COLUMNISTAS REVOLUCIÓN Y PRENSA

La prensa y las noches de ronda

Escrito cuando ya parece que no se habla del reciente Congreso de la Unión de Periodistas de Cuba, este artículo podría contribuir quizás, como “texto diferido”, a mantener vivos los ecos, o caminos, de esa reunión. Si en las celebraciones anteriores había sido un lugar común decir que las acompañaba un lamento recurrente —la necesidad de repetir reclamos similares—, la de inicios del mes en curso unió reiteraciones todavía necesarias y novedades estimulantes.

Tal vez se deba empezar por mencionar un hecho que no sería ajeno a los desafíos materiales que enfrenta el país, pero demandó agilidad, aunque siempre haya quienes soslayen que el tiempo es una dimensión objetiva, sobre todo si se trata de oírse a sí mismos. Al desarrollarse en poco más de una jornada —la del 2 de noviembre y parte del día siguiente—, el Congreso exigió aprovechar al máximo esa dimensión.

Otros elementos fueron realidades que podían haber sido sueños en citas precedentes, y en esta ya eran logros: se llegó a ella con una estimulante Ley de Comunicación Social aprobada y en vías de instrumentarse, y en marcha una serie de experimentos para asegurar el desarrollo material —la vida— de los medios de comunicación. Ambas conquistas se vinculan con el nacimiento del Instituto de Información y Comunicación Social, que no es ni debe ser el mero cambio de nombre del Instituto Cubano de Radio y Televisión, se subrayó en el foro.

Pero, por muy importantes que sean, y lo son, esos logros no constituyen fines, sino pasos que tendrán desarrollo pleno según coadyuven al fortalecimiento raigal de la prensa —de la comunicación social— a la altura de las necesidades del país. Máxime cuanto este enfrenta, junto a desafíos de larga data, cambios complejos, llamados a cumplir una idea del Líder cubano, Fidel Castro, enarbolada como brújula de la reunión: Cambios sí. Cambios revolucionarios.

A menudo encarando prejuicios y aprensiones, quienes durante el proceso del cual ellas nacieron se pronunciaron por alcanzar las conquistas enumeradas, enfatizaron también un hecho: servirían de poco —o no servirían de tanto como se debe esperar de ellas, y lograrlo— sin los debidos replanteos y afinaciones en la política y en las prácticas informativas, comunicacionales.

El Congreso fue asimismo ocasión para recordar sucesivos quinquenios en los cuales el llamamiento a erradicar el secretismo se desvanecía no pocas veces por el desempeño de quienes tenían la responsabilidad de eliminarlo, y hasta lo repudiaban verbalmente. Se trata de un mal que no habrá desaparecido porque la palabra que lo nombra haya perdido presencia en el sector y en la nación.

La agilidad informativa se ha de alcanzar sin mengua de la responsabilidad y a la vez sin concesiones al burocratismo y el estancamiento, si se quiere alcanzar la eficacia comunicativa indispensable. Consumar esa meta es necesario para fortalecer la capacidad de movilización requerida frente a las pertinaces campañas del enemigo.

Para él no cuentan la verdad ni los matices propios de su naturaleza y su búsqueda. En las normas que busca imponer priman recursos “académicos” retratados en conceptos engañosos, como posverdad, al tiempo que las falsedades que usa para desinformar y calumniar las edulcora como fake news, no en cualquier idioma, sino en inglés.

En los Congresos de la UPEC, incluido el onceno, ha sido palpable la resolución de la prensa para encarar los problemas del país como si de ella dependiera solucionarlos. Esa es una señal de que la nación y quienes tienen la responsabilidad de dirigirla pueden seguir contando con la prensa para enfrentar los desafíos que urge vencer, y de que ella merece que se le exija y se le permita hacer su tarea. Es necesario vencer limitaciones y atascos cuya superación no depende única ni principalmente del quehacer periodístico.

El bloqueo ha causado graves estragos en la economía y en el funcionamiento general de nuestra sociedad, y habrá mellado conciencias: para eso se impuso hace más de seis décadas, para derrocar al gobierno revolucionario. Apremia impedir que encuentre cómplices —por mínimos o involuntarios que sean o parezcan— en deficiencias y lacras internas.

Entre ellas pueden actuar en diversos grados y de diferentes modos la improductividad, los malos hábitos de trabajo, la mala administración, el descontrol, la indisciplina social, la inercia y una que, como el burocratismo, las agrava todas. Frente a esos males se ha de fortalecer, o crear si es necesario, la conciencia ineludible para combatirlos a fondo y resueltamente. Si a ellos se suma la corrupción en cualesquiera de sus modalidades —robo, caudillismo, nepotismo…— la alarma debe sonar todavía con más fuerza.

Será inexcusable volver una y otra vez al concepto de Revolución trazado por el Comandante Fidel Castro, y a su advertencia de que este país no podrá destruirlo el imperio que intenta estrangularlo, pero podríamos destruirlo nosotros mismos, y la responsabilidad por su destrucción sería nuestra. Añádase que ese imperio es el mismo engendro genocida que apoya el exterminio de Palestina y cuenta con el estado sionista de Israel para desconocer las reiteradas votaciones en la ONU contra el bloqueo a Cuba.

La intensidad de los desafíos crece en medio de transformaciones que demandan el mayor cuidado. Si preocupante puede ser la cantidad de recursos y fuerzas productivas que se pongan en manos privadas, mucho más alarmante o peligroso puede ser que, en grados inaceptables para el empeño socialista, se deje en esas manos al pueblo.

Que el enemigo agite el término transparencia con el propósito de que temamos a los ecos de la perestroika, no es razón para olvidar que la claridad bien asumida no es una virtud indispensable solo para la prensa revolucionaria: lo es para el proyecto revolucionario en su conjunto, y se debe velar por tener siempre esa virtud.

Más de una voz ha clamado por tener un proceso de licitaciones transparentes en la creación de negocios privados, para favorecer que nazcan de veras al servicio del proyecto social de la nación, y no solo ni principalmente para el enriquecimiento de propietarios privados. No se trata de satanizarlos, pero tampoco vale desconocer los motivos por los cuales el imperio busca congraciarse con la propiedad privada, que si un sistema representa de manera orgánica no es precisamente el socialismo.

La falta de transparencia propicia especulaciones de todo tipo, no siempre ingenuas ni bien intencionadas, y a menudo se acompañan con “leyendas” variopintas. Quizás la estela del secretismo haya rebasado las prudencias necesarias, y en medio de los replanteamientos en marcha la prensa revolucionaria se haya quedado otra vez rezagada en el cumplimiento de su misión. Tiene la tarea no solo de apoyar medidas que se tracen, sino también la de convencerse a sí misma, y tratar de convencer a las instituciones —con argumentos y a todos los niveles—, sobre el acierto o el desacierto de los pasos que se den.

Un par de veces por lo menos se oyó decir en el Congreso —hasta con alguna parodia supuestamente graciosa— que el periodismo cubano se debe despojar de la herencia del modelo soviético. Quizás el cubano y el de la URSS hayan sido expresiones de una sociedad sometida a terribles acosos, y de eso se derivaran posibles similitudes más que de imitaciones o convenios. Si es que algo le impuso caminos tales a una Revolución signada por la creatividad, y necesitada de ella.

La Unión Soviética se desmerengó —sabemos quién acuñó el término— hace más de treinta años, y en ello influirían las insuficiencias de su periodismo, pero el papel determinante correspondió a los errores políticos, mucho más que a carencias o excesos de su prensa. Se habla de males que se deben conjurar, y no parece ni elegante ni productivo seguir responsabilizando de nuestros déficits a un modelo ajeno y que el viento se llevó. Pero sin borrar la memoria de todo lo que debe ser salvado.

Mantenerse en el camino de esas justificaciones podría servir de aval para que nosotros, ¡nosotros!, difundamos seriales tan imperialistas como FBI Internacional. Algo que suele hacer el cine estadounidense, lo hizo ese serial en nuestras pantallas, idealizando el papel de los servicios de inteligencia y contrainteligencia del imperio —el propio FBI y la CIA— en la misión de “librar” de la herencia soviética a los pueblos del mundo.

Frente a malas prácticas como esa que es capaz de colarse en nuestros medios y con recursos nuestros, otro logro estimulante alegra reconocerle al Onceno Congreso de la UPEC: a la cabeza de su equipo directivo, que ha venido fortaleciéndose —gracias a profesionales que se mantienen en él y a otros que ya no están—, continúa por reelección y aclamación el periodista Ricardo Ronquillo Bello. A su profesionalidad se unen virtudes tan importantes como la honradez, la decencia y la sencillez, que lo autorizan a exigir que otros y otras las tengan, o se esfuercen por tenerlas.

Llegó a su primer mandato como presidente de la organización en su Décimo Congreso, y no por entusiasmos prefabricados, sino reclamado por las masas del sector, y a ellas responde con una actitud que él suele ver y señalar en otros colegas, pero le va a él hasta por su figura: la condición de Quijote.

El autor espera que la modestia del compañero Ronquillo no impida que estas líneas sean el cierre del presente artículo. Y ojalá tampoco lo impidan nuestros escasos hábitos de ejercer los que José Martí llamó “oficios de la alabanza” y a veces generan suspicacias que, así como la falta de información y los rumores, pueden ser más dañinas que las noches de ronda.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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