INTERNACIONAL

Cómo Donald Trump y los medios de comunicación han arrasado la vida política

Artículo publicado por Le Monde Diplomatic en marzo de 2021 a raíz de la derrota electoral de Trump, quizá sea útil para entender cómo a pesar de que el expresidente está acosado hoy por procesos judiciales, sube en las encuestas con vista a las primarias republicanas en su propósito de reelección

Antes de ser desregulada, la economía estadounidense funcionaba siguiendo el principio de los «3-6-3»: depósitos al 3%, créditos al 6%, partida de golf a las tres… Esa tranquilidad fue barrida por un «capitalismo de casino», particularmente lucrativo, ya que la coyuntura del momento era favorable. Más tarde, las burbujas especulativas estallaron. La situación actual de los medios de comunicación estadounidenses recuerda un poco ese precedente. El filón «Donald Trump» ha sido para ellos el equivalente a ­décadas de exceso en las finanzas. Sin embargo, la derrota del expresidente no conlleva necesariamente el fin de su martingala.

Durante años, en Estados Unidos, no solo la publicidad potenció el «golf a las tres» del periodismo, sino también la «objetividad» de la que este presumía. Factual, preciso, sin sesgo ideológico evidente, comedido, servía de modelo al planeta. Traducir artículos de The New York Times, incluso publicarlos sin traducirlos, tenía tal caché que en Francia Le Monde, Le Figaro y Libération se apropiaron uno tras otro de esa brillante idea. Sin duda, la prensa estadounidense no rehuía el compromiso político, pero lo disimulaba diciendo: «Los unos afirman esto, los otros aquello»; era una manera de hacer que el lector razonable situase la verdad en un punto intermedio entre ambos. No obstante, «los unos» como «los otros» pensaban más o menos lo mismo sobre la mayoría de cuestiones del momento: políticas económicas neoliberales, golpes de Estado en América Latina y guerras en Oriente Próximo.

La extraordinaria convergencia de los medios de comunicación durante la invasión de Irak de 2003, es decir, su disposición a reproducir las mentiras criminales de la administración de Bush, ya se tratara de The Washington Post, en «la izquierda», o de Fox News, en la derecha, llevó a una primera introspección. «Investigamos y, después, cuando llega el momento de escribir, dejamos de hacer funcionar nuestros cerebros y repetimos los elementos de lenguaje (spin) de ambos bandos —señaló el periodista Ken Silverstein—. Nos da miedo expresar una opinión que nos valdría la acusación de parcialidad» (1). Resultado: cuando a un candidato se le acusaba de una nimiedad o una vileza, el periodista bien educado inmediatamente se cubría las espaldas publicando información que pudiera avergonzar a su oponente. Y luego, a jugar al golf…

A partir de 2015, el ascenso político de Trump marca el fin de esa objetividad de pacotilla, de repente asimilada a una «falsa equidistancia», incluso a un «sedativo». Nace entonces un «periodismo de resistencia» cuyo manifiesto se publica el 8 de agosto de 2016 en un artículo del «defensor del lector» de The New York Times que aparece en la portada del diario. Causa sensación, ya que fija las nuevas tablas de la ley: «Si piensas que Donald J. Trump es un demagogo que utiliza en su provecho las peores tendencias racistas y nacionalistas de la nación, que mima a los dictadores antiestadounidenses y que sería peligroso confiarle los códigos nucleares (…), tienes que hacer caso omiso de las reglas que han regido el periodismo estadounidense en la segunda mitad del siglo XX. Y tienes que sumarte a las filas de la oposición. (…) Trump y sus partidarios lo encontrarán injusto, pero el periodismo tiene el deber de decirles la verdad a sus lectores si quiere estar a la altura de los juicios de la historia» (2). El día después de la inesperada derrota de Hillary Clinton, The New York Times satisface esa ambición tan noble titulando: «Demócratas, estudiantes y aliados extranjeros afrontan la realidad de la presidencia de Trump». En definitiva, ya no se trata de observar, de informar sobre los hechos, es decir, del resultado, sino de participar, de señalar a sus lectores—demócratas, estudiantes, aliados extranjeros— que se comparte su angustia y de que se les acompañará en el trance.

Una vez se cambia el rumbo, el resto se da por sentado. ¿Que el multimillonario neoyorquino es mitómano, cínico y egocéntrico? Pues bien, casi cada frase de cada artículo va a recordar esa realidad sea cual sea el tema abordado. Basta con usar sin moderación términos como «jactarse», «exagerar», «despotricar», «perorata» o «diatriba». Y cuando la victoria de Trump en 2016 no se atribuye exclusivamente a los tejemanejes del Kremlin, se achaca a la patología de sus electores: «Los que quieren a toda costa entender a los partidarios de Trump —explica un periodista de The Boston Globe tras vete a saber qué psicoterapia de masas—, se niegan a ver que todos los partidarios de Trump, ya pertenezcan a la clase trabajadora o a la alta burguesía, votaron en función de su interés principal: preservar una identidad estadounidense que sea a la vez blanca, cristiana y heterosexual” (3).

Mejor no pensar en la estupefacción del autor cuando el pasado noviembre descubre que uno de los pocos grupos demográficos que han votado menos por Trump que cuatro años atrás ha sido el de los hombres blancos. Y que, en cambio, el candidato republicano ha hecho progresos entre negros e hispanos. Una especie de terrorismo de la ortodoxia prohibía plantear esa hipótesis y explorar sus eventuales causas, puesto que habría contradicho todos los relatos mediáticos dominantes. Además, siempre hay cosas más urgentes que hacer, más descansadas también: una investigación sobre el Ku Klux Klan, QAnon, o un reportaje sobre Tony Hovater, militante neonazi de Ohio (25 de noviembre de 2017). Sin embargo, hasta en ese caso, hay peligro: por haber mencionado algunos detalles irrelevantes de la vida cotidiana de dicho individuo mientras exponía su racismo y odio hacia los homosexuales, The New York Times tuvo que excusarse al día siguiente. En efecto, acababa de «normalizar» a un nazi cuando los lectores más «despiertos» (woke), es decir, los más sectarios y obtusos, solo querían saber una cosa: que era nazi.

Rara vez en la historia una «resistencia» fue tan cómoda y lucrativa. Cómoda, puesto que casi toda la actualidad se reduce a un tema: Trump. Como el médico charlatán de Molière que replica «los pulmones, los pulmones, le digo» a la menor pregunta de su paciente, los grandes medios de comunicación estadounidenses interpretan cualquier noticia de actualidad a través de ese prisma, hasta cuando hablan de la degradación de la economía italiana, y reaccionan ante cada ráfaga de tuits presidenciales regocijándose o indignándose en función de su línea editorial. Dado que el héroe o el objetivo de estos intercambios no es ni demasiado modesto ni demasiado discreto, el programa —el espectáculo— está asegurado. El periodista Michael Massing hizo notar que algunos días «The Washington Post publicaba más de una docena de artículos sobre Trump y la política de Washington frente a solo uno o dos sobre el resto del país». En cuanto al resto del mundo, salvo cuando Trump se involucraba o le involucraban en él, más valía obviarlo.

Esta fijación enfermiza no solo tuvo inconvenientes. «Cubrir a Trump —añadía Massing— hizo famosos a algunos de los corresponsales de la Casa Blanca, lo que les permitió facturar decenas de miles de dólares por cada una de sus conferencias, mientras que sus cuentas de Twitter conseguían cientos de miles de seguidores” (4). Y cuando, por casualidad, el presidente de Estados Unidos arremetía contra uno de estos periodistas, para ellos era la gallina de los huevos de oro: gran contrato con un editor e incorporación en calidad de asesor a una de las numerosas cadenas hostiles al presidente. Por ejemplo, Jim Acosta, de Cable News Network (CNN), publicó un libro superventas y Yamiche Alcindor, de Public Broadcasting Service (PBS), se convirtió al mismo tiempo en comentarista de MSNBC. Razones más que suficientes para animarles a endurecer su tono.

Montañas de información manipulada

La veneración por la precisión y el respeto por los hechos desaparecieron. Dado que el enemigo jurado (Trump) mentía con desconcertante desenvoltura, los periodistas que le «hacían frente» siguieron su ejemplo. Con las fake news de la Casa Blanca ocupándoles a tiempo completo, el examen de sus propios errores profesionales se dejó para más adelante…o para nunca. Aunque en términos de manipulación diaria el expresidente ­ganaba sin esfuerzo a todos sus adversarios, no era el único luchador en el ring de la desinformación.

Desde la fotografía de uno de sus mítines tomada varias horas antes de que comenzara para sugerir la ausencia de público (The Washington Post), hasta el montaje de las declaraciones de su secretario de Justicia para reprocharle no haber recordado precisamente lo que se había cortado (NBC News), las patrañas normalmente reservadas para tiempos de guerra y enemigos extranjeros se vuelven algo habitual en el frente interno.

El día en que Trump entra en la Casa Blanca, Time abre la veda afirmando erróneamente que el busto de Martin Luther King ha sido retirado antes de la llegada del nuevo inquilino. Por supuesto, este, con su cara de cemento armado, saca partido de cada una de esas alteraciones de la verdad: «Con ellos, todo tiene mal aspecto porque manipulan y sus noticias son repugnantes. ¿Qué ha sido de la prensa y el periodismo honestos?». ¿Y qué decir de las montañas de información manipulada y las miles de horas de programas paranoicos, un bombardeo mediático que durará cerca de tres años, conocido bajo el nombre de Russiagate? Por mucho que le pese al «defensor del lector» de The New York Times, es dudoso que ese Watergate al revés, ese Pearl Harbour del periodismo estadounidense, merezca una nota honrosa, «a la altura de los juicios de la historia». Pero todo dependerá de los examinadores: unos meses antes del informe Mueller, que invalidará su hipótesis, unos periodistas obtienen un premio Pulitzer —en lugar de unas orejas de burro— por haber investigado los vínculos entre Rusia y la campaña del candidato republicano (5).

Afianzar las convicciones y los prejuicios

Para un presidente infatuado y deseoso de forjar en su provecho un culto a la personalidad, nada mejor que esa focalización obsesiva, a menudo llena de odio, de sus execrados adversarios. Decir que jugó con los medios, jugó contra ellos y les marcó un gol sería quedarse corto. «¿Sabes por qué os ataco? —le confiesa un día a una periodista de la CBS que le manifiesta una abierta hostilidad—. Para desacreditaros a fin de que nadie os crea ya cuando publiquéis información que me sea hostil». En ese terreno de las relaciones públicas, el multimillonario neoyorquino tenía oficio, puesto que ya en 1987 explicaba en su libro The Art of the Deal: «La prensa siempre está deseosa de historias espectaculares. Si eres un poco vistoso y generas controversia, hablará de ti. A la mayoría de los periodistas les da igual la esencia de lo que dices, buscan un enfoque sensacionalista». Y añadía: «Esto puede haber jugado a mi favor…»

Treinta años después, dedicó gran parte de su primera rueda de prensa en la Casa Blanca a cargar contra los medios de comunicación. Los periodistas la consideraron desastrosa para el presidente, pero la experiencia práctica de un comentarista conservador fue muy diferente: «Estaba en un gimnasio y todo el mundo miraba la rueda de prensa. Se reían y decían que Trump se los estaba comiendo crudos. Los periodistas no se dan cuenta de lo que les está haciendo». Un bloguero de The Washington Post se lo explicó rápidamente: «Trump entiende que, a ojos de sus seguidores, los medios de comunicación representan todo lo que detestan de la sociedad estadounidense: elites que viven en la costa, graduadas en las mejores universidades privadas del país y que piensan que la gente normal es estúpida e ignorante» (6).

En resumen, odio contra odio. La receta incrementó fabulosamente las tiradas de los periódicos de la oposición, los índices de audiencia de las cadenas militantes (como Fox News y MSNBC) y el número de seguidores de la cuenta de Twitter de Trump (88 millones el día de su suspensión). Cuarenta años antes, la prensa había tratado sin miramientos al presidente demócrata James Carter. Sin embargo, este último admite que su lejano sucesor ha soportado algo mucho peor: «Los medios de comunicación no dudan en hacerlo pasar por un enfermo mental. Han sido más duros con Trump que con cualquier presidente que haya conocido» (7). Enfermo mental, pero no solo eso: pocas horas después de la elección de Joseph Biden, el reportero estrella de la CNN Anderson Cooper califica al presidente derrotado pero aún en el cargo de «tortuga obesa tumbada boca arriba y que gesticula bajo un sol abrasador». Casi al mismo tiempo, en MSNBC, el historiador Michael Beschloss expresa su alivio: «Como sabéis, mi mujer y yo tenemos dos hijos veinteañeros. Durante tres años y diez meses, he sentido que estaban en peligro. Ahora ya no tengo que preocuparme de que nuestros funcionarios trabajen para un Gobierno extranjero. Y creo que esta noche podré volver a dormir tranquilo».

El tono fue igual de exaltado en el bando mediático opuesto, ciertamente menos representado en la gran prensa, pero apoyado por una miríada de sitios web que destilan odio hacia los demócratas. El 30 de marzo de 2020, una joven periodista enternecida le pregunta a su héroe en Fox News: «Señor presidente, ¿puedo hacerle una última pregunta?: ¿cómo podemos rezar por usted?». Unas semanas antes, en esa misma cadena (de la que acaban de despedirlo), el periodista económico al que Trump llama por entonces «el gran Lou Dobbs» llega a expresar su disgusto por el hecho de que Estados Unidos pierda el tiempo en elecciones: «Considerando todo lo que este presidente ha logrado y lo que hace todos los días, es repugnante que tengamos que pasar por esto. Si los demócratas reconocieran su inteligencia y clarividencia, su capacidad para ser el líder del mundo libre, no habría votación en noviembre: le dejarían el campo libre».

Así, en uno y otro bando, se busca afianzar las convicciones, los prejuicios y la animosidad de un público militante a fin de que la angustia permanente de lo que podría pasarle le impida vivir sin su medio de comunicación, cuya menor desviación sancionará enseguida mediante una avalancha de comentarios ofendidos. En The New York Times, las recomendaciones del «defensor del lector» se han aplicado al pie de la letra, puesto que todos los cronistas del diario abominan del actual residente-golfista de Mar-a-Lago; de lo contrario, serían inmediatamente expulsados. En su investigación de agosto de 2018, Massing observaba que uno de ellos, Charles Blow, había dedicado 36 de sus 42 columnas de opinión del año a la denuncia del presidente republicano. La última de la época estudiada se titulaba sobriamente «Trump, traidor que traiciona» (8).

Dirigirse a un público partidista, darle lo que espera, ocultar lo que podría molestarle, recibir homenajes y recompensas no constituye la trayectoria habitual de una «resistencia». Sin darse cuenta, el país que enarbola el estandarte de la democracia mundial llega incluso a adoptar algunas de las técnicas de manipulación de los dictadores árabes. El investigador Peter Harling ha explicado cómo funcionan: «Insisten en los puntos de fricción, los exacerban y buscan el conflicto. Al radicalizar a una parte de su sociedad, consolidan su posición en otra parte de la misma y evitan toda clase de programa constructivo: el miedo a lo que podría reemplazarlos basta para mantenerlos en el poder» (9).

El repertorio habitual de las redes sociales refuerza ese engranaje: indignación y exageración permanentes; focalización de todas las ansiedades latentes en un omnipresente blanco maléfico; capacidad de pasar instantáneamente de un ciclo de pánico a otro sin sentirse nunca en la obligación de explicar por qué lo peor siempre es diferido. Esos ingredientes prácticamente garantizan que las comunidades y los sentimientos de solidaridad se aglutinarán en torno a miedos y paranoias contrapuestos. Sin embargo, como resume con humor el periodista de izquierdas Matt Taibbi, pueden convivir en un mismo hogar. Así, Fox News primero tuvo como público objetivo «a ese tío tuyo de derechas un poco chalado al que ofrecería un canal donde se sucederían historias de inmigrantes y minorías que cometen delitos. Después aparecieron en el mercado otros medios con ganas de complacer al chaval que lleva una camiseta del Che. Si ambos ven canales diferentes en habitaciones diferentes, conseguirás que terminen odiándose entre sí» (10).

El punto ciego de los comentarios

Pero no necesariamente por los motivos adecuados. Porque suponiendo que el admirador del Che haya sido educado políticamente gracias a MSNBC, la «cadena de resistencia» frente a Trump, apenas habrá sabido nada de la decisión más mortífera de su presidencia, su inquebrantable apoyo a la guerra saudí contra los hutíes en Yemen; un apoyo al que Biden acaba de poner término. En 2018, cuando las víctimas civiles yemeníes ya se contaban por miles, MSNBC dedicó al conflicto solo un reportaje. La cadena se mostró menos discreta sobre el amorío de Trump con una estrella porno, que fue objeto de 455 crónicas (11). Hace ya unos años, al enumerar los temas de campaña a su entender prioritarios —el cambio climático, las desigualdades de renta y riqueza, el coste de la educación y la sanidad—, Bernie Sanders observaba que «los medios, que son un instrumento de la clase dominante de este país, prefieren que se hable de cualquier cosa antes que de las cuestiones importantes».

Ahora bien, ese es el punto ciego de los comentarios sobre la polarización de la opinión pública estadounidense. Esta polarización se genera más fácilmente en torno a las cuestiones «culturales» más vendibles en cada momento —retirada de estatuas de generales sudistas, cierre de iglesias y uso de mascarillas debido a la covid-19, comentarios sexistas atribuidos al senador Sanders y posterior desmentido suyo, confrontación verbal entre un joven partidario de Trump y un amerindio—, habida cuenta de que la lista de cuestiones sobre las cuales no existe ningún desacuerdo profundo ni discusión entre los dos bandos principales es todavía más larga. Basta con citar algunas para darse cuenta de que no son secundarias: ambas cámaras del Congreso aumentan los presupuestos ya hipertrofiados del Pentágono por abrumadora mayoría, sin que los medios de comunicación presten atención; hace cuatro años, el Senado votó sanciones contra Rusia por 98 votos frente a 2; este acaba de confirmar el mantenimiento de la Embajada de Estados Unidos en Jerusalén por 97 votos frente a 3; la venta de armas ofensivas a Ucrania, a la que se había opuesto el presidente Barack Obama, ha sido validada por su sucesor con el apoyo casi unánime de los parlamentarios y los medios de comunicación; cuando en abril de 2017 el presidente Trump decidió bombardear Siria, 46 de los 47 editoriales publicados sobre el tema por los 100 principales periódicos estadounidenses elogiaron esa acción de guerra, contraria al Derecho Internacional; la administración de Biden, a su vez, afirma que Juan Guaidó es el presidente legal de Venezuela; también acaba de seguir los pasos de la administración de Trump al reclamar la extradición de Julian Assange, perseguido por Estados Unidos por haber revelado al mundo algunos de los crímenes de guerra estadounidenses.

En sociedades divididas y desorientadas, el comercio de las guerras culturales hace prosperar a los medios de comunicación. En espera de días más felices, ese tipo de discordia entretiene a la población con sus juegos circenses.

Tomado de Le Monde Diplomatique

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