COLUMNISTAS

Hay que sembrar un olivo en el pecho del sionismo

Es sencillo: si representa la paz, tiene que ser malo para el régimen israelí. Solo así puede entenderse que políticos y militares sionistas sostengan que los olivos —¡nada menos que los olivos, señores!— entrañan «amenazas de seguridad» en tanto pueden esconder a enemigos que atacan a sus soldados. Bajo ese argumento, Israel ha rubricado en Palestina, de 1967 a la fecha, un ecocidio solo comparable al conocido genocidio de su pueblo: más de 800 000 olivos literalmente arrancados de su tierra, destruidos, quemados… por gente que llegó de lejos.

La política tiene enormes contrasentidos. Admitiéndolo para sí como árbol nacional, Israel huele en él cierto aroma subversivo cuando le ve crecer de manos palestinas, no solo porque sus ramas sugieren desde tiempos antiguos la concordia, sabiduría y armonía que no quedan bien a los invasores; también por algo más grave: los troncos que cargan esos frutos color de milicias sostienen igualmente la estampa de árbol nacional del pueblo «invisible» que debe ser negado.

Nada se parece tanto a un patriota palestino como un olivo: ambos son firmes, arraigados al suelo rocoso, capaces de vivir con casi nada y aun así darlo casi todo, de resurgir hasta de las cenizas. Uno y otro capean los vientos de la agresión con un anclaje raigal que los gerentes de la muerte no pueden ni imaginar.

Israel lo sabe muy bien: para apagar el futuro de esa estirpe no le bastaría con asesinar a los palestinos, tendría que desaparecer también a sus árboles «malditos».

Por décadas, el sionismo ha venido haciendo una cosa y otra; mientras, de otro lado, las madres palestinas paren y siembran constantemente para que no falten a sus paisajes los niños ni los olivos. Dada la lentitud de crecimiento y producción del árbol, el ocupante es consciente de que cuando arrasa un olivar está decretando el hambre, incluso, de niños que aún no han nacido.

Aunque no haya tumbas ni inscripciones sepulcrales, queda a la vista un rastro de corazones de troncos desangrados en todo Palestina. Solo en 1986, las excavadoras del sionismo talaron en Cisjordania y en Jerusalén Oriental más de 3000 árboles que promediaban los doscientos años de vida. ¿Con qué derecho se asesina a un árbol que es más dueño de la tierra que quien manda a derribarlo?

En agosto de 2020, al regresar de una boda, el anciano Barakat Mor, del poblado de Tawamin, descubrió que el campo que cultivaba ya no era el mismo: en su ausencia, colonos israelíes habían talado 400 árboles. Borraron a tajazo limpio el esfuerzo de varias generaciones familiares y le dejaron sin sustento, simplemente para allanar el camino a nuevas ocupaciones.

Viendo como vemos que no pasa nada contundente que detenga la masacre en Palestina, es dable admitir que la especie humana está demasiado enajenada con el teléfono móvil y las redes sociales, pero igualmente se puede aventurar que, tras una tormenta solar, los dioses perdieron toda cobertura o conexión con su díscolo rebaño.

Consagrado a Atenea, diosa de la sabiduría, se dice que el olivo nació de una disputa —¡siempre una disputa!— suya con Poseidón, el dios del mar, para decidir, con el regalo más valioso, cuál de ellos se erigiría en protector de una gran ciudad recién surgida. De la roca, Poseidón sacaría un caballo y Minerva, un olivo. Desde hace miles de años, la gloriosa urbe griega de Atenas sabe quién ganó, pero todavía en Cisjornadia, Gaza y Jerusalén Oriental decidir cuesta la vida.

En el Gobierno de Israel no hay sabiduría posible. Perdedor en la realidad como aquel en la leyenda, el sionismo de hoy no es el Poseidón mitológico —sería más acertado considerarle el dios del mal—, en cambio se le parece porque cree más en los caballos que en los olivares y hace todo por aplastar, con la fuerza de los primeros, las ofrendas de los segundos.

Aunque Gaza estremece como nunca, lo que ocurre allí no está desligado de los peleados olivares que atesora Cisjordania porque en ambos asentamientos palestinos, como en el este de Jerusalén, se vive y lucha bajo el signo de una sentencia de significado más que agrario: «una mano planta, una mano resiste».

¡Insólito! Los agricultores palestinos que tienen tierras dentro o cerca de asentamientos ilegales israelíes están obligados a pedir permiso para acceder a ellas. A menudo, los invasores lo impiden para declarar el área abandonada y hacerse con ella, en virtud de una infame Ley de expropiación impuesta por ellos mismos. Cual fusil de odio de tres cañones, el sionismo lastima a un tiempo al árbol, al campesino y a la nación.

Desde mucho antes del ataque violento de Hamás del 7 de octubre de 2023 -indefendible desde el ángulo de las víctimas civiles que causó, pero comprensible frente a la pasmosa acumulación de crímenes a la inversa-, los agricultores palestinos tienen que decidir, como en un dilema bélico, si atienden su siembra, al precio de encarar a soldados de gatillo incontenido, o las dejan abandonadas, a riesgo de suicidarse de hambre y de perderlas frente a ocupantes de cálculo perverso.

Tarde o temprano, buena parte de la humanidad dormida saldrá de su pandemia de abulia y discutirá con mayor energía esta enciclopedia del despojo. Una de las consecuencias del V Congreso Sionista, de 1901, fue la creación del Fondo Nacional Judío para acopiar donaciones, comprar tierras en aquella Palestina entonces otomana y financiar proyectos agrícolas dedicados a dar asiento y empleo a inmigrantes judíos.

Ese Fondo, en alianza con la Asociación de Colonización Judía de Palestina, inició en 1920 operaciones de forestación y silvicultura orientadas a fomentar un país más agradable a la «mirada europea», lo cual implicaba el disparate ecológico de implantar allí una campiña similar al paisaje rural europeo. Así crearon, con especies invasoras -adjetivo nunca mejor dicho-, bosques y parques públicos en aldeas despobladas por el paralelo proceso de desalojo poblacional, causando de paso enormes daños a los ecosistemas típicos de la región.

De ese modo, el sionismo llegó al extremo de reclutar a la naturaleza contra la naturaleza y convertir, por ejemplo, al pino en enemigo del olivo y al eucalipto en verdugo del algarrobo.

Las resistencias de ahora vienen desde entonces. Alrededor de las vacaciones anuales «Días de olivo» se reúnen en la segunda semana de octubre trabajadores, estudiantes, líderes comunitarios y familias para cosechar los mismos árboles que dieron sustento y esperanza a muchos de sus antepasados. Se juntan, y eso causa espanto a un ocupante que no pega allí con nada.

Aunque probablemente Benjamín Netanyahu no tolere más árbol que el árbol de leva de sus máquinas de guerra, el olivo que él diezma con toda alevosía recibe líneas de veneración en el Corán, la Biblia y hasta en esa Torá que el primer ministro israelí habrá ojeado alguna vez.

Cualquiera entiende que uno de los primeros árboles cultivados por el hombre merece mayor respeto, pero poco puede esperar la flora del hombre que no respete al propio hombre y menos del que se implante por la fuerza en el «surco» histórico de otro pueblo.

Los palestinos, en cambio, atienden en al-Walaja, a cinco kilómetros de la ciudad sagrada de Belén, al olivo más antiguo del mundo —¡5 500 años le calculan los expertos!—, que en pago de sus cuidados les obsequia puntualmente hermosas aceitunas y un aceite de primera.

¡Poderosas las raíces del pueblo que, con escasa agua disponible – a Cisjordania la privan de sus derechos de acceso al caudal del río Jordán- y demasiado casquillo ajeno, conserva unos cuantos olivos «Rumsi», sembrados hace más de dos milenos, en tiempos del Imperio Romano!

El sionismo es tan cruel que cualquier sayo de condena le queda a la medida: en 2019, a raíz de la proclamación del Día Mundial del Olivo, que desde entonces se celebra cada 26 de noviembre, la secretaria general de la UNESCO, Audrey Azoulay, afirmó que este árbol universal « …con su legendaria longevidad y su capacidad para renacer de sus cenizas, escapa a la miopía del instante». Confiemos en que escape también a la miopía de décadas.

Los olivares necesitan justo lo mismo que los gazatíes y todos los palestinos: espacio, mucha luz, un suelo firme, un riego regular, protección ante plagas y enfermedades… ¡Amor de humanidad! Como cada olivo, ese pueblo florecerá pronto si defendemos su vida y atendemos sus demandas. ¡Sabemos que pueden vencer el fuego, pero está bueno ya de hacer la prueba!

Fomentemos con ellos, bajo la tenue sombra del paisaje, su mejor cosecha, su aceite exquisito y cosméticos naturales, su compartir constante. Y cuando pensemos que ya no queda más provecho que sacar de los olivos, dejemos que alguna artesana de pericia milenaria nos haga con las semillas un rosario para rezar y pedir al primer dios que se conecte que, por favor, siembre generosidad en el pecho de los hombres que, a contrapelo del elemental sentido civilizatorio, desprecian el árbol que, junto a aceitunas, también alumbra la paz.

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Enrique Milanés León
Forma partede la redacción de Cubaperiodistas. Recibió el Premio Patria en reconocimiento a sus virtudes y prestigio profesional otorgado por la Sociedad Cultural José Martí. También ha obtenido el Premio Juan Gualberto Gómez, de la UPEC, por la obra del año.

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