FIEL DEL LENGUAJE

Fiel del lenguaje 59 / Adolece, sí; ¿pero de qué?

Cuando el columnista esbozaba el borrador de esta entrega, recibió la noticia de la muerte de Germán Piniella Sardiñas, quien se movió creativamente entre la literatura y el periodismo, y sumó su entusiasmo y su pasión al afán de que empeños como el de “Fiel del lenguaje” sirvan para algo. Ese es un deseo ante el cual personas interesadas de veras en el tema podrán recordar una canción imborrable: ¡Ojalá! Gracias, amigo Germán, por tu apoyo.

En nuestro entorno el uso del idioma adolece de muchos déficits, incluyendo el mal empleo de adolecer. Ya tratado en anteriores ediciones de la columna el uso de ese verbo, sonó y resonó una vez más en medios de información el justo reconocimiento de la mala calidad generalizada —ojalá haya excepciones— del pan que se hace en el país.

Ese es un reconocimiento que debe pasar de una vez por todas de las palabras a las acciones necesarias para corregir desaguisados e ilegalidades que dañan un alimento tan necesario como universal. Pero lo que se dijo y fue repetido tranquilamente por profesionales de la comunicación fue “El pan adolece de calidad”.

Nada ni nadie adolecerá de calidad, ni de virtudes, ni de computadoras, ni de otros recursos. Se puede adolecer de males como escasez, corrupción, defectos, negligencia o pobreza en la producción del pan y en otras esferas y acciones. El pan adolece, sencilla y dolorosamente, de mala calidad. Sostener que “adolece de calidad” es como decir que alguien adolece de eficiencia, cuando en todo caso adolecería de falta de ella.

Pero los errores se perpetúan con una tenacidad que ya quisiéramos que tuvieran la existencia y la calidad del pan, y de otros bienes o servicios imperiosos para la vida. No se excluya la refrescante cerveza, que no será imprescindible, pero puede ser necesaria no solo para enfrentar el calor, sino para cultivar la alegría, tan importante si de vivir y no solo de sobrevivir se trata. Adolecer de alcoholismo es cosa bien distinta, así como lo es adolecer de malas decisiones en lo tocante a establecer precios, y otras.

En el ambiente de la pandemia no se propagan únicamente el virus y la enfermedad que la provocan, sino estragos en el idioma. Ya parece que entre las cosas que “han llegado para quedarse” —frase nada nueva, pero puesta de moda, como el uso de la mascarilla, por la viralidad de la pandemia— abundan errores en el empleo del lenguaje, empezando por el nombre del recurso de protección mencionado. El dislate nasabuco pulsea de tú a tú con la variante propia y apropiada, nasobuco.

Otro tanto puede decirse del nombre mismo de la enfermedad, bautizada con un acrónimo en inglés cuyo núcleo, disease, equivale a enfermedad en español. De ahí que lo correcto sea la covid-19 o, abreviadamente, la covid, en femenino, no el covid. La columna ha insistido ya en ese punto, quizás excesivamente, se dirá. Pero es mayor la insistencia de quienes cometen ese error, hasta personas que por responsabilidad profesional, científica incluso, no deberían permitírselo.

A lo que suele funcionar como una especie de galimatías —la aplicación de negativo o positivo a personas cuando en realidad esos vocablos deberían reservarse para los resultados de los exámenes hechos con el fin de comprobar o descartar la presencia del virus—, se añaden combinaciones que complican aún mal las cosas, como “pacientes positivos de covid”. ¿Habrá unos pacientes positivos y otros negativos? Si es paciente, es porque tiene la enfermedad y, por tanto, el virus que la produce.

Hablando de errores frecuentes, hay uno que parece rivalizar con cualquier disparate de este mundo, y del otro, si lo hay y también en él se cometen pifias. Cuando se necesita avalar legalmente un documento determinado, como un título académico, para que surta efecto en un país donde no fue expedido, se le revalida. Pero se oye no solo a eso que suele llamarse personas del común, sino a no pocos profesionales, emplear el verbo rivalidar, más cercano a rivalizar que a la acción de la cual se trata, revalidar.

¿Será porque se piensa que un título legalizado sirve para encarar la rivalidad que puede ser necesario vencer en oposiciones para obtener determinada plaza laboral? Semejante confusión sería un elemento de peso para rechazar a quien aspire a lograr un empleo que requiera determinada preparación y, por lo menos, un conocimiento básico del idioma.

Si otro artículo comentó la variante popularizada de CDP con que a menudo se suplanta la correcta abreviatura del nombre de ese cuerpo de vigilancia, CVP, vale asimismo recordar que la familiar OFICODA suele ser renombrada —acaso por influencia o trastada del subconsciente— como aludiendo a una de las prácticas más necesarias y sufridas en el comercio nacional: las colas. De ahí quizás que a menudo el nombre de esas oficinas se convierta en OFICOLA, como el columnista ha oído a personas de no poca instrucción llamarlas, sin dar señales de que lo hagan con intención humorística.

Ese es otro indicio de una indolencia lingüística que va más allá de la resumida por José Antonio Portuondo en una observación con respecto a fósforo, sinécdoque con la cual se nombra en Cuba lo que en otros lares llaman cerillo o cerilla, diminutivos de cirio, o vela. El eminente profesor, cuyo gracejo criollo sumaba eficacia a su sabiduría y su magisterio, decía: “Aquí el singular es el fóforo, y lo fóforo el plural”.

La presente entrega comenzó por la tristeza de la muerte de un lector amigo, pero terminará con el júbilo de citar a otro que continúa vivo y en la brega, el diplomático Orestes Hernández Hernández. Al comentar una nota que el columnista publicó en Facebook, Hernández sostuvo algo digno de atención: “El español debería ser motivo de examen obligatorio para todo. Para pasar de un grado a otro en los niveles de enseñanza, para ocupar un puesto de trabajo en TODOS los niveles del sector público, para ingresar a cualquier institución científica, social o medio de comunicación”.

Pensando en hechos como la supresión del español en las pruebas de ingreso a los Institutos Vocacionales de Ciencias Exactas —lo que en su momento impugnó el columnista (http://cubarte.cult.cu/periodico-cubarte/cuidar-el-lenguaje-es-cuidar-el-pensamiento-luis-toledo-sande/)—, Hernández recordó el refrán “Aquellos vientos trajeron estas tempestades”, y añadió: Cuánta razón.

No es cuestión de dirimir en unas cuantas líneas dónde radica la mayor responsabilidad en lo tocante a los errores galopantes que se oyen y se leen en el uso del idioma, si en la enseñanza o en el aprendizaje. Ni hace falta hacerlo para sostener que hay algo en lo cual no cabe albergar dudas: la cosecha es insatisfactoria.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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