Norah Jones
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Norah Jones, los amores platónicos y el odio certificado

Un gran amigo espirituano, que algunos suponen muerto, suele llamarme Quijote. Parece que no me queda mal el sobrenombre porque, además del notorio éxodo de libras, de mi rostro desgarbado y de que recurrentes molinos de viento me cierran el trillo por gusto, casi como entretenimiento literario, más de una vez he sido atrapado sentimentalmente, en algún lugar del Toboso de cuyo nombre no quiero acordarme, por inasibles Dulcineas que solo yo veo, ya sean campesinas, periodistas, estrellas de cine, ¡cantantes…!

Desde hace un tiempo difícil de creer estoy perdidamente enamorado de Norah Jones. El lazo comenzó a atarme por los días de mi arribo a Belice, a finales de 2002, para una misión de cobertura de prensa a lo que hacía un centenar de médicos cubanos por aquellas tierras que alguna vez, de mano de su padre Mariano, miraría con ojos golosos de mundo el niño Pepe Martí.

No más llegar, sin quitarme el salitre del Caribe, aprecié en una pantalla la cándida imagen, con la cálida voz, de aquella muchacha desconocida que sin necesidad de ir al cielo avergonzaba a los ángeles cuando cantaba Don´t no why (de «I don´t no why»; esto es, no sé por qué, en español) y desde entonces soñé con responderle.

Hidalgo venido a menos, despistado entre viejos libros de caballería en la era de internet, pobre de oficio como soy, me propuse que alguna vez reuniría su música. Finalmente, algo tengo. A lo largo de más de veinte años —en que le aparecieron en mis fantasías sensuales tres serias competidoras: Sade Adu, Cat Power y Diana Krall— les he sido, a Norah y a su música, fiel hasta donde puede serlo un Quijote musicalmente promiscuo.

Tanto tiempo después, su Come away with me (Ven conmigo) —promocionado en un video en el cual pasea en un precioso carro verde que me alivia «a su lado», cuando The long day is over (El largo día acabó), los infiernos cotidianos de mi guagua— sigue invitándome igual, como en Nightingale continúa mostrándome en sus brazos las alas de un ruiseñor y con el Turn me on (Enciéndeme) inflama, en efecto, las ganas de cabalgar.

Así ha crecido mi «relación» de 21 años con esta novia melodiosa y carnalmente desconocida. Celebré de lejos sus nueve premios Grammys, aunque ninguno me sorprendió. Como anticipé hace 21 años, Norah Jones ha brillado con serena luz y quiero pensar que, si no con abrazos imposibles del todo, este «novio» cubano la ha ayudado un poco, con… los buenos pensamientos.

Cualquiera entiende que su posible viaje a Cuba no me es indiferente, aunque no voy a mentir con la fantasía de que ordenaría a un Sancho imaginario —se está haciendo difícil hallar gordos en Cuba— posponer su pan con timba de turno y ensillar al Rocinante de las calles 23 y J para que yo vaya a verla. Mis oídos no están mal, pero tengo bolsillos demasiado desafinados para ella.

Esos precios entre 3000 y 8000 dólares por cuatro noches de hotel y dos conciertos privados para el centenar de afortunados que desde Estados Unidos vendrían para la ocasión me persuadieron, como elocuente suegra de antaño, de lo lejos que en esos días de febrero tendría que mantenerme de mi amada. Sería difícil conseguir una mínima pieza en sus presentaciones.

Pero en sociología, como en gramática, hay casos especiales de concordancia: no siempre el individuo es la nación. Estaba feliz solo con imaginar que Norah Jones viniera a La Habana, paseara en los brillantes almendrones que jamás he montado, aprendiera y enseñara sobre música, saboreara platos de la cocina criolla —tanto los que no he conocido como los que temo olvidar—, hablara con algún paisano y apreciara, desde su habitación de hotel, ese mar estrecho que por culpa de los de siempre insiste en separarnos con más sal que agua.

Si ella viniera ganaríamos todos, su pueblo y el nuestro, dentro del teatro y afuera, en la vida. La cercanía siempre nutre, pero precisamente por ello la idea aterró enseguida a saboteadores políticos perdidos en el Triángulo de las Bermudas o atrapados en un bucle de tiempo porque no parecen terminar de salir de aquí ni de aterrizar allá. Por lo que muestra su ruta rabiosa, buscaban el Paraíso y, al final, optaron voluntariamente por la eterna escala en el Infierno.

Para disuadirla del viaje, emboscó a Norah Jones el mismo grupillo de seres patéticos que plantaron su almohada tras la mirilla de las redes sociales y se levantan y acuestan cada día contando lo que no ven y llamando a lo que no hacen. Fulanos y menganas que viven chupándole el raciocinio a un montón de crédulos en Cuba cuya fe en la capitanía de arañas de internet resulta harto incomprensible.

Los mastines del odio comenzaron a buscar un hilo de sangre en el pentagrama de la cantante, a rastrear la senda del «crimen» por cometerse, a sembrar inferencias malignas e intimidar a la artista con estigmas del todo ajenos a su obra y a pedirle pronunciamientos políticos extradiscográficos sin considerar qué piensa, o no, Norah Jones sobre ellos. En fin, el mal…

Es inaudito que se ataque la visita a Cuba de una artista de renombre bajo el argumento (entre otros) de la aguda crisis económica que existe —y eso nunca lo van a admitir, menos a criticar, los cebadores del odio—, principalmente, porque la mayor potencia del mundo aplica, en economía, comercio y finanzas, el mismo cerco que otros enemigos del pueblo de Cuba aplican en redes sociales.

Más que el astillado garrote de la contrarrevolución, es la estaca picapedrera de una contracubanía que combina el boicot del pan que nos impone el amo con la negación de la cultura que nos «gestionan» sus siervos.

A la larga, pasó lo que cabría esperar: el gerente general de la empresa de espectáculos que organizaba la gira anunció que «Norah decidió cancelar», pero todos saben cómo y quiénes la ayudaron a decidir.

Así, a capella chillona, un coro de intransigentes, herederos de los cazadores de cabezas de la selva amazónica que recreara Augusto Monterroso, arrancó de la piel de la dulce Norah Jones la emoción «de ir a Cuba por primera vez como parte de un intercambio cultural y educativo» y de «conocer más del rico patrimonio musical del país…». Ambas aspiraciones son demasiado peligrosas para los tiempos que corren.

Ella y yo, su país y el nuestro, un pueblo y otro, nos lo vamos a perder. Como rebelión personal ante el desenlace, la cité anoche en mi PC: Norah Jones, la hermosa doncella que conocí en Belice, volvió a seducirme con voz grabada. Inferí que de todos modos cantó para mí y para Cuba y que me pidió no la olvidara entre las voces, angelicales también, de Diana, Sade, Cat y una tal Ivette Cepeda.

Cada cual conoce lo suyo. Como (el) Quijote, yo sé quién soy. Y sé quién es mi pueblo. De verdad no imagino a Marco Rubio apreciando la melodiosa paz de Lonestar, Painting song o The nearness of you. Lo suyo son los acordes bélicos, los tambores de guerra. Siguiendo con títulos de la Jones, la imagen del tiburoncillo político que usa el nombre de Cuba para matar(nos) me sugiere, desde la cantante y desde mis reales compatriotas —víctimas por igual en este linchamiento— el Not my friend.

Un Quijote no se rinde, ni siquiera en escaramuza musical. Frente al pasaje que convirtió una ventana al arte en otro tope pugilístico de la nación cubana contra la intransigencia, no puedo menos que enviar a Norah Jones, con mi Isla al pecho, el mensaje de su propia canción: I have got to see you again.

Porque no tengo dudas de que alguna vez mi tierra y ella tendrán que verse las caras. Probablemente Norah ha aprendido del incidente y estará haciendo a solas, frente a un mapa de la Isla, la reflexión mayor: Don’t no why… («no sé por qué») con la parte más rica del verso: …i didn’t come («no vine», en español). Nadie puede prohibirle venir, y tocar y tocarnos, con el pensamiento.

Aunque falsas noveletas de caballería le crean manteado de nuevo por los malandrines del camino, este Don Alonso Cubano se conforma con que su Dulcinea haya aprendido lo que pasa realmente en el Toboso.

Foto de portada: Victoria Will/Invision/AP

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Enrique Milanés León
Forma partede la redacción de Cubaperiodistas. Recibió el Premio Patria en reconocimiento a sus virtudes y prestigio profesional otorgado por la Sociedad Cultural José Martí. También ha obtenido el Premio Juan Gualberto Gómez, de la UPEC, por la obra del año.

2 thoughts on “Norah Jones, los amores platónicos y el odio certificado

  1. Especial, colega. Yo, con muchas menos posibilidades que las tuyas (por vivir en el “lejano oriente”) de ver a mi admirada Norah, ya me había conformado con lo mismo: saberla aquí, en nuestra tierra. Pero ya ni eso. Sin embargo, haré lo que sugieres: mantener la esperanza. El talento de ella merece vencer ese otro molino.

  2. Excelente. Saludos , por qué no se publican en X todos estos artículos. Es que donde internactúo mayormente es en esa red social. Me gustaría poder encontrar allí los artículos que se publiquen. Saludos, éxitos y gracias por la obra que realizan.

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