LA CRONICA

Fina Violeta

Fue en los tiempos agrestes de comienzos de los 90. Lloviznaba aquella mañana y me dispuse a salir a la calle con un tiesto de violetas florecidas. Era el regalo que le llevaba a Guillermo. Él permanecía en casa tras vivir la experiencia alucinante de un infarto en plena montaña y se recuperaba de aquel repentino e inconcluso viaje.

Me disponía a desafiar las dificultades que suponía trasladarme desde Alamar hacia Playa en un ómnibus atestado de personas con una maceta pequeña, que era fácil de llevar, pero que tenía plantada en tierra de patio entrañable aquella planta frágil, de mullidas hojas y florecillas malvas, delicadamente tenues en el color y la disposición para los vendavales.

Nunca imaginé que se convocaran tanta sonrisa, interés, buenos augurios, asociaciones poéticas, compañías, recuerdos, experimentos, vivencias, sustanciosos tratados de jardinería, evocaciones musicales y miradas absortas en torno a una planta. Andaba una calle y me detenía una anciana: “mira, mi hija, yo las escucho abrirse en las mañanitas”; “¡ay!, pero qué lindas”, posa los ojos una niña. “Dicen que dan buena suerte”, comenta alguien más allá. “¡Oye!, pero se ve que tienes manos para las matas”, sentencia un hombre mayor a la vuelta de la esquina. Llegando al paradero: “ellas son muy delicadas y necesitan sombra”, aconseja una señora que se brinda para llevarla en el regazo como solución divina en la cálida apretazón y el tumulto de la guagua.

Y así, con la violeta entre las manos, pasé advertida por todos a lo largo de las horas y el recorrido de uno a otro extremo de una ciudad estremecida por la aridez de los tiempos y, sin embargo, habitada por seres tiernos, sensitivos, capaces de conmoverse, fijarse en una planta y dedicarle atenciones, deliciosos diálogos, meditaciones profundas y detallados recuentos vivenciales, en una especia de resistencia colectiva cuya afirmación radica en reconocer la belleza y dar la mano en una palabra, una acariciante voz, una casi imperceptible ayuda o una promesa.

Cuando coloqué la pequeña planta en el alféizar de la ventana abierta, en casa de Guillermo, pensé que regalaba las horas de contemplación y esmero, y todo el amor que cabe en las avenidas, las plazas, los túneles, los edificios, el aire, el tiempo y las memorias de la ciudad. “Si quieres que te sonrían y hablen afuera, solo ve con una violeta en el camino”, le dije.

Y entonces recordé las finas violetas de Fina García Marruz en sus Azules, de añoradas y sentidas, contemporáneas Visitaciones, como un viaje a su propia exquisita esbeltez y sensibilidad primorosa. La mirada propia recorría los versos y era como si un pincel retratara a la poetisa leve que nuestra callada admiración, y la timidez de viento contenido, de exaltada adhesión silenciosa han separado lejos, estando tan próxima y palpable.  “Son como viejas tías / las violetas. / Susceptibles y cándidas / callan, se quejan. / Las hiere el sol, la lluvia / pertinaz las inquieta / cual visita que ignora / la hora de la cena. / Al chaparrón fragante / le vuelven la cabeza. / No les gustan sus chanzas / a las viejas. / El aire les destroza / los nervios. En la tierra / nada hay bastante fino / para ellas. / Junto a un pequeño fuego / bordan y alientan. / ¡Peluche el de esas mantas / escocesas¡ / Me siento en el invierno la sobrina de ellas, / tocando los cristales / de su puerta. / Porque acuden, pueriles, / sonriendo, las viejas / a recibirme, / débiles / como abejas.” (Originalmente publicado en Juventud Rebelde, 2004).

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Katiuska Blanco Castiñeira
Katiuska Blanco Castiñeira (La Habana, 1964). Periodista y ensayista. Fue corresponsal de guerra en Angola y redactora del diario Granma durante más de diez años. Es autora de libros como Ángel, la raíz gallega de Fidel, Fidel Castro Ruz, guerrillero del tiempo. Conversaciones con el líder histórico de la Revolución Cubana, y Todo el tiempo de los cedros. Paisaje familiar de Fidel Castro Ruz.

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