LA CRONICA

Concepción

El ferrocarril no lleva de Chillán a Concepción. El camino hay que hacerlo por una carretera que serpentea entre campos sembrados y bosques de araucarias, cipreses, robles, pinos, avellanos y cerezos, entre otros tantos árboles que se espigan audaces y abundantes en verde esplendor. En el viaje al sur y a la costa, va uno aproximándose a las lluvias interminables, y a su vez, al oeste, a las oceánicas aguas del Pacífico, agrestes en el vendaval y gentiles en días de calma.

Puebla la cultura mapuche toda esta región del Bío-Bío, denominada así por el río de portentosa cuenca que se despeña de Los Andes en temporada de los deshielos primaverales, cuando las montañas pierden sus blancas vestiduras.

Los mapuches nacieron de una lucha desatada entre el océano y la cordillera, entre la culebra Cai-Cai, que vivía en lo más profundo del mar, y la culebra Ten-Ten, que habitaba en la cumbre de los cerros. La culebra de los montes aconsejó a los hombres refugiarse en las cimas cuando el agua comenzara a subir; muchos lo lograron, pero otros, los que murieron, se transformaron en peces. Hicieron sacrificios y el agua despaciosamente volvió atrás, y ellos bajaron de las montañas y poblaron la tierra, en un espacio al desafío, que tejió la urdimbre maravillosa de una leyenda después de 300 años de afirmación propia y resistencia a la conquista española.

Pero lo que estremece hoy en esta visita a la ciudad austral más habitada del mundo, no es solo el recuento de la cultura mapuche en su voluntad de existencia, ni el reconocimiento maravillado del asombro ante lo natural en el paisaje, sino el silencio en la plaza, frente a la catedral, allí donde hace apenas unos días, al subir los peldaños del portal, conocimos la historia triste y desgarrada de Sebastián Acevedo, el obrero que 22 años atrás, un 11 de noviembre de 1983, en medio de la dictadura pinochetista, para arrancar a sus hijos —María Candelaria y Galo Fernando— de las manos de la policía política de Chile, del Centro Nacional de Información (CNI) que los había detenido y torturaba, se incendió a la puerta del templo.

Los carabineros amenazaron con detenerlo y él aproximó el fuego a su cuerpo llovido de bencina y parafina. Su inmolación fue su denuncia y aún hoy es brasa ardiente y dolida en la memoria. Dicen que entonces, repitiendo una obsesiva letanía: “Que la CNI me devuelva a mis hijos, que la CNI devuelva a mis hijos” el cuerpo humeante cayó desvanecido entre dos tilos que esta tarde sombrean la Plaza de la Independencia, por la que, a pesar de numerosos pesares y silencios, sin olvidar, la gente pasa. (Crónica originalmente publicada en Juventud Rebelde, 2005).

Imagen de portada: Ilustración de Isis de Lázaro.

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Katiuska Blanco Castiñeira
Katiuska Blanco Castiñeira (La Habana, 1964). Periodista y ensayista. Fue corresponsal de guerra en Angola y redactora del diario Granma durante más de diez años. Es autora de libros como Ángel, la raíz gallega de Fidel, Fidel Castro Ruz, guerrillero del tiempo. Conversaciones con el líder histórico de la Revolución Cubana, y Todo el tiempo de los cedros. Paisaje familiar de Fidel Castro Ruz.

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