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A Habermas no le gusta Twitter

El libro más importante de Jürgen Habermas es La transformación estructural de la esfera pública, escrito hace más de sesenta años. Es un título tan famoso, y la sonoridad austera y teutona es parte esencial de esta fama, que cuando vi Un nuevo cambio estructural en la esfera pública y la política deliberativa (Ediciones 62) en la sección de filosofía de la librería, el corazón me dio un salto.

A noventa y cuatro años, Jürgen Habermas acaba de publicar nuevas contribuciones en el debate que los filósofos y científicos sociales contemporáneos mantienen a raíz de la digitalización y la democracia. Sería como si Pompeu Fabra resucitara cinco minutos para publicar un artículo con opiniones sobre la última Gramática Catalana. Jürgen Habermas hablando de Netflix y Twitter es algo que no esperábamos ver.

Previsiblemente, no le gustan mucho, pero, quizás no tan sorprendentemente, el autor no nos bombardea con apocalíptica boomer insufrible (quizás porque es anterior a los boomers, ahora que pienso en ello). Repasamos: Habermas es el filósofo de la razón comunicativa, por un lado, un proyecto de historia y sociología que describe cómo la Europa ilustrada abandonó la fe como criterio de legitimidad, y la sustituyó por la razón, y, por otra; un proyecto normativo filosófico, para fundamentar la racionalidad en cierta forma de comunicarse. Se trata de quitar Kant del cerebro individual y llevarlo a las normas del debate democrático. Merece la pena recuperar la prosa agotadoramente racionalista de Habermas en el redactado del legendario Principio U, una especie de imperativo categórico 2.0 que dice que una norma es válida (o moralmente justificada) si y sólo si «todos los afectados pueden aceptar las consecuencias y los efectos secundarios que puede anticiparse que su observancia general tendría para la satisfacción de los intereses de todos (y estas consecuencias son preferidas a las de las posibilidades alternativas conocidas para la regulación)». Cómo son, estos alemanes.

La pregunta del nuevo libro es si las redes sociales son más o menos ideales que la esfera pública de clubs, restaurantes y periódicos de papel que Habermas describió y elogia en su ópera prima.

La pregunta del nuevo libro es si las redes sociales son más o menos ideales que la esfera pública de clubs, restaurantes y periódicos de papel que Habermas describió y elogia en su ópera prima. La respuesta es que no. En Un nuevo cambio estructural en la esfera pública y la política deliberativa, que incluye un artículo académico largo, una entrevista y un pequeño ensayo esclarecedor, Habermas sostiene que lo propio de las redes sociales es su naturaleza híbrida, semipública. En vez de reflejar un ágora griega a gran escala, «La infraestructura de esta esfera pública plebiscitaria, reducida a clics de aprobación y desaprobación, es de carácter técnico y económico».

Habermas, para quien la democracia depende de mantener un espacio aislado de la corrupción de la razón instrumental (es decir, del capitalismo), ve cómo «estos espacios parecen adquirir una intimidad extrañamente anónima: no pueden considerarse ni públicos ni privados, sino más bien como una esfera de comunicación hasta entonces reservada a la correspondencia privada, elevada ahora a la categoría de pública».

La idea es que un espacio sólo puede considerarse genuinamente público cuando todo el mundo presupone que los demás utilizan el lenguaje de buena fe (el Principio U que decíamos), mientras que en los espacios privados ya se entiende que el lenguaje se puede hacer servir de otras formas. El problema es que, según Habermas, por culpa del diseño actual de las redes sociales, lo que se conoce como «plataformización», todo está empantanado. Irónicamente, este desarrollo antiilustrado de la esfera pública desnuda el límite de la teoría de Habermas, que es que ni siquiera el filósofo más racionalista del siglo XX pudo encontrar una cimentación última para los criterios de verdad, razón y bien público.

En este nuevo libro, queda más claro que la cuestión nunca ha ido tanto de posesión o no de la razón absoluta, como de la percepción de que, como mínimo, todos intentamos ser tan racionales como podemos. Para Habermas, la supervivencia de un estado de derecho democrático y constitucional depende de ciertas «asunciones idealizantes» por parte de los ciudadanos.

Hablando del asalto trumpista en el Capitolio de 2021, Habermas se niega a tratarles de locos y pone el énfasis en la expresión de unos electores que llevan décadas sin ser capaces de «reconocer una percepción políticamente relevante y tangible de los sus intereses desatendidos». En términos filosóficos lo expresa así: «Los ciudadanos deben ser capaces depercibir su conflicto de opiniones como relevante y, al mismo tiempo, como una disputa por las mejores razones». La cursiva del último «percibir» no es mía.

Llegados a la calle, nos encontramos con que si las sociedades antiguas dependían de la fe religiosa para legitimarse, las sociedades modernas dependen de una fe en la que los demás razonarán de buena fe. Como se ha visto a lo largo del siglo XX, la única salida de esta circularidad es pragmática: cuando las políticas generan prosperidad, igualdad y el pueblo se reconoce a sí mismo en las instituciones, es menos probable que la gente se ponga cuernos en la frente y entre en los parlamentos. Por tanto, si la mezcla actual de esfera semipública en las redes y política disfuncional está obteniendo malos resultados, ya es una razón para creer que habría que dejar de justificar ciertas cosas, y probar otras. La gracia de Habermas es que, aunque no pueda darnos una receta acerca de cómo hacerlo, nos llama la atención sobre los efectos de creer en ciertos principios y no en otros; un gesto que, paradójicamente, desprende una fuerza motivadora.

Tomado de Núvol

Foto de portada: Tomada de Dialektika

 

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