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El sepulturero y el mar

Se tiende sobre la cama con la espalda molida. A pico, cavó, cavó y cavó; a palazos, le arrancó a la tierra virgen parte de la vida, medio húmeda por la lluvia reciente. Sus manos, de pellejos duros, siguen soldadas a los brazos; brazos también resecos, asidos al cuerpo. Al cuerpo flaco como las cañas bravas que escoltan algunos tramos del río Tuinucú. Ahora, sus ojos deambulan por el techo blanquísimo del cuarto; claro, mucho menos blanco que el alma de su abuela María Montesinos, que en paz descanse.

Hoy, en la mañana, lo llamó un periodista. Por la voz, le pareció ser un tipo de seis pies y sabrá Dios de cuántas pulgadas más. Quiere entrevistarlo.

—¡¿A mí?!, le ripostó. A él nadie le toma el pelo así, tan fácilmente.

—Sí, sí, sí, le dijeron en ráfaga del otro lado de la línea telefónica.

—Pero, si yo soy un simple sepulturero.

El pocero que fue y el pescador que es

Omar Ávila Pentón lleva 23 años entre la vida y la muerte. Y esa sensación la experimenta en el cementerio de la ciudad de Sancti Spíritus, adonde llega, a pedal limpio, desde Tuinucú; poblado que muere —opina él— apenas el ingenio tritura el último pitazo de la zafra.

Siete kilómetros de ida y siete de vuelta en bicicleta. Casi nada. Los desanda todos los días del mundo. Todos, no. Cuatro jornadas seguidas, la quinta no, porque el sepulturero también es un ser de carne y hueso y necesita darle un diez al cuerpo.

Así mismitico se lo dirá al periodista. Lo piensa mientras sigue, mirando hacia el techo, tirado en la cama, donde intenta adivinar qué le preguntará mañana el tipo con voz de locutor. Porque siempre abril precede a mayo, de seguro se interesará por lo que hacía antes de ser sepulturero. Omar construía pozos. Por esa época, tendría veintipico de años; ahora, 50. Integraba una brigada de perforación y se pasaba la vida trepado en un camión. Cuando regresaba a casa y ponía las botas, de suelas gastadas, a reposar la faena, si él las dejaba, podían retornar solas al lugar donde estuvo el pocero ese día.

El perforador de pozo trabaja a ojo de buen cubero, y ello no le hacía mucha gracia a Omar. ¿Cuántas veces él y su gente permanecían bajo el resistero ahí, barrenando la tierra y las rocas, tratando de dar con la dichosa agua, y nada? No dolía únicamente en el cuerpo. Eran combustible, recursos, tiempo… Todo perdido. Un día recogió los tiliches, y ojos que te vieron ir.

A inicios del 2000, cierta mañana Ávila Pentón visitó a un amigo en el camposanto del reparto Kilo-12; el amigo, que estaba vivito y coleando, le habló de una plaza vacante de sepulturero. Ni siquiera vaciló; menos él que no come miedo.

“Del cementerio nadie sale contento, pero sí puede irse satisfecho con el servicio que uno le presta”, asevera Omar. Foto: Arelys García Acosta.

En verdad, no come miedo; pero sobre quienes asumen este oficio llueven copiosamente las miradas inquisidoras. A Omar le importan un bledo los prejuicios. Aun así, de cuando en cuando desenvaina un argumento, con la misma fuerza con que el Cid Campeador manejaba la espada que dio luz a la España del medioevo: si todos fueran médicos, no habría campesinos que cosecharan comida; si todos fueran campesinos, no habría maestros para enseñar; si todos fueran maestros, no habría, entonces, sepultureros. ¿Qué sería si no existiesen personas que les diesen una sepultura digna a los difuntos?

Mas, ver tantos ataúdes llevándose a tantos seres humanos le ha dado otra lección: desde que un recién nacido grita a todo pulmón: “¡Carajo, aquí estoy!”, debe enseñársele a que no pierda tiempo. A vivir con decencia. Lo tremendamente duro es cuando ese hijo se va primero que uno. Y ello ocurre en no pocas oportunidades.

Omar se adaptó a lidiar con la muerte; mas, el alma se le vuelve fino cristal cada vez que entierra a un niño. En lo posible, esquiva hacerlo. Son las cicatrices más profundas que le ha dejado el oficio. A la memoria le vienen varios ejemplos; ha intentado borrarlos de la memoria, de esa memoria imborrable.

Por ello, cuando se siente medio acongojado, busca la vara de pescar y la recámara de tractor, y se mete en el primer charco que se le cruza en el camino; aunque, siendo justos, nadie piense que Omar, el sepulturero, es un pescador improvisado.

—Ojalá que el periodista me pregunte de eso. Ahí sí me daré un banquete hablando.

Casi todas las presas del país conocen a este miembro de la Federación Cubana de Pesca Deportiva. Y si quieres darle cordel para que se entone, háblale de truchas. Te las describirá minuciosamente: que si sus laterales son plateados, que si tienen pintas rojas, negras; te las dibujará con el pincel de la palabra exacta y con tanto realismo que, de pronto, te parecerá que estás viendo el cuadro La trucha, del francés Gustave Courbet.

Obviamente, el periodista será incapaz de alardear de sabiondo frente al sepulturero. Aquí, en el mundo de los vivos, todos labran y portan una luz, su luz. Además, qué sabrá de peces Ojito Linares, si en su vida no ha pescado un guajacón, ni en Bacuino ni en arroyo Naranjo, en La Sierpe, donde se dio algunos chapuzones cuando muchacho.

Quizás, el reportero se lo confiese a Omar, quien pesca más de lo que habla. Con anzuelo habrá que sacarle de la boca que en febrero último capturó una trucha de seis libras en la presa Minerva, Villa Clara, en una competencia. Orondo se llevó el tercer premio a casa. Pero el día que su esposa Esther María vio que la contentura se le salía de la ropa fue cuando regresó de aquel torneo nacional en Río Cauto, Granma. Ocho libras pesó el ejemplar, que sacó del vientre cálido de la laguna Leonero.

Así sobrelleva el tiempo este sepulturero. Un día de pesca, otro en una partida de dominó con vecinos del barrio, y los más, entre tumbas, cadáveres y el silencio del camposanto; en fin, rodeado de la muerte, la muerte que nos humilla, que nos grita lo chiquita que es la vida.

Pocos lo saben mejor que Omar. Lo sintió durante la pandemia de la covid, de la cual enfermó. Nunca antes los muertos estuvieron tan solos: ni quienes yacían sepultados de años atrás, ni quienes fallecieron infestados por el virus SARS-CoV-2. Hasta pasada la medianoche arribaban los carros fúnebres al cementerio; en ocasiones, Omar se vio abriendo la puerta de su casa en Tuinucú a la una de la madrugada. Él, la bicicleta, la tristeza.

Y la soledad, también. A aquellos enterramientos los familiares apenas asistían en la distancia. Hubo jornadas en que los sepultureros no dieron abasto; no quedó otra opción que apelar a una retroexcavadora.

—Pensé que nadie iba a quedar vivo.

Mi tumba

En este oficio no solo se cava la sepultura. Foto: Arelys García Acosta.

Sobre la cama, Omar con la espalda echa trizas, las manos de pellejos duros, los brazos resecos y el cuerpo huesudo. Y la abuela María Montesinos despabilándole la memoria al nieto.

Maestra era. Maestra que no solo trepó las montañas del Escambray con la cartilla en una mano y el farol de alfabetizadora en la otra. Maestra, igualmente, de la vida, que le enseñó que uno debe hacer hoy; muchas veces, el mañana no existe.

La abuela partió físicamente escaso tiempo después de que él asumiera el oficio en el cementerio espirituano. Tragándose el dolor, cavó la pequeña sepultura. La abuela de Omar era muy delgada; aunque su corazón pesaba lo que todo el oro del planeta. Por ello, su nieto dejó caer la última flor que durmió sobre el ataúd. Una rosa blanca.

—Venga acá, Omar, ¿y cómo será el enterramiento de usted?, le preguntó frente a frente, por fin, el periodista, que ni medía más de seis pies ni nada por el estilo.

—No, no, a mí no me van a enterrar. Mi hija Alejandra ya lo sabe; me incineraran.

—¿Y las cenizas?
—Mi tumba será el mar.

Imagen de portada: Cuando la pandemia de la covid, Omar llegó a pensar que nadie iba a quedar vivo. Foto: Arelys García Acosta.

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Enrique Ojito
Premio Nacional de Periodismo José Martí en el año 2020. Director de programas, analista en espacios radiales y guionista. Periodista en el periódico "Escambray", en la ciudad de Sancti Spíritus.

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