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Malditas preguntas

¿Cómo comenzó esta historia? ¿A dónde conduce? ¿En qué estoy pensando, dios mío? Con la ambivalente cualidad de torturar e iluminar a la vez, las preguntas tienen la infinita virtud de ser el punto de partida, el Big Bang del pensamiento y el desarrollo… ¿Y antes qué?

Mientras paseaban a orillas del plácido Mediterráneo, Sócrates, Aristóteles y otros filósofos griegos descubrieron temprano el origen de la racionalidad en la necesidad de encontrar respuestas. Tanto les entusiasmó el hallazgo que consagraron el diálogo interrogativo. En parajes posteriores igual de europeos, pero brutalmente más inhóspitos, otros como Kant, Heidegger y Albert Camus enredaron y bendijeron a la par el mérito de la interrogación permanente, con preguntas sobre el sentido de la vida en que se han ahogado generaciones enteras.

Cuando algún humano se preguntó por qué el Sol, la Luna o las estrellas no se caían y las manzanas sí, dio el primer paso para encontrar en el suelo una fruta apetitosa y dentro de la cabeza -fiel a Sócrates- la fuerza de gravedad. Pero la historia apenas comenzaba. En lugar de hallar la solución con la Ley de gravitación universal, Newton abría las puertas a un auténtico diluvio de nuevos cuestionamientos, sucesivas respuestas y consecutivos paquetes de interrogantes, más calientes que el antecedente del Big Bang que no han podido descifrar ni Max Planck ni Einstein ni los físicos contemporáneos. ¿Lo lograrán alguna vez? ¿Qué rollos aguardarán entonces por la ciencia?

Mientras más penetran los seres humanos en el laberinto del conocimiento, más enredado, profundo y hasta angustiante se vuelve el zigzagueo. Pero nada legitima más a una respuesta científica que su capacidad para destapar lagunas propias y nuevas incógnitas. ¿Por qué? ¿No sería más tranquila la vida sin tantos por qué sin respuestas?

Quizás por la incomodidad de la incertidumbre que expresan, las preguntas suelen desagradar y hasta provocar rechazos, miedos instintivos, oraciones al pie de una cruz encendida por la Inquisición, guerras y cabezas arrancadas con hachas, guillotinas, morteros o misiles, o un grito irracional. El volumen de las voces tiende a alzarse en proporción simétrica con el desconocimiento que encubren y en proporción asimétrica con el paradigma de debate social.

El instinto primario a rehuir de los enredos mentales abona el recurso de las respuestas fáciles y las afirmaciones absolutas o el aferramiento a estupideces como el terraplanismo en pleno siglo XXI y las criptolecturas de alienígenas en dibujos mayas o faraónicos, que inundan sin pudor las transmisiones de la televisión cubana, en programas que no sé sin son de humor o un burdo alarde de diversidad de pensamiento para encubrir precisamente los vacíos de diversidad.

“Solo sé que nada sé”, dicen que murmuró Sócrates. ¿Sería conclusión de la sabiduría o la reacción ante incógnitas que se revelaban ante sus ojos con más prontitud que las respuestas?

El temor a las interrogantes sin respuestas puede explicar la propensión de las personas a cerrar los ojos ante conflictos cuya percepción simbólica se hace más torturante que sus consecuencias mismas en el ámbito físico de la sociedad. También puede estar en la raíz del rechazo al diálogo.

En lugar de entenderlo como un espacio con vencedores y derrotados, el buen debate necesita de la triple disposición a enfrentar preguntas sin respuestas inmediatas, construirlas entre todos y afrontar los riesgos que implica la incertidumbre, inevitable por la naturaleza humana, y que se caldea automáticamente cuando la inflación dispara los precios del mamífero nacional o dejan de cumplir su misión los medios de comunicación. El mejor antídoto ante la incertidumbre es la información, la investigación y el estudio, y rehuir de la maldita propensión humana a convertir en verdades absolutas las respuestas que encontraron otros como Cristo, Hegel, Marx o Fidel, que dieron con ellas precisamente por su rechazo a las verdades fetichizadas en que intentan encasillarlos ahora no pocos de sus presuntos seguidores.

Todo comienza con una pregunta. La idea me la confirmó Arístides Hernández, mejor conocido como Ares, uno de los caricaturistas más certeros y profundos que he conocido. Se lanzó a buscar los orígenes de la caricatura cubana, para comprender el punto donde se encuentra hoy una expresión artística, minimizada por visiones anquilosadas de un culturalismo burgués que nos persigue tercamente no solo en naves alienígenas y discursos terraplanistas.

En la presentación que hizo en la III Encuentro Prensa, Humor e Identidad, convocado por la Oficina del Humor y el Instituto Internacional de Periodismo José Martí, Ares se opuso a entender como conclusiones las profundas investigaciones que realizó la doctora Adelaida del Juan. Abrió puertas a tres caminos para entender la caricatura, la cartelista y el género femenino como creador en las artes visuales, dijo Ares y agregó: Adelaida nos invitó a avanzar en lugar de quedarnos trabados con la puerta. En ese momento, lo juro, vi sonreír a la Adelaida del Juan que impresionaba -por no decir, asustaba- cuando estaba seria.

Igual debe sonreír Julio García Luis cuando lo asumimos como una puerta abierta para emprender el camino de descifrar el modelo de prensa en el socialismo, apartándonos de la propensión a citarlo como ícono o consigna, sin estudio ni examen de conciencia real de las reflexiones que nos legó con “Revolución, socialismo y periodismo”.

En lugar de enclaustrarse en socorridos esquemas, Julito aportó con ese libro claves que confirman una relación entre los peores momentos del modelo político cubano -y por consiguiente del modelo de prensa- y su distanciamiento de la identidad nacional, la misma identidad que aprobó sin remilgos desde su nacimiento hasta el empleo de la caricatura personal de próceres y políticos. ¿Dónde se habrá metido? ¿Cuándo veré en nuestros medios, como recurso habitual, caricaturas de Miguel Díaz-Canel, Raúl Castro, Manuel Marrero o Alejandro Gil, por mencionar cuatro líderes del momento? ¿Cuándo dejarán de temblar las rodillas bajo la mesa, ante esa alternativa tan cubanamente común? ¿Cuándo entenderemos que la preeminencia del humor en memes y otros recursos de las redes sociales digitales habla a gritos de la vitalidad del humor por más que nuestros periódicos y noticieros televisivos sigan atrapados en las convenciones de un discurso rígido, más afín a la comunicación política que al lenguaje de la comunicación mediática del presente?

En sus búsquedas entre los polvos de la historia, Ares encontró caricaturas cubanísimas hasta en anillas de tabaquerías del siglo XIX. Todo un desfile de imágenes, impresionantes por el swing -o flow en el habla de la juventud de hoy- y por el espíritu de cubana contemporaneidad, arrastran a lo largo de más dos siglos una respuesta implícita para un par de preguntas -en esencia, una- que deben torturar a los seres humanos desde que descubrieron la gobernabilidad del fuego: ¿qué sentido tiene la vida? ¿Qué sentido tiene la muerte, mi muerte? Un nudo en la garganta y un lío neuronal suelen acompañar a estas interrogantes, que unos resolvieron cerrando los ojos ante el conflicto que entrañan, otros con oraciones, amuletos, bautismos y fábulas del Paraíso, mientras los más intensos se sumergían en discusiones filosóficas, en observaciones de las estrellas y del patio trasero del barrio y en preguntas sobre el tiempo que asustan más que la muerte misma.

El recurso divino y la salvación individual le vino como anillo al dedo a un capitalismo que apuesta al paradigma de la oportunidad y el éxito individual, mientras deslegitima abierta o tácitamente el paradigma de la colectividad, como confirman historiadores contemporáneos que rompen con el marxismo ortodoxo, como Noam Chomsky, Zygmunt Bauman, Eric Hobsbawm y Atilio Borón.

Las claves para encontrarle sentido a la vida se hallan en la identidad, que, en oposición al paradigma individual, revela la vida como un ejercicio colectivo, una intensa carrera social, una carrera de relevos, que comenzó cuando los primeros humanos emergieron sobre la faz de la tierra hace cientos de miles de años, para luego salir a pasear a pie entre los continentes, o quizás mucho antes, cuando la primera bacteria se lanzó a nadar feliz. Es la identidad como seres humanos o, en una dimensión menor, la identidad como nación o como clase social.

Del valor épico de la identidad han hablado en Cuba sesudos como el Martí que un día se autocaricaturizó en una inmortal triangulación de rasgos, quizás cuando estaba aburrido o mientras rumiaba una íntima y frustrada vocación por la pintura. Asoma esa identidad en los persistentes motivos de cubanidad que nacieron en anillas de tabaco, y cabalgan a lo largo del tiempo en trazos de cejas removidas ante una línea femenina o un disparate de balcones, y en las figuras desafiantes de caricaturistas de la talla de Rafael Blanco, cuando comenzaba el siglo XX y de Tommy, cuando cerraba, por citar dos emblemas.

¿Cuándo volverá a ganar protagonismo la caricatura en los medios de comunicación de Cuba? Cuando ocurra será una evidencia del retorno a las raíces de la identidad y la respuesta a esa revolución que soñamos en el modelo de prensa cubano, quizás repitiendo el pecado, que tan enfáticamente condenamos sin darnos cuenta de cómo lo repetimos, de querer cocinar esa transformación desde arriba, en lugar de abonarla desde abajo, con el oído pegado a la tierra.

Con la misma finura epistemológica de sus búsquedas y lecturas, en el III Encuentro Prensa, humor e identidad, Ares inició la presentación de marras con un cuento que retomo como cierre de esta burbuja filosófica:

Un tipo heterosexual, de facha machongona y buenos bigotones, se acerca a un conocido, homosexual, y le pregunta gesticulando, con voz bronca y cejas fruncidas: “Ven acá asere, ¿cómo fue que tú te metiste a eso?” Con tono de voz adulzado y ácido a la vez la respuesta fue inmediata: “Así como tú, preguntando”.

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Ariel Terrero
Reconocido periodista cubano. Especialista en asuntos económicos. Galardonado con el Premio Nacional de Periodismo Juan Gualberto Gómez. Integrante del Comité Nacional de la Unión de Periodistas de Cuba. (La Habana, 1962)

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