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Armando Hart Dávalos, decencia y entusiasmo

Cuando en 1976 la Asamblea Nacional anunció que el Ministerio de Cultura, organismo que acababa de crearse, lo dirigiría Armando Hart Dávalos, se oyó una ovación que aún se recuerda. Un correlato mucho menos masivo, pero también elocuente, de esa reacción se dio mientras conversaban intelectuales relevantes. Uno de ellos dijo refiriéndose al nuevo ministro: “Es una persona decente”, y otro añadió: “Entonces el problema está resuelto”.

Recreado aquí de memoria, pero apegado a la versión que circuló en su momento, ese diálogo remitía al valor de la impronta que cada quien pone al asumir una determinada tarea, o en la vida, y que genera sus propios efectos. En cuanto a la ovación, reveló públicamente la conciencia de lo que significaba fundar un ministerio para reencaminar una política —la cultural, en este caso— que había tomado rumbos indeseables.

Al ubicar en rango de ministerio la atención a esa política, se reconocía el peso de la esfera cultural, y el confiar su dirección a Hart evidenciaba voluntad de cuidar al mayor nivel posible —en orgánico acuerdo con su naturaleza— lo que luego el Líder de la Revolución, Fidel Castro, definiría como Escudo de la Nación, lo primero que se debe salvar en un país asediado por un enemigo poderoso.

Para su nueva misión tenía Hart virtudes fundamentales: a la de ser una persona decente —cualidad radicalmente contraria a la corrupción y sin la cual las demás corren peligro, o no funcionan como deben hacerlo en un proyecto de dignidad y afanes justicieros— sumaba su avidez cultural y su probada lealtad a la patria: desde temprano ocupó un sitio relevante en la lucha clandestina contra la tiranía batistiana, hasta integrar la Dirección Nacional del Movimiento 26 de Julio, y tras el triunfo de la Revolución dirigió el Ministerio de Educación, organismo siempre vital, sobre todo para un país en hondo replanteo, en una revolución verdaera.

No en balde ese Ministerio convirtió en ceñido aforismo de sustancia colectiva, en plural —“Ser cultos para ser libres”—, una máxima martiana de alcance universal apreciable en la plenitud, rotunda, del texto: “Ser culto es el único modo de ser libre”. El contexto de esa máxima en el artículo de Martí “Maestros ambulantes” demanda un profundo ejercicio del criterio, pero basta citarla para pensar en los nexos raigales entre educación, cultura y libertad.

La segunda no se limita a lo que a menudo se entiende —con estrecho sentido gremial— como cultura: la literatura y las artes, enunciado pleonástico, pues la literatura es una de las artes, aunque identificarla como vertiente autónoma lo explique su poder para expresar y estructurar el pensamiento.

Con ser rico y atendible en sí mismo, el acervo artístico y literario no representa la totalidad del tesoro cultural de una nación, en el que se incluyen visión del mundo, tradiciones, valores éticos, espiritualidad, ideales de conducta, creencias… Los vasos comunicantes, que tanto deben cuidarse, entre cultura y educación, reclaman impedir que nociones pragmáticas del conocimiento empañen los deseables altos niveles de instrucción colectiva con el deterioro de los valores culturales —axiológicos y de comportamiento— que merecen y deben estar presentes en la médula de la actitud ciudadana.

De ahí la importancia de cultivar los vínculos entre las instituciones que atienden lo que suele llamarse tranquilamente “cultura” y las que tienen a su cargo la que también a menudo se llama, con similar tranquilidad, “educación”. Esta última, además, hace años que en Cuba se dividió en una vertiente jerarquizada no como Universitaria, sino como Superior, y otra para la que así queda implícito, aunque no sea esa la intención, el rango de “inferior”, pese a que en ella están, de hecho, los cimientos de todo.

Por añadidura, semejantes parcelas parecen apuntar a lo que podría considerarse un estilo heredado de otras experiencias, ya desmontadas. Y si tal herencia no tendría por qué ser preocupante en sí misma, lo es por lo que puede acarrear de desproporción numérica para un país de la población de Cuba, y —quizás sobre todo— por los recovecos que puede proporcionarle a la fragmentación positivista de los saberes, y al burocratismo.

En el caso del Hart ministro de Cultura vale recordar sus afanes por conseguir —era lo que estaba a su alcance plantearse en la práctica— la mejor relación entre las instituciones de un área y las de la otra. Él mismo, para ejercer sus funciones en el Ministerio de Cultura, braceó en la obra de los grandes educadores cubanos: Félix Varela, José de la Luz y Caballero y José Martí, para citar tres ejemplos cimeros. Entre ellos, su guía más ostensible fue Martí, y lo asumió como el legado que seguía vivo en la obra de Fidel Castro, también educador.

El tema da para muchos textos, pero este artículo se centra en un punto concreto: el sentido político de Hart para acometer su tarea. Sabía que, bien entendida y enrumbada, la política era fundamental en una obra de gran envergadura, como la de encauzar la política cultural de la nación.

El año en que se fundó el Ministerio de Cultura fue inmediatamente precedido por lo que Ambrosio Fornet llamó quinquenio gris. La duración y el color de ese período podrían discutirse, pero lo marcó el desempeño atribuible, sobre todo en su último tramo, al Consejo Nacional de Cultura, que cesó al crearse el Ministerio, con lo cual duró quince años. Aunque el presente artículo no abunde en datos, un hito para marcar el tramo aludido sería, en 1971, el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, que no cabría tratar cumplidamente en poco espacio.

Los que se consideren o hayan sido errores del Consejo, difícilmente se habrán debido solamente a contingencias personales, a iniciativas descaminadas; pero el peso que acumularon ha propiciado que no se hable de los aciertos que habrá tenido desde su creación poco después del triunfo revolucionario, concretamente en enero de 1961, año signado por un texto guiador y que merecía haber sido siempre objeto de buenas lecturas: el discurso, tratado por el articulista en otras páginas, que se conoce como Palabras a los intelectuales y fue pronunciado por el Comandante al término de reuniones que tuvieron lugar en la Biblioteca Nacional José Martí los días 16, 23 y 30 de junio.

Echar por la borda todo el quehacer del Consejo Nacional de Cultura o lo asociable con él sería borrar mucha conquista cultural de la Revolución, como, por solo mencionar un ejemplo, la atención al grandioso movimiento de artistas aficionados. En cuanto a errores, habría que ver hasta qué punto —a los ojos de quienes podían impulsarlo, aprobarlo o rechazarlo— lo hecho u orientado por el Consejo Nacional de Cultura incluso en sus peores momentos podía parecer bueno para la Revolución.

Ningún país es monolítico, pero en uno de voluntad centralizadora sería necesario deslindar lo generado por iniciativas personales torpes y lo hecho por indicaciones recibidas y aceptadas tal vez sin el debido discernimiento crítico. De no haberse considerado bueno para la Revolución lo que se hizo en el tramo final de aquel Consejo ¿habría durado lo que duró, y tenido la fuerza que tuvo como para hacer el daño causado o que se considera que causó?

La ovación con que se recibió lo anunciado en 1976 respondió a la conciencia de la necesidad de asegurar que los conceptos defendidos fueran lúcidos, y se calzaran con prácticas correctas y adecuadas a su índole. Hasta donde pudo observar quien esto escribe, Hart no se dedicó a pasar factura a quienes se habían desempeñado antes que él en la atención política al quehacer artístico y literario del país: guiado, siempre lo dijo con orgullo y naturalidad, por su interpretación del pensamiento de Fidel, acometió una labor que redefiniera o cambiara conceptos fallidos y crease otros nuevos y valiosos.

No solamente contribuyó, por ejemplo, a rechazar y desmontar con argumentos lo que en otros lares se llamó “realismo socialista” y de algún modo se hizo sentir en Cuba —donde no halló terreno para arraigarse—, sino que procuró observar, para guiarse por ella, la naturaleza propia de la creación artística. Enfrentó ideas y prácticas dogmáticas y coadyuvó al fomento de un ambiente sano para la creación artística y literaria. No lo hizo únicamente desde oficinas, sino a menudo en diálogo abierto con numerosos exponentes de esa creación. Exponentes no solo abundantes, sino también diversos: ¿podrían acaso no serlo?

En esos encuentros supo oír y escuchar, verbos que suelen emplearse indistintamente, lo que debería dar motivos de preocupación aunque no viniera más que de la ignorancia etimológica; pero puede ser mucho más peligroso como signo de una confusión de conceptos trasladada a la práctica social. En los tiempos que corren se hace notar —a veces de manera dramática, y con altos costos— la presencia de confusiones de ese corte.

Si se trata de virtudes personales convenientes al cumplimiento de tareas como la —o las— que Hart realizó desde el Ministerio de Cultura, y de todas las que desempeñó a lo largo de su vida, habría que sumar a la decencia el entusiasmo. Seguramente a partes iguales, aunque la primera de ellas fuera siempre la base de su conducta, junto con la claridad de su pensamiento político.

Es presumible que en su voluntad de acción colectiva prefería correr los peligros de la amplitud antes que los del aislamiento, los de la práctica democrática antes que los de la acción autoritaria, los del debate antes que los de la imposición, los del exceso de la libertad antes que los de la falta de ella. En eso también abrazó el pensamiento del Comandante, a cuya labor unitiva solía referirse con la imagen de que la política y el Partido eran o debían ser el cemento de la sociedad. De una sociedad, cabría añadir, fraguada con la contribución más amplia y masiva posible de quienes actúan en ella.

En el trabajo colectivo pudo asimismo ver la fuerza necesaria para encaminar del mejor modo su entusiasmo, que era indetenible, o solo se regía por la convicción de qué le hacía bien a la Revolución por la que tanto bregó, y qué podía dañarla. En su braceo cotidiano al servicio de esa Revolución supo hallar el concurso de otras personas que se entregaban al trabajo de manera ejemplar.

Al menos para quien esto escribe, es difícil pensar en la ejecutoria de Hart sin tener presente la contribución de la eficientísima Graciela Rodríguez Pérez, colaboradora de ley cualquiera que fuese el nombre de su cargo, y conocida por todos como Chela. Hoy brinda su apoyo, como vicepresidenta, a la Fundación Alejo Carpentier

Falta mucho por añadir a estas líneas, en las que habría que enumerar las diversas responsabilidades que aquí no se han mencionado entre las que Hart cumplió como incansable dirigente partidista y gubernamental hasta su muerte el 26 de noviembre de 2017. Pero el homenaje que en estos días se le rinde y se le rendirá con motivo del aniversario 95 de su nacimiento, ocurrido el 13 de junio de 1930, seguramente ha de aportar páginas que abundarán sobre su vida y su obra, incluida en esta última una vasta producción escrita.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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