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Alberto Marrero y el privilegio de los alcatraces

No soy, urge decirlo, un devoto de la novela policial, como lo es mi tocayo Rafael Grillo. Nunca antes, debo confesarlo, había yo escrito una reseña acerca de una novela policial. Hacía mucho —bajo palabra lo declaro— no leía alguna. Hoy escribo, sin embargo, acerca de El privilegio de los alcatraces, novela policial de la autoría de Alberto Marrero, a quien ya conocíamos como Premio Alejo Carpentier de Novela y Premio Nicolás Guillén de Poesía, colega al que también seducen -vaya sorpresa la de algunos- los aires y vericuetos de la novela policial.

Alberto Marrero es —urge decirlo a priori— un experto urdidor de títulos. Ahí están otros títulos de su autoría para probarlo: Agua de paraíso, No mates a Maikovsky, En Londres ya no hay niebla, Último viento de marzo. Ahí está ahora este excelente título: El privilegio de los alcatraces, novela que se estructura en tres partes, a las dos primeras la acompañan exergos; a la primera de ellas el exergo de un poeta —Celine—; a la segunda el exergo de un filósofo —Lao Tsé—; eso para que a la tercera de las partes se haga desaparecer exergos, y precisamente para esta tercera parte desaparecen los exergos porque las partes que implican deberes del alma no los necesitan ni los demandan. Cumplir deberes del alma –per se– excluye, o de alguna manera supone, todos los exergos.

“La intuición surge de lo que se sabe y no de un mundo místico y vaporoso”, nos dice el autor. Precisamente con “la intuición de los que saben” ha escrito Alberto Marrero esta —ya urge decirlo— excelente y perfectamente urdida novela. Novela policial, sí, mas, en puridad, sin dudas, novela histórica, aunque los hechos que se narren no sean estrictamente reales -en parte lo son, toda verdad novelada implica ese huracanado viento de ficción que llega desde la no verdad-, aunque los hechos que se narren hayan ocurrido en la década del 20 del siglo XX y no 30 años después —la ucronía es parte insoslayable de esa “verdad de mentiras” que, al decir de Mario Vargas Llosa, es la Literatura—. Novela histórica porque el mundo en el que se mueven los personajes, en el que se asesina, se es asesinado, se investiga, se trafica, se huye, se regodea el mal y se levanta empecinado el bien, resulta un mundo estrictamente real. Concretamente, la Cuba de 1948 a 1952.

Seis dedicatorias tiene esta novela. Quiero, a modo de homenaje —homenaje luctuoso, y sentido, de admiración y gratitud— hacerme eco de una de ellas. Se trata del agradecimiento del autor a Newton Briones Montoto, quien recientemente perdiera la vida. Devoré, en su momento, todos los libros de Newton, del historiador y escritor, y la lectura de esta novela me lo trajo íntegro, cabal y mesurado, desde el trazado de un histórico entramado irrefutablemente veraz. Conocí y leí a Newton, y sentí de manera profunda su desventurada muerte. De ahí que me tome en este texto la libertad —libertad que también emana desde el alma y resulta un privilegio— de sumarme en mis humildes letras de hoy al agradecimiento del autor de El privilegio de los alcatraces.

Alberto Marrero ha transmutado a estas páginas el peso y el paso y el piso de un tiempo histórico cubano. Entreverada en estas páginas está Cuba. La Cuba de entonces. Está la corrupción política e institucional; está la droga; el narcotráfico; está la prostitución; están los revolucionarios de un día devenidos gatillos alegres de aquel momento —Mario Salabarría, Policarpo Soler, quien años después sería asesinado por el tirano Trujillo, el Capitán Emilio Tro, y su Unión Insurreccional Revolucionaria, la U.I.R., con su lema “La justicia tarda pero llega”—; están los emigrados republicanos tras la derrota de la República Española; están las figuras –nefastas- de Gerardo Machado y Fulgencio Batista, está el endeble Carlos Prío Socarrás; está el controvertido y muy sagaz Profesor de Fisiología Ramón Grau San Martín; está la vida de cabaret habanera; está el percusionista Chano Pozo tocando una conga en el Sans Souci de la Playa; está Eduardo R. Chibás y sus encendidos discursos dominicales exigiendo vergüenza y execrando al dinero; Chibás y su último aldabonazo aquel 5 de agosto de 1951, su traslado al entonces hospital más moderno de la época, el Centro Médico Quirúrgico, hoy devenido hospital Neurológico; están los senadores corruptos, hijos inmorales de muy morales Coroneles del Ejército Libertador; está Meyer Lansky; y están los asesinatos, la injusticia de la supuesta y amañada justicia; el gansterismo estudiantil; todo ese macabro descalabro —valgan aquí las asonancias—, descalabro macabro que, de cabeza a pies, era la Cuba de la época. El retrato epocal, repito, es absolutamente verosímil. Más que verosímil: exacto.

La novela —no es válido el spoiler y este reseñador no lo cometerá— narra la investigación de un crimen. El médico criminalista Florencio Guzmán —hijo adoptivo de un asturiano ex combatiente de la República Española e inspector policial— investiga la muerte de una ex novia de tiempos universitarios, Elena Campoamor, de 27 años, natural de La Habana, de profesión catedrática de Filosofía de la Universidad, infausto crimen al que se suma el cometido contra la persona de un capitán explorador inglés en camino a Cuba, un seguidor de la ruta de Alexander Von Humboldt. Fiel a lo que en Criminalística se denomina las 7 llaves de oro, —Quién, Qué, Cómo, Cuándo, Dónde, Por qué, Para qué— Alberto Marrero deja entrever desde ello las peripecias de víctimas, investigadores, dolientes, implicados y victimarios. El ambiente está henchido, repleto, de causas y condiciones. Los malvados se mueven alevosos y tenebrosos. Los justos se resisten decididos e imperiosos. Y es que en este libro queda al descubierto ese ethos que sostiene: “no pueden obligarte a hacer lo que quieren, mas tienes la libertad de no hacer lo que no quieres”.

Alberto Marero, para escribir esta novela, —sospecho— hubo de realizar una muy enjundiosa y profunda investigación. Y no solo en función de retratar con fidelidad absoluta el complejo y bochornoso entramado épocal. Cuando el autor alude a un tráfico de marihuana y cocaína procedente de México, el modus operandi empleado por los narcos de la novela es uno aún muy al uso por los narcotraficantes actuales —la Nave 1 deja caer la droga al mar en función de que sea recogida por la Nave 2—, Droping o Drop and Found. Las autoridades, por su parte, van a permitir toda la operación, desde el acercamiento de la Nave 1 a la costa, el acarreamiento de la droga por la Nave 2, el traslado de la droga a un almacén en la profundidad del territorio nacional, y lo harán con el objetivo de -a partir de un muy cuidadoso monitoreo de cada fase de la operación- detener a cada uno de los implicados en cada una de esas fases. Este procedimiento resulta hoy día muy empleado por los más afamados servicios anti narcóticos del mundo y lleva por nombre —en la jerga operativa— Entrega Controlada.

Esta es una novela policial y es, a un tiempo, alta literatura. Que lo policial en modo alguno la excluye. Y lo es precisamente al exhibir una prosa exacta, meticulosa, bella, una prosa en la que palabra alguna sobra, o palabra alguna falta. Esta, digámoslo, es una novela de lujo que entraña, lo aseguro, una lectura de lujo.

Y está el título. Regresemos al título —el paratexto, al decir de Gerald Genette— cuya singularidad y razón de ser, su sino, su eventualidad, su contingencia, se desvela y revela solo al final. Están los alcatraces, los alcatraces y su privilegio, esos súlidos, esas aves suliformes, de seguro se alude aquí al morus bassanus, alcatraz oriundo del Atlántico norte, el referido privilegio llega desde el goce que entraña para un recluso escuchar el sonido que emiten esas aves, retumbo que suelen emitir cuando están pescando o cuando están próximas a arribar al nido. Se dice que los alcatraces están en condiciones de reconocer por su canto no sólo a la pareja y a sus propias crías, sino también a sus vecinos de nido. Y no. Un asesino, artero y despiadado, no puede disfrutar de semejante privilegio.

El privilegio de los alcatraces, ese que emana de escucharlos, de regocijarse con su canto, de cerrar los ojos y echarse a volar con ello, solo es posible si el alma de quien escucha es capaz de volar, si el alma de quien escucha resulta tan pura y tan blanca como puras y blancas refulgen al sol las impermeables y beatíficas plumas de los alcatraces.

Tomado de La Jiribilla

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