Fina García Marruz
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Envuelta en su propia alma

Entrevista publicada por  y que reproducimos en ocasión del centenario de la querida e inolvidable Fina García Marruz

Como no sea la huella de la edad, nada en ella parece haberse transformado demasiado durante los últimos 70 años. Baste si no aquella caracterización que de la entonces muy joven poeta y ensayista hiciera María Zambrano en La Cuba secreta, el invierno de 1948 en la revista Orígenes: «Fina García Marruz, recogida, envuelta en su propia alma, realiza esa hazaña que es escribir sin romper el silencio, la quietud profunda del ser».

Su timidez y discreción son legendarias. Hasta la muerte de Cintio Vitier —más que esposo, cabal mitad martiana—, prefería que fuera la voz de él la que se atendiera. Ahora, a las puertas de los 93 años, es comprensible que apenas salga de su apartamento. Cuando se ve urgida a hacerlo, casi siempre la motivación es José Martí.

En una vida tan larga, solo en contadas ocasiones, escasísimas, ha permitido que se viole su intimidad. Entonces no podría aportar razones convincentes acerca del porqué de esta concesión grande, y tal vez es mejor que así sea, para que permanezca como uno de esos misterios que le son tan caros. O acaso podría acudir a una de sus Visitaciones: «Cuando el tiempo ya es ido, uno retorna/ como a la casa de la infancia, a algunos/ días, rostros, sucesos que supieron/ recorrer el camino de nuestro corazón».

—Cintio me dijo una vez que para entender a Martí lo primero era «probarlo, sentir su sabor»; entonces usted añadió que se trataba de un encuentro personal, de «un descubrimiento íntimo», y que uno debía descubrir a su propio Martí… ¿Qué definiría ese «sabor» esencial?

—Esa es una pregunta que yo llamaría «incontestable», porque es que en ello reside su grandeza. Lezama me decía, con razón, que algunas veces uno quisiera que Martí no fuera un límite, y que nadie pudiera siquiera aventurar otra posibilidad. Él trató de definir a Martí, y esa preocupación lo llevó a encontrar lo mejor que, a mi juicio, se ha formulado: «Es ese misterio que nos acompaña». Y yo agregaría: para siempre.

—Martí acertaba: «Con el amor se ve. Por el amor se ve. Es el amor quien ve». ¿Qué peso ha tenido el amor en sus días?

—Ah no, es costumbre vieja en mí el que ese tipo de cuestiones me desconcierte. Eso pertenece a la vida privada de cada quien. Siento que usted sabrá perdonar, o comprender, mi personal capricho.

—¿Al menos confirma al amor como energía revolucionaria en José Martí?

—Ha sido el único caso en la historia de un hombre que organizó una guerra sin odios. Amaba a España, de hecho, como es bien sabido, sus padres venían de allá. Estaba en contra del mal Gobierno español. Solo sintió odio cuando fusilaron a los ocho estudiantes de Medicina, pero supo controlarlo. Fue más bien espanto, indignación natural ante la injusticia.

«El organizador revolucionario nace en el Presidio. Allí comprendió que era irrealizable construir, con odio, una revolución triunfante. Pensaba que nuestra batalla obedecía a la justicia, no a la venganza. Con sus encendidos discursos, convirtió en amigo al peor de los enemigos. Prendió la llama del amor.

«Recuerde que Martí creía en el mejoramiento humano. Para él, un hombre es esencialmente bueno y siempre es posible salvarlo, hacer emanar la bondad oculta, como un don de gracia. Por esa convicción, en Tampa los tabaqueros lo aclamaron Apóstol».

—Al evocar «esa prisa profunda de su vida», y concretamente los minutos finales del héroe, ha vaticinado cierto «impulso ideal de morir». ¿A qué se refiere?

—Ahí tiene usted una biografía fundamental que se llama Martí, el Apóstol, que pudiera haber ahondado en ese episodio, pero sucede que Mañach, presionado por publicarla, reconoció no haber dedicado el tiempo necesario a indagar sobre los últimos tres años de su vida.

«Pienso que eso se patentiza en su letra. Se torna ella cada vez más apresurada, nerviosilla, como susceptible a un vértigo que va desfigurando la caligrafía. Por eso quienes más se han ocupado de ordenar e investigar sus originales, hablan de las varias letras de Martí. Los manuscritos de 1894 y 1895 son realmente premonitorios. Anuncian ese hondo advenimiento, ese sacrificio ulterior, al que se sabía destinado…».

—Y que se consumó en Dos Ríos…

—Debo decirle que aunque sí a Santa Ifigenia, nunca fuimos ni Cintio ni yo a Dos Ríos. Acaso temíamos derrumbarnos, por la impresión enorme que causa pisar aquel escenario, según nos contaban quienes lo han hecho.

—En efecto, hay una atmósfera que sobrecoge, un silencio realmente extraño.

—El silencio también habita en la poesía. Y su vida ha sido como un poema infinito.

—Si se piensa en hombres de su temple, ¿cuál sería la diferencia entre azar y destino?

—Cintio me señalaba: ¿Qué será sentir? A Martí lo vimos mirándose pensar y lo pensamos en su sentimiento. El pensamiento invade al sentimiento y también el segundo lo hace con el primero, aunque ninguno de los dos actúa a nivel más alto. Hay un raro, invisible equilibrio. Tal vez esa transparencia sea el destino.

Esencia de la poesía

—Pasados los 90 años de edad, ¿qué es para usted la poesía?

—Sigue siendo un secreto, un impulso que no sabría explicar. Es lo desconocido, la esencia que se nos revela. Cocteau, quizá ironizando o como apelación a la objetividad, advertía: «Sé que la poesía sirve para algo, lo que pasa es que no sé para qué». Acuérdese que un misterio es también aparición.

—Mencionaba la palabra «esencia», y usted se me antoja escrutadora de esencias, más que de ideas y propósitos.

—Puedo decir que me identifico mejor con lo esencial. Una cosa es simple por eliminación de elementos; lo sencillo es lo más exacto. Siempre he pensado que la forma llana es más abarcadora y elocuente.

—Eso se refleja en su poesía, donde prevalece la simplicidad. Es decir, sin ser simplista ni mucho menos, no tiene nada que ver con el barroquismo lezamiano…

—Es que para mí la poesía es lo humilde.

—¿Ya no la hace nacer?

—La poesía es muy huidiza, ¿sabe?, a ratos huraña; cuando viene hago el intento de atraparla, pero a veces se resiste y sigue de largo, y otras soy yo misma la que adopta este camino.

—Dicen que anda usted reescribiendo inéditos…

—Hace un tiempo lo hice; ya apenas puedo. Pero debo advertirle que solo escribo o reescribo sobre los escritores que amo. No cultivo la paradoja. Por ello, al que no me interesa, no le regalo ni siquiera una crítica negativa.

«Desde joven he compartido una afinidad con Gastón Baquero, uno de los amigos de Orígenes: buscar en un autor que no fuera muy conocido, tal vez tildado de malo o incluso de cursi, el costado estimulante, la nota de color. Algo de esto intentamos Cintio y yo con aquella Flor oculta de poesía cubana, que logramos publicar en la época de la Sala Martí de la Biblioteca Nacional.

«Es que el poeta malo también es poeta ¿no? Ay, hablándole de lo cursi me ha hecho pensar en Agustín Lara, el poeta-cantor de María bonita, quien decía que cursi es lo que llama otro cursi a un sentimiento no correspondido».

—¿Y todavía le anima asomarse al ensayo?

—Hasta hace poco escribí más ensayos. Por cierto, que a Miguel de Unamuno no le complacía en nada ese calificativo. Ponía el ejemplo del pintor, quien no presenta nunca al público los esbozos de sus cuadros, sino la obra acabada. «A ensayar a casa», repetía. Era muy sincero y original.

«Se cuenta que cierta vez, enfrente de altas dignidades presentes en una ceremonia donde lo condecoraban, dijo: «Gracias, majestad; lo merezco». El rey quedó tan perturbado que solo pudo confesarle: «Usted siempre tan singular, Don Miguel, es el primero en afirmar tal cosa. Los que por aquí han pasado siempre lo contrario dicen: “Lo agradezco, pero no lo merezco”…». Imperturbable, Unamuno contestó: «No se inquiete: ellos también tienen razón».

«Sin embargo, analizándolo bien, después de todo “ensayo” no es una categoría ambiciosa; es más bien modesta. Pero pensando en Martí, quien siempre prefirió acuñar la “crónica”, y que nunca citaba —algo que yo sí he hecho bastante, para ahorrar tiempo al lector y que no tuviera que leerse de antemano los 28 tomos de sus Obras Completas—, nunca he escrito en verdad un “ensayo”, sino una “invitación a la lectura”».

—A propósito de la lectura: ¿qué tal si, además de ordenar la papelería, se ocupa de la biblioteca?

—A mi edad eso sería demasiado agotador. Además, me causaría desilusión.

—¿Por qué lo dice?

—Sucede que soy una persona distraída, y a lo largo del tiempo los atracos a esta biblioteca han sido interminables. Cuando Cintio y yo regresábamos de algún viaje, notábamos algunos títulos en falta y otros indicios de que nuestro estudio había sido saqueado.

«Cierta vez, recorriendo las calles de La Habana divisamos en una librería de uso uno de los ejemplares que Lezama nos había dedicado. Lo único que lamenté profundamente entonces fue no tener la elevada cifra de dinero que el vendedor exigía.

—Su anécdota me ha hecho recordar aquel pasaje de Hablar de la poesía donde cuenta cómo a los 17 años, cerca de la Universidad, un infeliz le arrebató el bolso. Dentro, un tratado sobre la poesía que le costó muchos desvelos y apenas cinco centavos…

—Esa fue una historia tristísima. Siempre he pensado que ese pobre aprovechado de mi candidez y habitual despiste tuvo que maldecirme mucho, porque imaginó encontrar beneficio material. Debió quedar francamente desconcertado al toparse con esas páginas inservibles. Desde entonces, no he sentido más que compasión hacia él.

«Reconozco que debo tener cierta atracción para los ladrones, sobre todo los de libros. En vista de lo cual he decidido intentar un diálogo con él o ellos. Coloqué, visible, lo que he dado en llamar Carta al ladrón, y donde, en un tono de intimidad, le solicito, entre otras cosas, que debemos hacernos grandes amigos, puesto que tenemos los mismos gustos».

—A expensas de los libros hurtados y de su réplica ingeniosa, ¿no echa de menos usted viajar?

—Para serle franca a mí no me ilusionan mucho los viajes, al contrario de Cintio, quien sí los disfrutaba. No obstante, acompañándole lo hice en varias oportunidades, y no me arrepiento.

—Lezama Lima tampoco sentía predilección por trasladarse a regiones distantes, como no fuera con su prodigiosa imaginación…

—Así es. Él leía incansablemente, se informaba, imaginaba; a partir de esas lecturas creaba… No contemporizaba ni con los aviones. Siempre me decía: «Yo soy el peregrino inmóvil, porque solo el pensar que una lámina de aluminio me separe de la eternidad, me produce escalofrío».

—¿Qué opinión le merecen los premios a alguien que ha recibido tantos en años recientes?

—No me apetecen los premios. Siento que me desbordan. Pero sé decir la palabra más bella del idioma: gracias.

—¿Dónde queda entonces la Orden José Martí?

—Esa es una condecoración de otra naturaleza. Es muy grande en verdad ese premio. Tanto, que yo me puse demasiado turbada cuando me lo comunicaron, pues me cogió de sorpresa. Luego, durante la entrega, no tenía palabras, no se me ocurría cómo agradecer ese gesto de amor.

«Mi hijo Sergio, que no ha perdido la capacidad de mimarme, me dijo: “Mamá, te voy a ahorrar esta preocupación…”; tomó un papelito y me anotó las ideas esenciales, las pocas palabras que pude pronunciar. Por suerte creo que todo salió bien.

«Después, Raúl estuvo charlando unas dos horas conmigo y con el resto de mi familia, narró historias de la Revolución, acciones, planes, proyectos… Al finalizar, le dije: “Quiero agradecerle inmensamente por este día, en que hemos tenido el gusto de escuchar en la voz de un protagonista estos relatos que solo conocía de oídas o por haberlos leído”.

«Al regresar a casa, todavía alelada, las emociones no pararon. Ya tarde, a solas, me fui a un rinconcito donde tengo colocada una foto de Fidel entregándole a Cintio la Orden José Martí, acompañada de la medalla. Y puse al lado la mía».

Álbum de la amistad

—Cintio gustaba de rememorar el día en que Eliseo Diego y él divisaron a las hermanas Bella y Fina, dos muchachitas que resaltaban por sus boinas…

—Esas boinas nos las trajo como obsequio papá, de un viaje a Barcelona… A veces lo recuerdo; o me veo, primero del brazo de mi padre —enfermo ya— y luego del de Cintio. La Iglesia del Carmen engalanada. Nuestra boda, hace ya tanto que no recuerdo cuándo…

—Fue el 26 de diciembre de 1946. Pronto hará 70 años.

—¿Setenta? Vaya…, son muchos. Parece que apenas voy quedando yo. Solo Dios sabe hasta cuándo.

—Tengo entendido que en su casa de Neptuno comenzó todo. ¿Existe todavía?

—No sabría decirle. Quedaba próxima al Ten Cent de Galiano y a otra casa de ventas renombrada, que ahora no recuerdo. ¿Por qué nos fuimos de allí? No debimos hacerlo. Extraño mucho esa casa, todavía más que la de la Víbora, donde permanecimos muchos años. ¡Qué tiempos hermosos aquellos de Neptuno 308! En el segundo piso, porque a mamá siempre le gustó vivir en altos…

—Deje a un lado la nostalgia; le propongo pensar en los versos que en prenda de gratitud dedicó a ese sitio entrañable…

—Ay, qué propio de usted llevarme a épocas remotas (Fina los recita, con su cadencia especial)… «La casa de Neptuno aún me guarda,/ a mi difunta edad la ronda leve,/ guarda mi abrigo, mi cuaderno guarda,/ y mi oscuro paraguas cuando llueve»…

—Allí también se dieron cita los futuros origenistas; ¿a quienes recuerda con más intensidad?

—Gozosa los abrazo a todos, uno por uno, como a la familia que nos está destinada.

—Si le pidiera caracterizarlos, así sea brevemente, ¿aceptaría?

—A ver, podemos intentarlo…

—Aunque parezca previsible, empiezo por José Lezama Lima…

—Y se lo agradezco. Ya le hablé de él. Nosotros teníamos admiración infinita por Lezama. Tengo dentro, conservada en el oído, la voz de Lezama. Con frecuencia decía algo serio, y acto seguido lo contradecía, apelando a una de sus risueñas, irónicas frases.

«Era asmático, pero en tal grado que no podía pronunciar muchas palabras sin aspirar. Tomaba aire (imita su dejo asmático): “Porque habito un susurro como un velaa-men,/ una tierra donde el hielo es una reminiscen-ciaa…”. El asma se lo comía. Sin embargo, las columnas salomónicas de Trocadero lo retuvieron de un modo inexplicable, por más que allí se le dificultaba respirar.

«Recuerdo los reclamos de Baldomera, su nodriza, la doméstica fiel que lo atendió desde niño y que en Paradiso aparece como Baldovina. Él, para desquitarse, la mortificaba: “Usted por qué mejor no destina parte del dinero que le doy y va a darse un gusto”. Y ella: “Figúrese, si usted que ha escrito tantos libros no lo sabe…”.

«Aunque en las fotografías rara vez sonríe, no creo que fuera triste, y tenía eso que llaman sentido del humor. Lezama tenía más: tenía toda la grandeza reflejada en el rostro».

—Agustín Pi.

—«Nadie lo vio llegar nunca/ ni nadie lo verá ir./ Uno vuelve la cabeza:/ es Agustín». Agustín Pi Román, el amigo absoluto de todos nosotros. «El turco sentado» dio en llamar él a las reuniones que hacíamos en mi casa de Neptuno. Era muy simpático, llevaba la vida en un estado de broma. Así, habiendo otras personas que él no conocía, se le ocurría dirigirse en voz alta a mi hermana: «Eliseo sobra». Como es lógico, el visitante quedaba perplejo.

«Pero óigame esta bonita reminiscencia de la amistad: días atrás, un sábado, tropecé con una silla y caí. El golpe fue dolorosísimo. Tanto, que vino a reconocerme un médico, para descartar fractura: un ortopédico que se me presentó como “el doctor Agustín Pi”. Entonces exclamé: “Agustiniiito”. No lo podía creer. El hijo de Agustín».

—Octavio Smith.

—«…y destronado fui mientras dormía». El notario eterno de La Habana Vieja. El que en su bufete nos casó a todos y se quedó soltero. Nervio, alma…, un alma que parece haber sido muy feliz de niño. Agustín le llamaba «El simple», pues tenía ostentaciones muy graciosas. Afirmaba, por ejemplo, que venía de hacerle una visita al Papa, y le había preguntado: «Señor Papa, ¿cree usted en Dios?». Y ahí se explayaba en otras historias descabelladas, por el estilo.

—Cleva Solís.

—Cleva querida, diáfana, todo acento, espacio puro. Hora dichosa la del encuentro con ella. Con toda justeza le digo: fue nuestra amiga la vida entera, una hermana.

—El padre Ángel Gaztelu.

—Solemne, no por el hábito sacerdotal. A pesar de no buscar excepcionarse, su majestad y limpia vida hacían estéril cualquier pretensión de no sobresalir. Fue quien nos casó a todos —ante Dios—, y el autor de un cuaderno iluminado: Gradual de laúdes.

—Gastón Baquero.

—Gran poeta y periodista rotundo. Tanto, que el hijo de Pepín Rivero lo escogió como Jefe de Redacción del Diario de la Marina cuando el periódico agonizaba. Y Gastón lo reformó admirablemente. Desde luego, como le decía, es antes que todo, poeta. Tiene poemas memorables a propósito de Lorca, de Vallejo… Pero fuera de Cuba y movido más por el resentimiento, escribió cosas indefendibles.

—Virgilio Piñera.

—En Virgilio casi todo es destrucción. Si no, vea nada más cómo tituló el poema que hace un rato usted puso en mi mano: La destrucción del danzante. Es uno de sus poemas olvidados, incluso por él mismo, y que dio a conocer en Clavileño. Lezama, que a veces cometía murmuraciones y otras prácticas, un poco castigando su fiereza se refería a él como «oscura cabeza negadora».

—Agoto mi lista, incompleta, desde luego, con Julián Orbón, de quien me han dicho era el mejor amigo de Cintio y suyo.

—Ay, no me hable de ese; para mí es sagrado, un verdadero prodigio. En las semblanzas que escribí sobre mis amigos de Orígenes, dije que lo sentía más cerca, inmediato; «mas, ay, sentado en el piano/ un duende de lejanía/ era la mano». Eso viene de la «honda lejanía» a que aludió Falla. A Julián le gustó tanto que cada vez que nos veíamos o nos comunicábamos, me pedía: «Vuélvemelo a decir, que se me ha olvidado».

—Ustedes compartían esa otra afinidad que es la sensibilidad musical.

—La música nos unió más, por supuesto, también a Cintio, que como usted conoce tocaba maravillosamente el violín, sobre todo las sonatas de Beethoven: la Primavera, su preferida, luego la Kreutzer y tantas más. «Cintio queridísimo y Finucha de mi alma», nos decía Julián. Siempre veo ese retrato suyo (señala al librero) y me pongo a pensar… Yo hablo con todos mis retratos. Pero con ese, me digo: Julián, un genio… Miro su retratico y me consuelo un poquito.

—¿Quiere decir que practica usted la contemplación?

—«Contempla el cielo con los ojos del espíritu», suplicaba Goethe. Pero debo decirle que la contemplación no es algo «pasivo», sino la suprema actitud del espíritu. Y si no se divisa el bien, no es posible realizarlo. No se lo digo por mí. Piense otra vez en Martí, el último gran héroe.

—Desde esa otra fotografía nos insta María Zambrano…

—Aguda, toda ella intuición cautivante. También se me quedó grabada la voz estremecida, sobre todo cuando hablaba de su vivencia de la España herida, de Lorca. Aquellos seminarios donde nos deslumbraba a todos… Soy su deudora. Qué dicha que estuviese varios años entre nosotros.

—La Zambrano hacía notar la falsa creencia de que se imprimía ánimo y seguridad a los jóvenes con aquello de que «tienen la vida por delante», cuando es justamente ese «tener» e ignorar qué hacer, lo que produce angustia. ¿Qué transmitiría usted a los jóvenes de la hora actual?

—Ir tras el sendero de Martí, con el pecho abierto, para intentar alejar la desesperanza. Léanse su epistolario, las cartas a María Mantilla, los Versos sencillos —autobiográficos, casi todos—, los diarios… sin desmedro de La Edad de Oro, donde quiso, como él dice, «llegar de forma sincera y llana a los niños». Y me parece que la universalidad de su ideario está refrendada en el libro Diálogo sobre José Martí, el Apóstol de Cuba, larga entrevista que le hiciera a Cintio el japonés Daisaku Ikeda.

—«La vida humana sería una invención repugnante y bárbara, si estuviera limitada a la vida en la tierra», suscribió Martí. Como intuyo que coincide con ello, me atrevo a preguntarle, con el riesgo de perturbar otra vez su intimidad: ¿cómo imagina el reencuentro con Cintio?

—Ah, Cintio…, esa distancia que me falta. Mi claridad, porque yo lo he visto todo en los ojos de Cintio. He visto el mundo; hasta me he visto a mí misma… Él «supo morir», como confiaba Martí, pero solo se extinguió para volver a encenderse. A veces pienso que no podríamos reencontrarnos, porque nunca nos separamos. Cómo recobrarlo, si está a mi lado, si su mano querida sigue siempre en mi hombro. Cuán desdichada sería yo sin esa inspiración moral, sin mi plenitud suficiente…

—Otra vez me obliga usted a acudir a Martí y aquella frase, lapidaria en toda su belleza: «¡Empieza, al fin, con el morir, la vida!».

—¿Quién no ha tenido varias muertes? «A veces pienso/ que el día lucirá igual/ cuando yo me haya muerto»… Créame que no la ruego, pero tampoco la espanto. Y procure no olvidarlo nunca: bella es toda partida.

Fotomontaje: Imagen de Fina García Marruz sobre una obra de José Delarra

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