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De “ducado” y “república”

Nacido y formado en la frontera del campo y un poblado rural, vivió la condición de guajiro con naturalidad. En octubre de 1966, con dieciséis años cumplidos poco antes en el seno de un hogar campesino y una familia con presencia española, vino como becario para La Habana, donde tuvo —hasta graduarse en la Universidad— condiscípulos de todas las provincias. Había excepciones, pero primaban el respeto y la cordialidad de la cubanía, abonada en los años universitarios por la convivencia con estudiantes que venían de otros países por la colaboración de la Cuba revolucionaria, internacionalista.

Todo eso puede haberlo llevado a rechazar regionalismos que, además de parecerle tontos, las clases de historia le confirmaban que habían estado entre las causas de graves frustraciones sufridas por su patria. De esa experiencia viene su oposición a prejuicios que, a veces con expresiones insultantes, pululan incluso al calor de un deporte que marca la cultura nacional y desata pasión: la pelota, que llegó de los Estados Unidos y se aplatanó con naturalidad en un país fraguado en conflictos con esa potencia.

Igualmente inaceptable considera el sexismo dirigido a devaluar a los varones de un equipo suplantando el nombre de su animal insignia —el león, pero podría ser otro— por su forma femenina, manifestación de un machismo que puede verse en hombres y en mujeres. También rechaza el intento de menoscabar cualquier área de la nación con supuestos “chistes”, como los que zahieren a Pinar del Río y los que llaman palestinos a los pobladores de tierras orientales. Duele tener que insistir en que es grosero dar tal uso a un gentilicio que reclama y merece solidaridad y respeto.

El “protagonista” de esta historia no recuerda en qué momento empezaron a confundirlo con extranjero, ni se detendrá ahora en detalles concretos que tal vez podrían explicarlo. Solo apunta que el término extranjero remite a lo bárbaro, a lo forastero, a lo extraño…, y se preguntaba cómo no ver en él al cubano —de raíz guajira— que, sin chovinismos ridículos, sabe y disfruta sentir que es.

Cree tener claro que la confusión aludida comenzó a darse, o a tornarse más frecuente, cuando extranjero dejó de tener connotaciones negativas para convertirse en bautizo de un “oficio” rentable. Eso podrían explicarlo razones y sinrazones conocidas, herencia de la historia colonial y neocolonial de la nación, que no se agotan en la mandona economía. Pero tratar medianamente ese asunto requeriría un espacio mucho mayor.

La confusión aludida empezó a crearle complicaciones. Así, al preguntarle a mecánicos —incluso vecinos que él pensaba que lo conocían— cuánto debía pagarles por determinado trabajo, le respondían en términos de este cariz: “Dos pares de zapatillas de las que usan en tu país”. La “pequeña” equivocación prosperaba mientras para él era cada vez más difícil pagar incluso con sus ateridos pesos.

Llegó el momento en que él y su compañera acordaron que, a la hora de pagar servicios y compras, ella daría la cara. Pero todo se enrarecía aún más cuando a los cobradores les daba por suponer que ella era “dama acompañante” (con el eufemismo en boga). O como la vez en que una buena amiga española le pidió que guiase en su primer viaje por Cuba a su hijo, un estudiante, y al pagar alguna reservación le preguntaban con cara de picardía a él, al supuestamente forastero: “¿Usted va a pagar también por el joven?”

De escenas como esa podía burlarse. Triste era que en la calle le ofreciesen todo tipo de “mercancías” y canjes, o conseguir entrar en algún sitio donde lo tomaban por extranjero. Pero podía asimismo ocurrir que el portero, cubano como él, lo reconociera y le dijese: “Lo siento, profesor, no puedo permitirles la entrada a cubanos”. Incluso en un hotel de Jibacoa, topónimo aborigen, le dijeron: “Esto es solo para italianos”.

Todavía más doloroso fue cuando quiso que sus hijas conocieran Playa Girón, pero habían construido allí un hotel para extranjeros y no se les permitió pasar la barrera (no cita ahora su respuesta). Aunque en su momento esas penosas trabas se estimaran necesarias, y hayan cesado, sus secuelas deben tenerse en cuenta para saber por qué el orgullo de ser cubano (o cubana) ha peligrado. Ojalá ya no ocurra, pero hay nuevos desafíos, quizás más fuertes.

Un día intuyó por qué en torno a él y su cubanía surgían las dudas mencionadas: si un religioso puede buscar a su Dios protector, y verlo, en un rayo de luz, habrá contextos donde sea ventajoso tratar con extranjeros, y no faltarán quienes deseen ver por todas partes no lo nacional, sino lo “de afuera”, o salir a buscarlo. Hace poco en la televisión cubana se retomó el “inocente” dislate de explicar por influencia de war heroe (héroe de guerra) durante la intervención yanqui de 1898, el origen de guajiro, voz documentada en el español de Cuba desde mucho antes, incluso una décima de El Cucalambé.

Para rebasar la tristeza que le causaba la confusión, se propuso enfrentarla con buen humor. Al preguntársele de dónde era, empezó a contestar: “De la República Federativa Autónoma de Velasco, que está rodeada por la provincia de Holguín”, y ni eso lo ponía siempre a salvo. No recuerda ahora bien con qué compañera de trabajo entró a un mercadillo de Varadero un sábado o domingo en que fueron a ese maravilloso paraje en una excursión organizada por el sindicato, pero quizás ella sí recuerde la deducción que de aquella respuesta extrajo, con fonética impostada, el dependiente: “¡Ah!, de España”.

Seguía buscando el remedio de la risa, y a veces procuraba enriquecerla. En el territorio de su “república” hay una pequeña comunidad que conserva el nombre del cacicazgo taíno que la antecedió, Guabasiabo. Como los topónimos aborígenes le gustan, ese lo sumó a sus intenciones risueñas, y lo hizo una vez en la habanera Avenida del Puerto.

Junto a una compañera —¿la misma de la anécdota de Varadero?— esperaba un ómnibus local, y cerca de la parada un grupo de felices bebedores parecían querer mitigar con sudor etílico la fatiga del mediodía. Uno de ellos, que finalmente no dio más muestras de interés que el de saciar la mera curiosidad —no siempre sería así, vale decirlo—, se le acercó para preguntarle: “¿De dónde es?”

Sin pensarlo, contestó: “Del Ducado de Guabasiabo”. Creyó que sería suficiente, pero el entusiasmo alcohólico del interlocutor daba para una combustión mayor: “¡En mi vida había oído hablar de ese país! ¿Dónde está?” Ya montado en ese diálogo, le respondió: “Es un islote que se halla a unos sesenta kilómetros al sur de la Isla de la Juventud”.

“¡No me diga!”, ripostó el de la garganta engrasada, y siguió con sus expresiones de asombro. Quería saber más. Aquello se enredaba, y se le ocurrió explicarle: “Es un territorio ultramarino de Francia, como esa nación llama a sus actuales colonias”. Pensó que eso satisfaría al roneado, pero este añadió: “¿Cómo se vive allí?”, y no le quedó otra salida que seguir echando mano a la imaginación: “En gran parte dependen de la Isla de la Juventud. Guabasiabo tiene muy buenas relaciones con Cuba, y sus estudiantes asisten a centros escolares de aquella isla, como tantos de otras naciones, solo que los del Ducado no viven en albergues: viajan diariamente en barco”.

En ese punto el interrogador se creyó en el deber de propiciar que sus compañeros de tragos también disfrutaran la novedosa información: “¡Vengan, vengan para acá. No se pierdan esto!”, mientras que el fabulador no pretendía ser irrespetuoso, ni burlarse de nadie, y menos aún, consciente de las ignorancias propias, ridiculizar la ajena. Solo había querido reírse de sí mismo por la absurda situación en que se sentía al ser tomado por extranjero. Pero lo alarmó ver que los alegres libadores abandonaban la acera donde habían permanecido sentados, y se dirigían a oír lo que su compañero de tragos consideraba que les interesaría como a él.

En ese punto el interrogado miró a su compañera, quien, al igual que él, dio muestras de preocupación. Les apenaba que, aunque esa no fuera su intención y los borrachos tenían apariencia pacífica, les diera por creer que eran objeto de guasa y se formara quién sabe qué, con visible desventaja numérica para el fabulador, añádase. Felizmente, en ese momento llegó el ómnibus y se despidieron amablemente del interlocutor y de los otros contertulios en camino, que ya estaban cerca.

Terminó bien lo que pudo haber acabado, si no como la fiesta del Guatao, sí al menos como un enredo entre el Ducado de Guabasiabo y la República de Velasco.

Imagen de portada: Paisaje criollo (1943), Carlos Enríquez

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

One thought on “De “ducado” y “república”

  1. Simpáticamente dramático. Es cierto que la gallarda estampa y educadas maneras habituales del protagonista pudiera propiciar algún equívoco en despistados fanáticos de ‘Extrangia’; pero más allá de la nota de humor, queda la evidencia amarga de una ignorancia que no debería resultarnos indiferente, y creo es el propósito, siempre martiano, del autor.

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