COLUMNISTAS

Con Miguel Matamoros en mente*

Estos apuntes comienzan con la expresión de sincera gratitud a Voces de la República, y con algunas puntualizaciones. No serán, pues no es el caso del autor, el texto de un musicólogo o musicógrafo, y mucho menos de un músico. Solo pretenden rendir tributo, con la evocación de uno de ellos, a nuestros grandes músicos, en particular a los cultores de la llamada música popular.

No se trata de proponer estancamiento alguno en la música, que es también una realidad viva y en evolución. Pero los creadores musicales de aquella República, tema principal de Voces, tienen mucho que seguir aportando para nuestro disfrute, y que seguir enseñando en esta República en que vivimos.

El título del texto está vinculado explícitamente con Matamoros, pero debe entenderse alusivo también al trío que él fundó con su nombre y es uno de los focos de esta edición de Voces. Pensaba escribir los presentes apuntes antes de que el programa televisual Mesa Redonda dedicara un espacio a tratar expresiones musicales en boga, identificadas en su conjunto con nombres como reparto, o repartera. Se piensa en una asociación contestataria con un término que nació en tiempos en que se discriminaba a los humildes: barriotero, o barriotera.

De algún modo lo que aquí se leerá tendrá relación con esas expresiones musicales y con la aludida Mesa Redonda, pero no son su contenido central, ni intenta el autor teorizar sobre ellas. Apenas rozará el hecho de que es importante valorar, sin dogmatismos ni ánimo de exclusión, pero sí críticamente, qué y de qué modo se debe asumir como parte representativa del acervo cultural de la nación. La música, única de las artes que con su nombre rinde homenaje a las Musas, es, para no ser categórico, una de las más influyentes, y por eso mismo requiere y merece la mejor atención.

No creo que haya género musical alguno condenado a ser grosero y vulgar. Contra esa generalización se han pronunciado verdaderas autoridades, y recientemente lo hizo el Maestro Roberto Valera. Bien usado en este caso el título de Maestro, que no debería ser un comodín o mera categoría laboral, sino reconocimiento ganado por quien, además de tener preparación, crea, ejerce magisterio y educa, que no es pedagogismo chato.

Desde el raro sentido común, y con sabiduría, Valera sostuvo también que la vulgaridad no estará necesariamente en el ritmo ni en la melodía, sino en los textos, y añadió —o pudo haber añadido— que en ningún género musical tampoco los textos están obligados a ser groseros. Todo eso es cierto, pero también parece serlo que un ritmo puede ser agresivo y empobrecedor, calificativos no atribuibles a la mejor música popular.

Para no hablar de otras expresiones danzarias más complejas, se sabe que a la música popular bailable —y Cuba hace mucho tiempo que brilla en ese terreno— se vale de reiteraciones rítmicas e incluso textuales que les propician a quienes bailan mantener el paso sin desviarse de él pensando en honduras filosóficas, aunque la cultura popular tiene las suyas.

A lo largo del tiempo nuestros soneros han sentado cátedra en todo eso. Pero facilitarle su tarea al bailador no es solo una norma del son en particular. El casino, tan complicado para los pobres patones de este mundo, tiene una coreografía básica que se reitera, aunque los más avezados y creativos jueguen o parezcan jugar con ella.

Más allá de eso, a una obra como Claro de luna, de Beethoven, se le atribuye efecto beneficioso para la salud mental, y hasta circula información sobre un descubrimiento científico según el cual la Quinta Sinfonía del propio compositor “destruye el 20 por ciento de las células cancerosas”. El asunto es sugerente, aunque la noticia relativa al cáncer no fuera cierta, o no lo fuera exactamente, pues también en torno a la música, como en torno a todo, corren informaciones seudocientíficas.

No faltarán quienes estimen ostensible el hecho de que, así como existen músicas afines a la espiritualidad —y estamos en Sancti Spíritus, tierra rica en ese logro— y otras asociadas al éxtasis ritual, las hay de naturaleza muy diferente, que pueden, aunque solo sea por su machaconería, y sus textos, agredir el sistema nervioso: el de quienes las sufren y el de quienes las disfrutan. Al parecer, lo alteran, aunque no sea más que generando letargos y embelesos, o furores, para decirlo poéticamente y sin lastimar a nadie con términos como atontamientos, simplezas y alucinación.

En todo caso, lo peor y más preocupante no es que haya música que pueda calificarse de mala o indeseable, agresiva incluso: lo que más debe alarmar es la cantidad de población que la sigue, la disfruta y la aplaude. Eso debe hacer pensar, y actuar, a la sociedad en su conjunto, no solo a especialistas. Concierne a instituciones —ministerios entre ellas— y a autoridades políticas, y a la ciudadanía en general.

Hechos que también en el terreno de la música vulneran aquello a lo que se supone que debemos aspirar y requiere cuidarse, he tratado en otros textos. El de hoy responde a motivaciones concretas. Una es que a un prestigioso comunicador social le oí decir que, en nuestros días, la vulgaridad y la grosería propaladas por el reguetón y otros géneros afines equivalen al latín vulgar del que hace siglos se derivaron las lenguas romances. En otras palabras: según el juicio citado, esas expresiones musicales —aceptemos que siempre lo son— portan lo que en un futuro cercano será nuestro idioma español.

No sé si vale la pena que, al ir en busca de tratamiento profesional porque sufrimos prurito en los genitales, le digamos al médico lo que tal vez decimos en la intimidad del hogar o a otras personas de máxima confianza: “Tengo tremenda picazón en…” Ahí lo dejo, porque todavía, que sepamos, la chabacanería reguetonera no se ha convertido en norma culta, aunque no se puede negar que va siendo influyente.

Otra motivación para estos apuntes, fue sintonizar el Canal Clave en el momento en que se entrevistaba a un músico ampliamente conocido. La joven conductora que lo entrevistaba parecía en éxtasis —no usemos una imagen sexual— al dirigirse a quien reiteradamente llamaba “el Maestro”. Similar devoción mostraba el otro entrevistado, el joven realizador del videoclip hecho para promover la obra del Maestro a quien se dedicaba el programa.

El fin proclamado era enaltecer a un músico que se reconoce a sí mismo como timbero y cultiva uno de esos ritmos “urbanos” que movilizan multitudes. Los otros, pues, serán rurales, campesinos, guajiros, ñongos, pero no intento teorizar. La gran Marta Valdés, quien murió en los días en que la muerte de un reguetonero exitoso eclipsó el homenaje que ella merecía, declaró en una entrevista: “No creo en la música urbana”.

Lo más interesante de lo dicho por el entrevistado podría haber sido su fundamentación de que creadores de música popular más elaborada pueden también incursionar en esas áreas que ganan terreno y se asocian con el quehacer de los (y las) influencers, uno de los anglicismos que pululan. A un aguardiente cubano que cabria imaginar pensado para recordar a Matamoros, se le bautizo Black Tears, que en inglés significa Lágrimas Negras, ni mas ni menos.

Pero ¿cuál debe ser el sentido de la mencionada incursión? El Maestro entrevistado en Clave declaró que su siguiente paso sería llevar su música a las escuelas, de modo que nuestra infancia vea que los buenos músicos del patio no tienen nada que envidiarles a otros. Se habla de niños y niñas a quienes muchas familias les enseñan con júbilo y orgullo a perrear, a bailar haciendo todos los gestos procaces identificados con el perreo.

Probablemente cuando lea en público lo que sigue, sentiré el deseo de imitar la articulación y el tono, el habla, del Maestro, lo que de seguro sería más ilustrativo que una lectura plana; pero temo que pueda parecer un gesto paródico, burlón, y ese no es mi propósito. Me atengo, pues, a citar sencillamente lo que dijo acerca de su obra promovida.

Invitado por la conductora, y ahora creo que acompañado por su orquesta, el propio Maestro interpretó esa obra, y con ostensible satisfacción dijo que era la que ya tenía preparada para llevar a las escuelas. De ella cito aquí, de memoria, lo esencial del pasaje inicial, el que más sacudió mi atención, no digo mi espíritu, para que no me tilden de arcaico, aunque a veces esa pueda ser tal vez una condición apetecible.

Al estilo de la más pura tiradera de esos géneros, la flamante canción empezó con palabras pronunciadas al modo del Maestro y de los géneros del caso. Si no son exactamente estas, serían muy parecidas:

A ti que afirmabas que yo no podía,

a ti que decías que yo estaba abajo,

a ti vengo a decirte que te vayas pal carajo.

No emito ningún juicio de valor, y menos aún intentaré descalificar a nadie ni nada. Solo añado que me alegraría haber oído mal y, si se probara que así fue, lo reconocería gustosamente. Muchos de nuestros músicos, es muy probable que la mayoría, se han formado con los planes de educación artística del país, a los que se reconoce alta calidad. También por eso tenemos derecho a preguntarnos qué aportes necesitamos que ofrezcan en la escuela a nuestros niños y a nuestras niñas, y a los adultos que en las aulas deben contribuir a su educación. Sin olvidar que los aportes necesitados han de llegar a toda la sociedad.

Reitérese que hablamos de una infancia rodeada de groserías por todas partes, o al menos por muchas, y a menudo en sus entornos más cercanos. No es cuestión de pedir que todo sea igual —aunque sería más sano que no poco de lo que se oye se pareciera por lo menos— a “la mariposita de primavera” de Miguel Matamoros, o se pudiera comparar con ella. Hoy el doble sentido de Ñico Saquito puede parecer no solo todo lo gracioso que es, sino tan fino como el “lírico rumor” de Ernesto Lecuona, mientras que la Summa del Guayabero podría recibirse como un Cántico espiritual, incluso místico, respaldado por una orquestación gregoriana.

* Escrito para el coloquio Voces de la República, cuya edición XXVII se celebra en Sancti Spíritus los días 14 y 15 del presente mes.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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