ENTREVISTA OTRAS NOTICIAS

El mejor oficio del mundo, …pero el más peligroso

La periodista colombiana Jineth Bedoya Lima,  de 47 años de edad y secuestrada, torturada y violada por paramilitares el 25 de mayo de 2000, recibió este 18 de octubre el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condenó al Estado de su país al que culpó de haber sido no solo incapaz de evitar el secuestro, sino también lento y negligente en el proceso de investigación y condena penal del caso, informó BBC Mundo.

“La humillación que el Estado tuvo conmigo la equiparo a la violación que sufrí por parte de mis violadores”, dijo al multimedios británico. Ser víctima del conflicto armado en Colombia es, la mayoría de las veces, un tormento y un motivo de persecución: los damnificados de la guerra suelen ser amenazados, estigmatizados e incluso excluidos de la sociedad, afirmó la colega.

“El dolor en el cuerpo, la sensación de estar al borde de la muerte es sin duda muy fuerte, pero peor que eso es la humillación que te quita la condición de ser humano, que no solo se dio en el momento de la violación, sino durante los años en que el Estado hizo todo para que yo no pudiera superar ese trauma”, subrayó.

En su peregrinar por numerosos países, instituciones  y eventos internacionales para denunciar el crimen, Jineth estuvo en La Habana en ocasión del  V Encuentro Mundial de Corresponsales de Guerra 2003, auspiciado por el club homónimo de la UPEC y el Instituto Internacional de Periodismo José Martí.

De esa oportunidad es este testimonio:

Jineth Bedoya Lima, una joven reportera colombiana, coincide con su coterráneo y colega, Gabriel García Márquez, al afirmar que el periodismo es el mejor oficio del mundo; pero, con nueve años como corresponsal de guerra en su país, no vacila en asegurar que es también el más peligroso.

Y lo subraya desde la posición de quien ha vivido las coberturas de combates, secuestros y conversaciones de paz; viajando en helicópteros impactados por la metralla en pleno vuelo, atrapada en el medio del fuego cruzado. Ha llegado a los lugares de matanzas de civiles cuando aún la pólvora y el olor a sangre se incrustan con agresividad en la nariz. Conoce que la guerra puede alcanzar al periódico o perseguirla por las calles de Bogotá, porque al redactar un trabajo sabe, de antemano, que algunas de las partes estará en desacuerdo y ello puede significar hasta una sentencia de muerte.

Afirma que para los periodistas el miedo es un lujo. La lección la aprendió durante 16 horas del 25 de mayo del 2000…

Cuando el teléfono sonó, tuvo la certidumbre de que algo grave le pasaría.

-¡Aló! –contestó a secas, para espantar los malos augurios que por esos días la asechaban. Desde que había publicado el primero de los trabajos sobre la masacre en la cárcel, el timbre del celular la ponía en guardia, en espera de una nueva amenaza.

-Soy el jefe de la Seguridad de El Panadero –así se identificó la voz del desconocido que la procuraba. Y fue al grano:

-Él quiere hablar con usted.

No más escuchó el apelativo de quien quería encontrase con ella, recordó la matanza de 30 civiles en Barrancabermeja y las muchas veces que en sus artículos había calificado de matón, asesino, criminal, al cabecilla del grupo paramilitar, y un erizamiento le crispó la piel como señal de peligro.

Ella tragó en seco. Mediaron unos segundos de frío silencio hasta que el hombre los rompió con un razonamiento que le apuntó como pistola al pecho:

-Mi jefe le recuerda que usted ha publicado la versión que ha querido de los hechos de la prisión; pero no ha escuchado la suya.

– Dígale que sí, que podemos vernos, pero no le garantizo la publicación de la entrevista –respondió con la voz firme y serena de siempre, con una determinación sacada de esa extraña fuerza que, rara vez, genera el propio miedo.

-Lo importante es que usted venga –martilló el individuo.

-Voy si me garantizan mi seguridad –ripostó ella como quien se agarra al filo del único asidero que le resguarda la existencia.

-Pues no hay problemas, señorita. Mañana 25, a las diez y media, en la oficina del director de la penitenciaría. Todo está arreglado. Puede venir con un fotógrafo –contestó con precisión el emisario, y colgó.

Llevada por la idea de que después de la entrevista los paramilitares la dejarían tranquila, se comunicó con el editor para comunicarle lo sucedido y su decisión irrevocable de asistir al encuentro.

Guardó el celular y miró nerviosa a todas partes. Hasta pensó que por la esquina podría doblar en ese mismo instante una moto a toda velocidad y atropellarla, como ya había ocurrido una vez para intimidarla; pero encontró la calle vacía y las fachadas de los edificios echándole la sombra de la indiferencia sobre su menuda y frágil figura.

La serie trabajos publicados en El Espectador donde se daban pormenores sobre la masacre de 45 internos en la cárcel La Modelo, a manos de reos pertenecientes a un grupo de paramilitares de extrema derecha denominado Autodefensas Unidas de Colombia, conmocionaron al país pese a la aparente indiferencia con que los colombianos se toman los avatares de una guerra interna larga y vieja que no perece tener fin.

Durante los tres días que duró el enfrentamiento, Jineth, reportera de noticias judiciales, estaba entre el numeroso grupo de periodistas que daban cobertura al suceso. Al interior de la penitenciaria se había verificado un verdadero combate con fusiles de asalto y granadas, en tanto la Policía sólo hizo su intervención en el último momento para ir directamente al pabellón donde estaban recluidos los guerrilleros a reprimirlos. Bajo esas coordenadas, ella intuyó algo más allá de lo aparencial y epidérmico de la versión oficial de aquel motín y decidió emplearse a fondo en una investigación.

Conocedora del sistema penitenciario y de las cárceles colombianas, sus fuentes al interior de La Modelo le dijeron que la misma Policía había entregado fusiles R-15, pistolas y granadas a los reclusos del grupo paramilitar y, una vez terminado el sangriento episodio, se encargó de recogerlas, como también “limpiar” otras evidencias.

Las averiguaciones fueron más allá y decidió meterse en “la boca del lobo”:

-Después de muchas gestiones, peripecias, contactos, logré colarme dentro de la prisión. Tenía que ver el escenario del combate, resultaba imprescindible para hacerme una idea lo más completa posible de la situación y contrastar la información suministrada. Tuve que hacer mil piruetas para que no me descubrieran como periodista. Me hice pasar por la esposa de un recluso y someterme al terrible chequeo que le hacen a los familiares de los presos cuando van de visita. Tras entrar, pude llegar al lugar del motín, rápidamente me percaté en qué circunstancias se habían producido los hechos: observé los impactos de balas, las paredes casi cayéndose y vi los paramilitares patrullando la cárcel con fusiles. Ellos se percataron de mi presencia y me dieron quince minutos para que desapareciera de allí.

El impacto de la visita fue duro, tremendo, sobrepasaba con creces la idea que se había hecho atando cada uno de los cabos de la información recolectada en las pesquisas previas. Ya tenía el rompecabezas completo y armado; entonces, se fue directo a la redacción a escribir.

-Eso fue un domingo y el lunes salía la primera crónica. Durante diez días estuvieron saliendo los trabajos.

El martes comenzaron las amenazas:

-Me llamaban al celular y me decían: “¡Te quedan diez días, puta de mierda!”, “¡Disfruta porque te quedan diez días!” Yo pensaba que de las amenazas, de la intimidación no pasarían. ¡Pura ingenuidad!

Con el revuelo que fue levantando la publicación de los trabajos, los reos guerrilleros fueron trasladados de prisión, y los paramilitares comenzaron también a mandarle fotocopias de sus materiales periodísticos marcando con resaltador cada una de las denuncias sobre el tráfico de armas entre la Policía y los paramilitares, entre otras acusaciones. Ante esa situación, el director del diario decidió publicar un editorial denunciando que las fuerzas de autodefensa estaban amenazando a los periodistas y exigiendo el cese de tales actos.

-La tarde, previa a la publicación del editorial, el director me llamó a su despacho para decirme lo del editorial y habló sobre la urgencia de informar a la Policía para que tomaran medidas de seguridad. Horas después, un teniente del cuerpo policial se entrevistó conmigo para plantearme que no siguiera por la misma ruta de ida y vuelta a mi casa, y sobre la preparación de un esquema de protección que me comunicaría al siguiente día, precisamente el 25…

A la diez de la mañana del 25 de mayo de 2000, ya estaba en la puerta de La Modelo. Conocedora de los movimientos de la cárcel por las tantas visitas de trabajo realizadas, le llamó la atención que a esa hora el parqueo del reclusorio estuviera lleno, pero pasó por alto la anomalía. La camioneta del periódico tuvo que estacionarse a cuadra y media donde también quedó el fotógrafo.

Una media hora duró la diligencia de entrada. Mientras el editor salió en busca del fotorreportero, una mujer fumando se acercó a ella.

-¿Tú no eres la periodista que estabas dentro de la cárcel el otro día?

– Ah, pues sí –dispensándole también una sonrisa inocente.

Su interlocutora dejó escapar lentamente una amplia bocanada de humo, para luego recordarle:

-¡Yo también estaba adentro!

El breve diálogo fue suficiente para que un hombre se le aproximara, la tomara por la cintura y la encañonara con una pistola mientras le decía:

-¡Mira para el suelo; si levantas la mirada, matamos a tu gente!

De repente, sintió que el cuerpo no le respondía: le habían suministrado una droga  mediante el humo del cigarrillo que fumaba la mujer con quien minutos antes había conversado. La llevaron casi a rastras a una casa cercana; allí le vendaron los ojos, la amarraron y la tiraron en el piso de la parte trasera de un carro donde la patearon con frecuencia y le mantuvieron sobre la cabeza una pistola con la cual también fue golpeada. Ante sus reclamos por agua, le taparon la boca con cinta adhesiva, operación que después repitieron con los ojos, cuando ella logró liberarse mínimamente de la venda y ver el rostro de uno de sus secuestradores.

Perdió la noción del tiempo, sólo percibía las maniobras del carro hasta que se detuvo y escuchó voces de hombres. De un tirón, le arrancaron la venda engomada donde quedaron cejas, pestañas, piel, y tuvo la sensación de perder los ojos. En medio del intenso dolor y bajo la bruma de una ceguera momentánea, percibió los rostros borrosos de varios individuos asomados a la ventanilla del vehículo. Sobrevino un instante de dramática lucidez:

-Tuve la certeza de que me violarían– el recuerdo sobreviene con lágrimas.

Y comenzaron a agredirla brutalmente. En lo adelante no supo de ella. La memoria sólo le devuelve voces que le decían que los periodistas tenían jodido al país, que era necesario hacer una limpieza.

-Pedía que me mataran –rememora.

Sin dejar de apuntarle con la pistola, el sicario siempre sentenció:

-No te vamos a matar, hijaeputa. Pero mírame bien la cara para que nunca se te olvide.

Cuando volvió a tener conciencia del mundo infernal en que estaba, se percató de que la trasladaban nuevamente en un vehículo. No supo cuándo había dejado aquel lugar ni por dónde iba; sentía un dolor agudo que le nacía de muy adentro, del alma, y se repartía por cada una de sus células.

-¡La muerte está cerca! -pensó con alivio.

Pero sonó un celular. Ella escuchó cuando el conductor decía que el “paquete” aún estaba ahí, luego un frenazo. Abrieron la portezuela y la lanzaron a la vera de la carretera rural en medio de una noche cerrada y cómplice. Poco tiempo después, un taxista la encontró cuando su auto derramó toda la luz  sobre un cuerpo tembloroso, desnudo y amarrado:

-¡Por favor, señor, sáqueme de aquí!

Ella fue noticia.

Escándalo generalizado en el país. Denuncia de una sociedad indignada. Cartas al Presidente de la Nación. Ríos de tinta. Homenajes, reconocimientos, aplausos. Asignación de escolta. Investigaciones estériles. Y antes de que pasaran tres meses muy pocos se acordaban de su tragedia. Así resume esa etapa calificada por ella como su segundo calvario.

Un buen día, ante el espejo, con todas las lesiones aún a flor de piel, se planteó la disyuntiva:

-O me mato lentamente consumiéndome en mi desgracia. O me pongo de pie –y aún lo subraya con absoluta determinación.

Llamó al director del periódico y le transmitió su decisión de incorporarse cuanto antes a la redacción. Dejó a un lado las propuestas de irse de corresponsal de El Espectador a Europa o Estados Unidos.

Volvió sobre la geografía del dolor de su país. Uno de esos días, tuvo que reportar un caso con cierta similitud con el suyo y apenas comenzó a redactarlo, se echó a llorar: No podía escribir ni una letra. Un colega que la observaba remarcó:

-Si no eres capaz de hacer ese trabajo, recoge tus cosas y vete.

Y se alzó sobre los escombros del dolor y el miedo:

– Rabia sentí de aquella actitud mía y me dije: ¡No me van a derrotar!

Después de aquel episodio, no ha dejado de denunciar situaciones extremas, como tampoco ha abandonado la cobertura de combates.

-Hace poco, tras los bombardeos, visité la región del Caguán donde el ejército realizó una operación de gran envergadura contra la guerrilla. Uno de los reportajes estuvo dedicado a exponer la situación de hambruna que había en algunas comunidades. Ese trabajo sirvió para que se generara un debate en el Congreso para mandar ayuda a las víctimas. Cuando una logra algo así, sabe que está poniendo un granito de arena y eso me alegra y da fuerzas para seguir.

Su viaje a esa zona de combates no fue fácil; entre otras cosas, porque no consiguió el permiso por parte del ejército  ni de la guerrilla para introducirse en el área. Así, se encomendó a su propia cuenta y riesgo, sólo con la autorización del periódico El Tiempo,  donde labora. Con el fotógrafo, logró remontar Caguán para internarse en la selva. Son muy pocos los barqueros que suben por el río por el grave riesgo que corren, en especial cuando hay combates; pero, tras muchas peripecias, lograron alquilar a una lancha. A medio camino comenzó un intenso bombardeo.

-Fue terrible, porque cuando caen las bombas al río levantan unas olas que parecen que te van a tragar, con el peligro real de que partan en pedazos la lancha, de ahogarte o que te mate la metralla.

Al lanchero ambos reporteros le pidieron que parara, pero el hombre le insistía en seguir, pues de lo contrario serían un blanco fácil para la aviación. Fue tanta la intensidad del bombardeo primero, y luego el combate, que el barquero arrimó a una de las orillas, los dejó y se fue.

Eran las cinco y la noche comenzó a caer herida de muerte sobre la selva.

-Mi fotógrafo y yo nos sentamos espalda contra espalda. De pronto callaron las armas. No nos atrevíamos a caminar por temor a las minas y a las emboscadas, pero nos acribillaron los zancudos y empezaron a cantar unos sapos del tamaño de un conejo…

Mojados hasta los tuétanos, con frío, hambre y deseos de estar lo más seguros posible, cualquiera es capaz de cometer una locura. Por eso cuando el fotógrafo sugirió que si oían voces en el monte, lo mejor sería gritar  pedir auxilio y decirle quiénes eran, ella con toda la naturalidad del mundo le respondió:

-¡Ni que estuviéramos locos! Si decimos que somos periodistas, ahí mismo nos matan.

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Roger Ricardo Luis
DrC. Roger Ricardo Luis. Profesor Titular de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Jefe de la Disciplina de Periodismo Impreso y Agencias. Dos veces Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí.

One thought on “El mejor oficio del mundo, …pero el más peligroso

  1. Es verdaderamente increíble lo que se puede vivir, cuando se cumple con los momentos que como la periodista Jinet Bedoya, haya sido sometida esos tratamientos y todavía siga teniendo la valentía de seguir en su vida. Solo podemos darle nuestro amor a la vida que tiene el tremendo valor continuar su expectante camino en la vidas que se ha trazado.

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