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En la galaxia Matamoros

En la galaxia de la música cubana, algunos compositores se posicionan, por sus dimensiones e irradiación, como auténticas constelaciones. Existen, claro está, fulgurantes estrellas solitarias: quién se atreve a discutir la singularidad de Bola de Nieve, o de la única e integral Rita Montaner, o del irrepetible Benny Moré. Pero están esos músicos que actúan como núcleos de atracción gravitacional. Sin Leo Brouwer no se explica la escuela cubana de guitarra; sin Dámaso Pérez Prado, la saga del mambo; sin Chucho Valdés, el derrotero del jazz afrocubano al interior de la isla; sin Juan Formell, el desarrollo de la timba bailable.

Lo mismo sucedió en el segundo cuadrante del siglo XX con el complejo del son; solo que repartido en dos polos de la geografía cubana: en Occidente, la impronta de Ignacio Piñeiro; en Oriente, la de Miguel Matamoros. Estilos diferentes aunque complementarios y una misma plataforma común: el mestizaje de las músicas africanas y europeas.

Miguel Matamoros (1894) era un bien plantado mulato santiaguero, que llegó a la música por la vía de la guitarra trovadoresca, aprendida con maestros más avezados en los saberes empíricos que en los rigores académicos. Vivía el mundo de las fiestas familiares, las serenatas, las veladas sociales en salones de amigos y vecinos hasta que, con la reputación prontamente ganada como guitarrista, accedió a otros ámbitos: del café al teatro. Al mismo tiempo fue creciendo en él la avidez por la creación; de las canciones entonadas para disfrute de amigos y colegas a aquellas con las que irrumpió en la incipiente industria fonográfica.

Entretanto, mientras esperaba la oportunidad de entregarse profesionalmente a la música, tuvo, como la inmensa mayoría de los cultores populares de la época, que buscar el sustento en labores diversas: carpintero y pintor de brocha gorda, mensajero y agricultor, mecánico de vehículos automotores y chofer.

Desempeñándose en esta última labor, el joven Matamoros vio los cielos abiertos para su carrera artística. Aunque sus primeras obras fueron registradas en 1923 – de ese año datan tres versiones de una de sus piezas emblemáticas, Son de la loma, en interpretaciones del dúo Pablito y Luna (sello Columbia), el cuarteto Cruz (RCA Víctor) y el trío Villalón (Brunswick)- la suerte vino a desatar su enorme talento a raíz de la visita de 1928 a Santiago de Cuba de los scouts de la Víctor. Ya Matamoros contaba desde el 8 de mayo de 1925 con el trío que lo elevaría a la cúspide –junto a Siro Rodríguez y Rafael Cueto, reunidos por primera vez aquel día- y a uno de los directivos de la firma discográfica le convenció el modo de hacer de los tres jóvenes durante una presentación en el teatro Aguilera, en la cual se llevaron las palmas del público.

Apenas tres semanas después, el trío entraba a un estudio de grabación en Nueva Jersey, Estados Unidos. Registraron 21 canciones, sones y guarachas de Matamoros. De ahí salió una placa de 78 revoluciones por minutos, que por una cara contenía el son El que siembra su maíz y por la otra el bolero Olvido. Para viajar a la nación norteña, Miguel pidió un mes de descanso a su patrón, un comerciante santiaguero llamado Bartolomé Rodríguez.

De regreso a Santiago, en los últimos meses de 1928, este ordenó a Miguel que detuviera el auto ante el establecimiento donde se vendían los discos de la Víctor. Cundía cierta agitación en el mostrador, puesto que decenas de personas querían adquirir una placa recién llegada de Nueva York vía La Habana. Rodríguez compró el disco y, a todas estas, Matamoros en silencio. El patrón escuchó y gozó las dos piezas y al día siguiente, mientras Matamoros pulía la carrocería del auto, le preguntó a este si ese Miguel Matamoros a la cabeza del trío y autor de las obras era él. El músico habló: “¿Usted se acuerda del permiso que le pedí? Fue para viajar a Estados Unidos con mis amigos, contratados por la Víctor. Pero usted no se preocupe, que eso no afectará mis servicios”. Pocas horas después Rodríguez llamó a Matamoros y le dijo: “Con esa inteligencia suya para la música, olvídese del volante; dedíquese a lo que mejor sabe hacer”.

Y miren lo bien que lo hizo por décadas, en su incombustible trío y en un septeto donde fichó nada menos que a Benny Moré, desgranando aquí y allá sones de una sabrosura irreductible y boleros de inflexiones melódicas increíbles, obras para enamorar, recordar, bailar o simplemente divertir.

¿De dónde venía y hacia dónde fue Don Miguel? El musicólogo Danilo Orozco refiere cómo toma de la melódica tradicional trovadoresca cubana, un resultado que a su vez tiene raíces líricas europeas, adaptadas y reestructuradas en lo cubano mediante típicos cierres de frase, inflexiones específicas y especiales segmentaciones de frase, entre otros rasgos. Todo ello tiene de la chispa hispánica, pero al mismo tiempo, de la forma de segmentar procedente de la raíz bantú africana, adaptada al contexto donde cristalizaría lo cubano.

Al quehacer musical de Miguel, señala el especialista, también le sirven de nutrientes algunos romances y cantares antiguos hispanos, los cuales recibe del ambiente en que se desenvolvió. A vez aporta ciertos acentos y contra-acentos, y “el reflejo de un vínculo de gestualidad exterior e interior de la música”, asimilada y desarrollada por trovadores y soneros que le sucedieron en el tiempo hasta nuestros días.

Camino por Santiago de Cuba y Cuba se asoma en la música de Matamoros, en quien descubro una y otra vez esa ventana a formas abiertas y oxigenadas de entender y extender más allá de la isla, la identidad sonora de la que fue portador, luces de una constelación que cada día nos alumbra.

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Pedro de la Hoz González
(Cienfuegos, 1953) Periodista y crítico de arte. Premio Nacional de Periodismo José Martí en 2017. Forma parte de la redacción cultural de Granma. Fue electo Vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Entre sus libros figuran África en la Revolución Cubana (ensayo, 2004) y Como el primer día (entrevistas, 2009).

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