que, de momento, mientras llega la blancura del papel, se alumbran y nos iluminan desde los monitores electrónicos.

A Soledad le arroba la magia de Celia para convertir en extraordinario lo común, pero, con todo y eso, abrió en su libro un espacio importante para rendir homenaje a su padre, Manuel Sánchez Silveira, gran médico y científico, hombre con amplia visión en política y cultura, pero, sobre todo, un gran cubano que, según la autora, no tiene aún entre sus compatriotas el alto sitio que merece.

Pensando en merecimientos, el presidente nacional de la UPEC, Ricardo Ronquillo Bello, habló de los de Soledad Cruz: Lo que más admira Ronquillo en ella es que es consecuente en lo personal y lo político y persistió en el camino de la Revolución. «Soledad puso sus valores y su amor por Cuba y la Revolución por encima de las incomprensiones de otros. Este libro es una muestra». Presentarlo en el programa de la Feria es también un desagravio a la autora, sostuvo el líder de la UPEC, quien cerró con un elogio a Soledad Cruz que también pudiera retratar, de cuerpo completo, con orquídea entre su pelo, a Celia Sánchez: «Ella está aquí, limpia y consecuente, como son las personas cuando son auténticas».

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Enrique Milanés León
Forma partede la redacción de Cubaperiodistas. Recibió el Premio Patria en reconocimiento a sus virtudes y prestigio profesional otorgado por la Sociedad Cultural José Martí. También ha obtenido el Premio Juan Gualberto Gómez, de la UPEC, por la obra del año.

2 thoughts on “Soledad, Celia y los amores compartidos

  1. Hermoso texto, que agradezco tanto como tu presencia y la de nuestro amigo en suceso tan importante para mi. Gracias,gracias,graaaciiiiiaas.

  2. Excelente comentario, colega Milanés. Los que conocemos a Soledad y tenemos la fortuna de haber vivido o escuchado aunque sea una minúscula parte de su historia como persona y periodista, amiga y compañera, sabemos apreciar la hondura de lo que has escrito y el valor de tomar como guía de tu reseña las palabas del presentador, personaje también del mundo de amores de Celia. Nuestro presidente Ronquillo, con esa honesta profundidad que lo caracteriza, te dio motivo para el especial cierre de tu comentario. Confirmo que no solo estamos rodeados de hombres y mujeres valientes, sino también de leales compañeros de batallas.

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