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Revolución, continuidad, renovación

Liderazgo y revoluciones fueron siempre un tema tan apasionante como polémico. También el de la personalidad en la historia, que le está muy asociado, así como el del «traspaso» del liderazgo.

Aunque el marxismo de manual y alguna historia cargada de pacatería nos «evitaban» profundizar en la compleja dimensión de estos asuntos, los tozudos hechos de la historia —excesos y retrocesos políticos incluidos— obligan a estudiarlos y considerarlos concienzudamente.

Desde las revoluciones clásicas, como la de Octubre en Rusia, hasta las más modernas y variables del siglo XXI, así como otros importantes procesos de cambios sociales de distinto alcance y naturaleza, se vieron frente al dilema de lo que definimos como «continuidad» en este archipiélago sobreviviente de una Revolución radical muy peculiar.

Ejemplos sobran para fundamentar el carácter, no pocas veces definitorio, de este tipo de decisiones para el curso posterior de procesos y movimientos políticos.

Basta ejemplificar con el peso del ascenso de Iósif Stalin —a la muerte de Vladimir Ilich Lenin—, en el curso posterior de la Primera Revolución Socialista del mundo, lo ocurrido tras la caída de José Martí, la Revolución de 1895 y el Partido Revolucionario Cubano en manos de Tomás Estrada Palma, o con la Revolución Ciudadana en el Ecuador, bajo la égida de Lenín Moreno.

Es tanto el peso de los líderes que sus enemigos ideológicos o políticos no solo intentan eliminarlos en vida, sino que persiguen su aniquilación simbólica hasta después de muertos.

Los más acérrimos contrincantes de la Revolución Cubana no se detienen en este intento ni ante la sagrada y ecuménica figura del Apóstol cubano. Alguno de sus voceros defendió hace unos años en El Nuevo Herald de Miami, para acabar de resolver nuestros problemas, nada menos que «bajar del altar a los patriotas, enterrarlos para que la nación cubana avance sin soportar la carga de la mitología independentista».

El mayor escollo para su nihilismo vergonzoso era nada menos que el Héroe de Dos Ríos. «Esa limpieza siempre enfrenta un escollo difícil de superar en la figura de José Martí… El mesianismo martiano y su romanticismo político pueden resultar funestos», vomitaba.

Bajo esa lógica perversa fraguaron más de 600 planes para asesinar al líder histórico de la Revolución, Fidel Castro, y cuando lo anterior les fue absolutamente imposible inventaron la no menos retorcida teoría de la «solución biológica», que ahora mismo está siguiendo su curso en esta Cuba asediada y vilipendiada.

Razones como las anteriores explican, esencialmente —incluyendo competencias personales, fundamentos éticos y morales y otros disímiles atributos— las propuestas y resultados de la elección de los responsables de los principales cargos públicos de la nación definidos en la sesión constitutiva de nuestra Asamblea Nacional el pasado 19 de abril, y la forma en que movió la balanza de esas elecciones el tema de la continuidad, varias veces subrayado en el cónclave.

La Revolución Cubana vive el delicado momento de ese traspaso generacional de manos de los líderes históricos a sus continuadores, desafiada a demostrar que el orden constitucional que fundó, y que ahora rectifica y fortalece, con las profundas transformaciones impulsadas desde el 6to. Congreso del Partido, garantiza la irreversibilidad del socialismo.

A lo anterior dedicó energías sustanciales el General de Ejército Raúl Castro, hermano de ideas y de luchas de Fidel e inspirador y guía del cambio revolucionario en nuestra Patria. Raúl tenía comprensión —reconocida públicamente—, de que las llamadas políticas de cuadros del país —preferiría conceptualizarlas como políticas de liderazgo— no eran lo suficientemente sólidas para lo comprometido de ese momento.

La decisión de los delegados al 6to. Congreso de elegirlo al frente del Partido y sus pronunciamientos de entonces sobre lo impostergable de iniciar la milimétrica preparación del relevo de la dirigencia política y estatal del país, como destaqué en otra ocasión, nos situaban en el momento de preparar con rigor la transferencia del poder revolucionario de manos del liderazgo histórico a sus continuadores. Un proceso que no concluyó el pasado miércoles.

Sería precisamente Raúl quien en el 6to. Congreso del Partido defendió la pertinencia de limitar el tiempo de ejercicio en los cargos políticos y estatales a un período no mayor de dos mandatos —recogido en la Constitución aprobada en referéndum popular en el año 2019. Dicha Carta Magna recogió después otros postulados renovadores sobre la estructura y funciones de nuestro Estado, incluyendo la aparición de las figuras del Presidente, Vicepresidente de la República y del Primer Ministro, además de los cambios en las atribuciones y funciones del Consejo de Estado, por mencionar algunos de los más llamativos.

Solo si fuésemos ingenuos políticos y no una Revolución fogueada políticamente frente a la potencia imperial más poderosa del planeta, dejaríamos de atender en este interregno las consecuencias a las que condujeron que algunos se dejaron endulzar sus oídos por las alabanzas occidentales durante la reforma de otras experiencias socialistas, cuyas sucesiones estuvieron permeadas de mezquindades, vergonzosas deslealtades y atrofias políticas, económicas y sociales.

Es por ello que cualquier consideración desde el lado revolucionario a las decisiones de la sesión constitutiva del pasado miércoles tienen que comenzar por considerar el peso de los elementos anteriores, sin los cuales estaríamos dejando de apuntar variables definitorias para dicho traspaso.

No podemos obviar que este se realiza, adicionalmente, en medio de una crisis total a escala planetaria —con determinante incidencia en Cuba—, la escalada de la guerra híbrida contra el país y el avance de un replanteo profundo del modelo socialista sin un despegue todavía en propiedad.

Lo complejo y desafiante de ese ajedrez obliga, ponderando especialmente la continuidad, a equilibrarlo con los ineludibles e impostergables elementos de renovación que siempre se esperan socialmente de este tipo elecciones, y que no siempre dependen del cambio de personas, aunque en algunos casos efectivamente sean indispensables, como se verificó en la mencionada sesión constitutiva.

Una renovación desde la perspectiva de cambiar todo lo que deba ser cambiado sobre la base del concepto de Revolución de Fidel, desde el respeto y no el rompimiento con la historia. La rearticulación revolucionaria para superar errores y deformaciones. Cambiar, sin desarmar, cuanto entorpece los propósitos de eficiencia, justicia y bienestar a los que debe aspirar el verdadero socialismo.

Para que la Revolución no pierda la capacidad de florecer siempre con su raíz inmarchitable de continuidad y renovación.

Publicado en la edición dominical del 23 de abril del diario Juventud Rebelde

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Ricardo Ronquillo
Periodista cubano. Presidente de la Unión de Periodistas de Cuba.

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