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Pasaron los años

Nicolasito Guillén, mi amigo de muchos años, como lo fue su familia de la mía, me pidió que estuviera presente en este homenaje a un amigo entrañable y común, el escritor y profesor Guillermo Rodríguez Rivera, de quien se presentaría el libro: El problema racial en Cuba, en los primeros libros de Nicolás Guillén, de Ediciones UNION. Estoy enfermo, sin poder bajarme de la cama; sin embargo, no puedo ausentarme de ese acto de cariño a uno de mis grandes amigos. Virgen Gutiérrez, que nos conoce bien a los dos, se hará cargo de mi presencia.

                                                                           A Guillermo Rodríguez Rivera

Conocí a Guillermo, probablemente a finales de 1959, en una fiesta en la piscina del hotel Habana Riviera que daba la Asociación de Estudiantes del Instituto del Vedado. Tocó la orquesta Aragón y yo asistí con varios compañeros del Instituto de La Habana. Guillermo era el responsable de cultura de la Asociación de Estudiantes del Instituto del Vedado y organizador de aquella fiesta. Yo era dirigente de la Confederación de Estudiantes Secundarios, pero todavía cursaba la secundaria básica, el nuevo nombre que ahora tenían las antiguas Primarias Superiores. Ese fue nuestro primer encuentro, luego nos vimos muchas veces en reuniones en el Instituto.

Años después, cuando ingresé en la Escuela de Letras y Artes de la Universidad de La Habana, nos volvimos a encontrar y con él pude conversar las estrategias a seguir en el examen de ingreso, que era obligatorio. Creo que lo que más nos unía, además de la Revolución, era nuestra formación en las interioridades y detalles de la cultura popular, especialmente la música.

Guillermo procedía de una sólida institución, que era su familia, la familia Rodríguez Rivera. Santiagueros por idiosincrasia, cultura y esa manera especial de ver a Cuba desde el oriente del país; su concepción de la patria. Para esas familias, como para la mencionada, la vida no era posible sin libertad, independencia y soberanía. Ese es el fatum de Santiago de Cuba y de las provincias que la rodean y abrigan.

Médicos todos, fue Guillermo una excepción. Su padre, médico forense, constituyó ejemplo de actitud cívica en los difíciles momentos del Asalto al Moncada. Su hermano Alipio, siquiatra, hasta su muerte estuvo al frente de esa dirección en el Hospital Calixto García. Su hermano Luis, profesor extraordinario, fue uno de los grandes estudiosos de la epilepsia en Cuba, y René es un destacado radiólogo que aún nos acompaña. La madre y guía de toda esa tropa de eméritos, se encuentra en la faena de la cocina y su mirada severa todavía llama al orden. La vida me dio la oportunidad de comer de aquella mano materna, en mesa servida para sus hijos. El destino me permitió conocerlos a todos. Si algo favoreció nuestra amistad fue la idea de que el conocimiento no es carga, ni máscara, ni blasón, sino instrumento para vivir y resolver las encrucijadas de la vida.

“Guillermo pasó por la universidad como uno de sus alumnos más brillantes”.

En los días en que padecimos, entre otros padecimientos, la prohibición de bebidas alcohólicas, la llamada “ley seca”, Guillermo organizó en el garaje y el patio de su casa “El Habana Rivera”. Los cabarets estaban cerrados, pero allí bailábamos y tomábamos el peor ron del continente. Sin embargo, los mejores momentos en su concurrida casa del Vedado eran cuando, reunidos todos los hermanos, se cantaba y tocaba la trova santiaguera.

Todos tocaban y cantaban en distintas voces los clásicos de la trova. De Sindo a Teofilito y Corona, y también cosas desconocidas de Almenares, Cucho el pollero y Manolo Castillo. Guillermo tocaba mal la guitarra, pero sabía poner los acordes necesarios en el guitarreo de sus hermanos.

Muchas veces toqué las claves, tímidamente. Siempre mirando a Luis, que era el mejor, y esperando su aprobación de cabeza y sonrisa. Eran maestros de la memoria y tenían muy claro el sentido de toda una época, por eso podían colocar la música en esa altura. Muchas veces pongo “Años”, el disco de Pablo Milanés, donde aparece Luis, con todo derecho, cantando y tocando lo que siempre le oí cantar y tocar.

Guillermo pasó por la universidad como uno de sus alumnos más brillantes. Uno de los preferidos de Mirta Aguirre, quien le permitió escribir con ella un folleto y un libro y en el que hizo gala de su comprensión sobre la teoría del conocimiento marxista. Publicó su primer libro de poesía; luego lo siguieron sus grandes amigos Víctor Casaus y Wichy Nogueras, en la conformación espontánea de lo que luego iba a ser “El grupo del Caimán” (barbudo), la más amplia generación de Coppelia, a la que se incorpora, entre otros, Silvio Rodríguez; todas manifestaciones de la generación de la alfabetización, en la que participaron cien mil estudiantes en la primera gran tarea cultural de los cubanos.

“Él sabía muy bien que leer por placer no era lo mismo que leer para examinar”.

En las noches de Coppelia se hicieron muchas declaraciones, ninguna en serio. Había una organización de jóvenes revolucionarios que trabajaba en el campo; se llamaba Columna Juvenil del Centenario y sus miembros, columnistas. Guillermo declaró que él era columnista, porque estaba enfermo de la columna vertebral y que al mismo tiempo su enfermedad no le permitía estar en la organización ni en nada que tuviera que ver con el green (el verde, la agricultura). Se declaraba exonerado de tales labores y convocaba a aumentar las nuestras para pagar las suyas. Fue coautor de una canción de Wichy que tenía como estribillo: “a la posada de madrugada, piqueras piloto” y parte del colectivo que compuso “No te duermas en la rufa, porque te levantan los tacos” (que se cantaba con la melodía de “no te duermas en el metro”), a propósito del robo que le hicieran a nuestro amigo Manolo Casanovas de la única copia de su novela Los Mataperros.

A las dos hijas de Guillermo las conocí en las barrigas de sus madres; a María Lilya en la de Mayra y Milena en la de Virgen. Eran los tiempos de la escuela y en los que publiqué Los que nacieron conmigo, libro de poemas para el que Guillermo escribió el texto de solapa y otros textos en los que se refirió a mi obra, incluidos sus propios poemas.

En aquellos días de juventud nada de eso me impresionaba mucho, hoy me sobrecojo y tengo que dominar la emoción. Creo que de nuestras aventuras en la Universidad está aquel quinteto que integramos Fidelina, Alina Sánchez, Oscar de los Reyes, Guillermo y yo. Nos presentamos en el teatro de Ciencias Políticas, cantando “Monday, Monday”, una pieza que había puesto de moda The Mama’s and the papa’s. Al terminar y bajar del escenario, el decano de la época nos dijo: “Vengan acá, ¿ustedes no se saben nada en español?”. Y ese fue el final del cuarteto que había debutado momentos antes.

Guillermo dedicó mucho tiempo a formarse como profesor. Viví los años en que me leía sus planes de lectura que por supuesto excedían lo que se estudia en clase. No era leer Papá Goriot sino tener un conocimiento de La comedia humana. No era tampoco leer por placer. Él sabía muy bien que leer por placer no era lo mismo que leer para examinar. Es probable que nunca haya estudiado tanto como en esa época en la que apenas salía de la casa.

“Guillermo dedicó mucho tiempo a formarse como profesor”. Foto: Tomada de Internet

Pasó el tiempo y poco a poco fuimos dejando de ser jóvenes, en los últimos años nos reuníamos en su nuevo apartamento del Vedado donde vivía con Marlen, su mujer, y recibía sus cuidados. Habían quedado atrás los tiempos del Habana Rivera y ahora nos dedicábamos a oír la colección completa de Miguel Matamoros que él poseía y la colección casi íntegra de Arsenio Rodríguez, el ciego maravilloso, a la que yo le agregué, porque no lo había escuchado, el disco que Arsenio grabó en Nueva York y que originó la anécdota aquella de: “ciego, qué música es esa, tú te has ido un siglo delante”. Con el tiempo me dejó grabar todos los discos y hoy los conservo como un tesoro compartido; siento que es de ambos y que es lo que nos une en su ausencia.

A mí me parece que Guillermo no tuvo tiempo y creo que a muchos de nosotros nos va a pasar lo mismo. Le faltaron quizás diez años más para pensar y escribir. La vida corre y el tiempo no nos alcanza. Las últimas veces que lo vi me di cuenta de que quedaba poco; también las cosas que me dijo me ayudaron a creerlo.

Mirándolo me acordé que le había robado un libro de Vicente Aleixandre que, probablemente, compensaba la Poética de Hegel que nunca me devolvió. Sentado frente a mí estaba el gordo y se me estaba muriendo. El día que honramos sus restos, en un velorio que no tenía nada que ver con la tradición de antaño (de chocolate, galletas, churros, café, ron y conversaciones interminables), se convirtió en mi fantasma. Y yo, que no creo en fantasmas ni en espíritus sé, sin embargo, que el gordo camina delante de mí, siempre.

Tomado del blog Segunda Cita

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