Zaida Capote
CUBAPERIODISTAS RECOMIENDA

Bosques narrativos y espacios simbólicos de Zaida Capote

A la memoria de Panchito Pérez Guzmán, porque fuimos como él nos describiera, “amigos desde los tiempos”.

La historia no tiene por qué negarse a ser entrañable

                                                                                                                               Zaida Capote Cruz

 

Hace 15 años, con un sugerente título La nación íntima[i], Zaida Capote Cruz reivindicó una vez más el discurso académico, social y literario desde los márgenes “entre la verdad y la incertidumbre”, y aunque el cuerpo mencionado va, entre otras aristas, sobre lo ignorado o minimizado de lo femenino en la representación nacional (silencios que se siguen padeciendo en nuestros días), sus postulados sobre referentes “del modo de existencia, de circulación y de funcionamiento de ciertos discursos en el interior de una sociedad”,[ii] se comunican de forma orgánica con mucho de lo por ella escrito con posterioridad, incluyendo el libro que ahora nos ocupa.

Sobre el Premio Alejo Carpentier de Ensayo 2021 a Tribulaciones de España en América. Tres episodios de historia y ficción (Editorial Letras Cubanas, 2021), el jurado integrado por Jorge G. Bermúdez, Félix Julio Alfonso López y quien esto escribe, refrendó en su acta que se trataba de una provocadora lectura variada sobre “la novela histórica y los libros del conquistador, la pintura y la prosa costumbrista y el relato múltiple de esa ‘herida profunda’ que representó para los cubanos la Reconcentración de Weyler”, lecturas que conforman “los bosques narrativos y espacios simbólicos por donde la autora de este libro se pasea con ingenio, elegancia y solvencia investigativa […] su texto contribuirá todavía más a revelar las preguntas que coloca en su pórtico. ‘¿Qué heredamos? ¿Por qué somos como somos? ¿Cómo juzgar el derecho a la voz? ¿Quién y cómo ha contado nuestra historia?’”. Consecuente, a mi entender, con el principio universal de que son más importantes las preguntas que las posibles respuestas.

Más allá del compromiso que adquiere cualquier jurado, por un azar que todo lo enlaza y donde me reconozco como lector privilegiado, supe de la existencia de estos ensayos desde sus inicios, cuando aún no se pensaban como un todo en el mismo volumen. Para que quede a salvo de alguna sospecha legítima mi complicidad indiscutida, mis compañeros de tribunal fueron los primeros en argumentar a su favor, y con tanto o más entusiasmo que yo. Aprovecho para citar un fragmento de la abarcadora presentación que durante la pasada Feria del Libro le dedicara el fraterno Félix Julio:

Detrás de esta pesquisa intelectual, subyace una angustia hermenéutica: “la disputa por la hegemonía de la voz narradora”, o dicho con otras palabras, la posición de poder que adquiere quien detenta el privilegio de los discursos sobre el pasado. Contar la historia, lo sabemos desde hace muchos siglos, ha sido una prerrogativa de los vencedores y los poderosos”. Se podía parafrasear la conocida sentencia de Stefan Zweig: “los vencidos nunca tienen la razón”.

Estas páginas me han provocado varios apuntes dispersos, que me gustaría compartir.

A tenor de la llamada “herencia colonial española”, los tres grandes tópicos de este volumen “El continente navegante”, “Políticas de una práctica cultural” y “Memorias de una herida” esbozan medulares indagaciones sobre “la profunda huella de la conquista y la colonización (que) pervive en prácticas culturales y de vida solo explicables por (…) lazos económicos, culturales e incluso familiares”,[iii] que nos lleva a compartir preguntas demandantes sobre el pasado, presente y futuro de lo que somos —voz y derechos—, y cómo se ha contado nuestra historia.

Como subraya la autora, todo comenzó bajo el signo de la confrontación y la intolerancia que acompañó la conquista y la colonización, “usual en el enfrentamiento de culturas disímiles”.[iv] Desde los cronistas de Indias hasta las novelas históricas, sobre todo lo que podríamos llamar el boom de las mismas desde el último cuarto del pasado siglo, nos llevan con el protagonismo polémico del Gran Almirante y los primeros conquistadores, pasando por la “leyenda negra” en torno a los pueblos originarios, a los entramados de una “intertextualidad (que) es múltiple (donde) se establecen conexiones con textos provenientes de las más variadas tradiciones y se incluyen las versiones indígenas”.[v] En las páginas del Diario de Colón, que Lezama Lima celebrara por sus provocaciones con virtudes literarias, están los prolegómenos decisivos del imaginario de la conquista, con la lengua y la religión como adelantados de las nuevas lógicas del comercio y de las clases emergentes, portadores todos de los preludios globales de un futuro capitalismo.

En este encuentro entre dos mundos, del asombro místico no pueden escapar los recién llegados navegantes, cuando incluso la flora y la fauna ayer descubiertas conforman un misterio. Cristóbal Colón escribió en su Diario de Navegación que “vido tres sirenas […] pero no eran tan hermosas como las pintan”. Anfibios convertidos en las mitológicas representaciones homéricas, los nobles manatíes trocados en perturbadoras sirenas. Y dibujaron esa cartografía original llena en sí misma de leyendas y aventuras, iluminada de ilustraciones y anotaciones imaginativas, debidas a la realidad y a la fantasía de nuevos “marco polos” delirantes que no tenían conciencia de cuál era la magnitud de las tierras que pretendían conquistar y colonizar, y mucho menos, de cuál sería el futuro de esas regiones aún tímidamente esbozadas en los nuevos planisferios que levantaban sus manos de cartógrafos. Manos que tanteaban, exploraban, adivinaban esos contornos, costas, deltas, horizontes insulares y de tierra firme. Al aparecer, en esos tiempos seminales de la conquista y la colonización, Cuba se ve en el mapa universal de 1538 —publicado en el Libro de la Cosmografía de Pedro Apiano—, cruzada de vientos en todas direcciones y con figuras que, representando al dios Eolo, soplan sin descanso sobre sus aguas. Es una lanzadera donde se siente estremecerse la arboladura de los barcos expedicionarios. Recordemos que la palabra huracán es de origen arahuaco.

Es el descubrimiento alucinante del llamado mundo nuevo. “El discurso sobre la conquista y sus consecuencias, y sobre todo el discurso imaginativo (…)”, más allá de las crónicas de Indias es reinventado, contra la historia oficial de las metrópolis, por “el discurso novelesco sobre la conquista de América (que) constituye el espacio posible de la(s) pregunta(s) sobre nuestra identidad”.[vi] El mundo alucinante. Una novela de aventuras, llamó Reinaldo Arenas a su mejor pieza narrativa, que recrea esa heterodoxia de los siglos coloniales.

Frente a las vacilaciones, los vacíos y “correcciones” de la llamada “historia oficial” —cuanta realidad ha sido así silenciada o escamoteada—, nos enfrentamos a las incertidumbres de los oprimidos de siempre, “los condenados de la historia” o de “la tierra”, al decir lapidario de Frantz Fanon. Los juicios de la ensayista responden a una estética congruente y ligada en sucesivas lecturas, expuestas fragmentariamente pero de manera orgánica. Estudios que fluyen sin corsé académico, en una escritura que se agradece.

El deslumbramiento por los orígenes, siempre hermanado en la angustia entrañable y estética, lo encontramos en estas exploraciones que convierten al lector en depositario de una voluntad declarada de reconocer lo que otros escribieron antes, como precursores e influencias metabolizadas en sus debidas cavilaciones. Mariano Picón Salas, quien fuera un conocedor de nuestra literatura primigenia, consideraba como un desafío de las generaciones por venir, la profundización de los estudios latinoamericanos: “Ya las gentes del siglo XXI pondrán todo su énfasis en asuntos que a nosotros se nos escapan”.[vii] Y uno de los aspectos a desarrollar de los orígenes comunes, son los vasos comunicantes que hacen que: “A pesar de las diferencias y de los contrastes telúricos, desde los días de la colonia la reacción del hispanoamericano ante el mundo tiene una identidad y un parentesco mucho mayor del que se supone”.[viii]

Pensé en cómo autores latinoamericanos, como el colombiano Germán Arciniegas en su Biografía del Caribe, o el venezolano Gustavo Pereira en sus Historias del paraíso, o el uruguayo Eduardo Galeano en sus varios libros, han hecho una relectura latinoamericana y contemporánea de aquellos primeros testimonios de los conquistadores europeos, en muchos casos atravesados por una visión colonizadora, mutilada y “occidental”, donde campea la leyenda negra sobre los pueblos originarios.

Desde la historiografía el estudioso mexicano Edmundo O’Gorman publicó en 1958 un libro que sería un suceso en su época, La invención de América. Fue otra convocatoria para inventar y reinventar esa historia, esa magia y esa realidad. O cómo algunos de los escritores emblemáticos de la literatura española tuvieron correspondencia con nuestra cuenca caribeña, como Tirso de Molina, que vivió en Dominicana entre 1616 y 1618, o Góngora anticipándose a la mal llamada poesía de la “negritud”, o Zorrilla recorriendo La Habana del XIX, y las figuras del Imperio o la Revolución en Europa, nacidas en nuestras tierras, como Josefina Bonaparte en Martinica, o Pablo Lafargue, en Santiago de Cuba.

La cubierta del título que comentamos reproduce una pieza de 1852 —hace la friolera de 171 años—, de ese retratista de nuestros tipos, costumbres, modas y comportamiento decimonónico que fue Víctor Patricio Landaluze, al que Francisco Calcagno —citado por Zaida—, describe como un “notable caricaturista peninsular, y regular pintor de escenas de costumbres; (que) en 1862 fundó el periódico Don Junípero, satírico y de caricaturas”.[ix] Pieza que lleva por título el mismo del libro que se comenta, Los cubanos pintados por sí mismos, donde pese a su ambicioso nombre, discrimina de manera arbitraria a un componente esencial de la nacionalidad en formación: “En Los cubanos… los negros apenas asoman (…) un libro que, queriendo pintar Cuba y a sus habitantes, obvió el gran tema de aquel siglo: la esclavitud”.[x]

Me viene a la mente con la lectura de este capítulo, lo mismo la memorabilia criolla de Emilio Cueto —considerada tal vez la mayor colección privada de su tipo—, que las compilaciones decimonónicas de Zaida y Cira Romero, en el acucioso Diccionario de obras cubanas de ensayo y crítica (Tomo I Ediciones Unión, 2013). Entre las fuentes que la ensayista rastrea para este apartado, me gustaría destacar las del propio Calcagno; Bachiller y Morales; el Centón epistolario de Domingo del Monte (referente socorrido para estudiosos como Julio Le Riverend); o el Léxico mayor de Cuba, de Esteban Rodríguez Herrera.

Tras este apunte de la segunda parte —con la que quedo en deuda pues amerita un análisis detallado—, quiero detenerme en el apartado de cierre, el cual es para mí —como le he dicho a la autora—, el más interesante de su ensayo y al que sigo viendo como el anchuroso bosquejo de un futuro volumen sobre el tema que le ocupa.

Eran mediados de los 70 del pasado siglo cuando visitaba a un amigo que vivía en Güira de Melena, y en el recorrido por su casa este se detuvo en una habitación donde dormitaba, muy cuidada, la nonagenaria abuela de su esposa. El anfitrión, con un gesto que no renunciaba a lo teatral, la señaló y me dijo a manera de resumen cómplice: “Una reconcentrada”. Tal vez esa noble señora fuera una de las varias motivaciones que lo llevó a, 20 años después, escribir el más importante estudio sobre nuestro mayor drama nacional, la Reconcentración de Weyler. El libro en cuestión sería Herida profunda, y mi buen amigo era Francisco Pérez Guzmán, historiador sensible y perseverante como el que más. Como bien escribe Capote Cruz, esta obra de Panchito es “crucial para entender el sentido de la política weyleriana y sus secuelas, incluso morales, en la formación de la conciencia nacional. A la luz de los debates actuales (…) merece leerse esta investigación rigurosa e inspirada, porque la historia no tiene por qué negarse a ser entrañable”[xi].

En 1998, con motivo de los centenarios de la llamada Generación del 98; la guerra Hispano-americana[xii] (a propuesta, años atrás, de Emilio Roig en el Congreso Nacional de Historia, pasó a reconocerse por nosotros como la “guerra Hispano-cubanoamericana”); y el fin del colonialismo español —que legó el veredicto lapidario: “más se perdió en Cuba”—; el periódico español El País publicó unas separatas sobre esas efemérides. Recuerdo, pues me quedó nítidamente grabado, la benévola definición en que allí se resumía el perfil del mallorquín Valeriano Weyler y Nicolau: “General de talante liberal que peleó en las guerras de Cuba”. Así de simple. Lo del generoso calificativo de “liberal” se debía sin dudas a que ya al final de su vida, el marqués de Tenerife confrontó a la dictadura de Primo de Rivera, discrepancias a mi modesto entender, más con visos palaciegos, de incondicionalidad monárquica y propios de su vejez.

La proclama que diera inicio a la reconcentración weyleriana, entre otras normas draconianas, sentenciaba en sus primeros acápites:

Todo aquel que desobedezca esta orden o que sea encontrado fuera de las zonas prescritas, será considerado rebelde y juzgado como tal (…) Queda absolutamente prohibido, sin permiso de la autoridad militar del punto de partida, sacar productos alimenticios de las ciudades y trasladarlos a otras, por mar o por tierra. Los violadores de estas normas serán juzgados y condenados en calidad de colaboradores de los rebeldes.

El segmento final del libro, con justicia llamado “Memorias de una herida”, comienza con la siguiente interrogante: “¿Cuántas veces un trágico episodio se torna asunto literario? A menudo los grandes hechos dejan huellas profundas en la sensibilidad colectiva. Sin embargo, no siempre es posible hallar tantas y tan recurrentes muestras en ficción (…) lectura histórica o juicio moral”[xiii] en correspondencia con su dimensión real en el imaginario de la nación. Coincido con la ensayista en que este traumático período de la historia patria no se encuentra por mucho lo suficientemente abordado por historiadores, escritores y artistas. Aquí se recapitula concienzudamente en las excepciones que confirman la regla. Quisiera detenerme en una, que mencionada como nota al pie, me es cercana, al aparecer en los agradecimientos del escritor segoviano Andrés Sorel, amigo de años y muy vinculado a todo lo que fuera nuestra Isla. En una de sus tantas visitas, Andrés me pidió colaboración, pues quería recorrer la región de Artemisa, escenario donde su abuelo había peleado en las tropas de la metrópolis, legando de aquella experiencia a la familia —en cartas y tradición oral—, un testimonio crítico contra las normativas aplicadas por Weyler. Lo puse en contacto con un escritor de esos lares, Eduardo Vázquez, quien siempre dispuesto le sirvió de cicerón. Más allá de las virtudes literarias que pueda tener, resalta en Las guerras de Artemisa (Editorial Arte y Literatura, 2011), la mirada disidente del otro, y más por tratarse del bando colonial.

Una de las varias virtudes de este libro de Zaida Capote Cruz, junto a una escritura que nos permite disfrutar de “el placer de la lectura”, es lo riguroso y para nada complaciente de sus enfoques, y un ejemplo es el ensayo final que nos ocupa, donde tanto en los olvidos y silencios desde la falta de iniciativa para perpetuar el drama histórico por parte de instituciones académicas y administrativas— como la mención epidérmica de intelectuales de indiscutible crédito, cuando en su caso “la pasión es algo que se echa de menos (frente a) lo que tantos pintaron como una tragedia (…) porque la huella potente y dolorosa de aquella ‘herida profunda’ todavía pervive”[xiv].

La literatura en sus potencialidades, como la cultura en general, nos da los recursos para ayudarnos a sobreponer cada período crítico de la sociedad, trascendiéndolo. Y esas reservas nos ayudan a compartir lo hermoso, lo terrenal, con la herejía, la rebeldía, la crítica, y todo contra los prejuicios y los dogmas, y a favor —desde un cenote de interrogantes—, del mejoramiento humano. Todo lo cual registramos y agradecemos en estas páginas. Y en la persona de su autora, a todos los que citados o no, le antecedieron en tan noble empeño.

Notas

[i] Zaida Capote Cruz. La nación intima (Ediciones Unión, 2008).

[ii] Zaida Capote Cruz. La nación intima. Ob. Cit. p. 20.

[iii] Zaida Capote Cruz. Tribulaciones de España en América. Tres episodios de historia y ficción. Ob. Cit. pp. 5-6.

[iv] Zaida Capote Cruz. Tribulaciones de España en América. Tres episodios de historia y ficción. Ob. Cit. p. 9.

[v] ] Zaida Capote Cruz. Tribulaciones de España en América. Tres episodios de historia y ficción. Ob. Cit. p. 34.

[vi] Zaida Capote Cruz. Tribulaciones de España en América. Tres episodios de historia y ficción. Ob. Cit. pp. 60 y 71.

[vii] Óscar Rivera-Rodas escribió: “(…) Picón Salas buscó el desarrollo de las ideas de la descolonización y una ética antiimperialista, con una convicción afirmativa orientada al futuro”. Revista Casa, La Habana, número 250, 2008. p. 31.

[viii] Mariano Picón-Salas: De la conquista a la independencia, Fondo de Cultura Económica, México, 1975, p.17.

[ix] Zaida Capote Cruz. Tribulaciones de España en América. Tres episodios de historia y ficción (Editorial Letras Cubanas, 2021), p. 94.

[x] Zaida Capote Cruz. Tribulaciones de España en América. Tres episodios de historia y ficción. Ob. Cit. p. 94.

[xi] Zaida Capote Cruz. Tribulaciones de España en América. Tres episodios de historia y ficción. Ob. Cit. p. 190.

[xii] Lenin en su momento la reconoció como una de las tres primeras guerras imperialistas del mundo, junto a la “Anglo-bóer” y la “Ruso-japonesa”.

[xiii] Zaida Capote Cruz. Tribulaciones de España en América. Tres episodios de historia y ficción. Ob. Cit. p. 143.

[xiv] Zaida Capote Cruz. Tribulaciones de España en América. Tres episodios de historia y ficción. Ob. Cit. pp. 183 ,184 y 199.

Tomado de La Jiribilla

Foto de portada: Tomada de SEMLAC

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Norberto Codina
Poeta y editor. Es director de La Gaceta de Cuba, publicación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

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