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Deberes con Fidel Castro

Los años transcurridos desde su muerte no apagan la confianza profundamente popular, y verdadera, que en vida suya condensaron frases como “¡Si Fidel lo supiera!” No se trata de idealizar a un líder —en su caso, El Líder, sin restricciones—, ni de suponerlo capaz de realizar lo que ni a él mismo le sería posible.

Cuidémonos de los extremos de tal idealización, hasta para no terminar usando la imagen del héroe contra la obra que él legó y debe prolongarse en las circunstancias de hoy, un uso en el que parecen coincidir algunos tirios y algunos troyanos. Para no perder el rumbo es indispensable cuidar la guía de su fundador, insustituible: su liderazgo, precisó Raúl Castro, no podría continuarse individualmente, sino por una dirección colectiva fiel a su legado, con virtudes suficientes —honradez, constancia, inteligencia, capacidad de imantación— para cumplir esa tarea.

No era una figura ceñible a lindes nacionales. Cuando aún vivía, una pregunta era frecuente en el país: ¿Quién será el relevo de Fidel? Expresaba una preocupación fundada —¿cómo vivir sin él?—, pero que parecía rodearse de un aldeanismo que no dejaba de serlo porque se basara en la identificación más respetuosa. No se es original al decir que la trascendencia del Comandante se ubica en un ciclo que une a Venezuela y Cuba en el ámbito histórico, político, cultural y afectivo de nuestra América.

El sucesor más ostensible de Simón Bolívar no fue otro venezolano, sino un cubano que también se sintió hijo de Venezuela, José Martí. Si tal continuidad se dio en el siglo XIX, el XX la vería en Cuba, entre Martí y Fidel Castro. Y si algo lanzó al mundo la señal de la prolongación de un liderazgo similar al de este último, se dio en Venezuela, con Hugo Chávez.

A diferencia de Bolívar y Martí, Fidel y Chávez compartieron contemporaneidad en la acción, vínculos personales. Pero el continuador murió antes del dirigente en quien él mismo reconoció a su padre político. En el hecho de que a Chávez, además de no serle dada la longevidad de Fidel, muriese antes, no cabe descartar —se han hecho notar indicios— que tuvieran éxito los afanes homicidas con que el imperialismo fracasó incontables veces en el caso del revolucionario que se burlaba de ellos.

Las tareas que los cuatro luchadores latinoamericanos nombrados acometieron y encabezaron, fueron truncadas por sus respectivas muertes y por algo que reforzó los vínculos de la relación histórica en que se inscribieron. Bolívar previó, y condenó, un mal cuyo enfrentamiento sería tarea de vida para Martí, Fidel y Chávez: en carta del 5 de agosto de 1829 a Patricio Campbell, representante de Gran Bretaña en los Estados Unidos, Bolívar sostuvo que estos últimos parecían “destinados por la Providencia a plagar la América de miserias, en nombre de la libertad”.

La lucha contra ese mal ha incluido tareas medulares vinculadas con la soberanía de los pueblos y con la justicia social, y de esa lucha las presentes líneas recuerdan en particular —al calor de su aniversario 97— a quien dejó en La historia me absolverá un programa que conserva vigencia: en los propósitos de la movilización colectiva, el ejemplo personal y los fines emancipadores. Tampoco él pudo ver consumadas todas las esperanzas que defendió para su pueblo, pero sembró pautas para continuar el empeño.

El imperio, que fue tenaz en el afán de asesinarlo, seguirá haciendo todo lo imaginable para impedir que el empeño del Comandante se haga realidad plena. Y frente a eso el legado del Líder  perdura y nos recuerda que el imperio no podría destruirnos, pero nosotros mismos sí. Siempre que se acuda al texto que se conoce como su Concepto de Revolución para llamar a “cambiar todo lo que debe ser cambiado”, añádase que no hay por qué cambiarlo todo, aunque a veces no quede otra opción que cambiar: hay logros y metas que es preciso mantener con el mayor cuidado.

El propio Comandante los plasmó en el mismo texto, que es parte de su discurso del 1 de mayo de 2000. Tras sostener: “Revolución es sentido del momento histórico”, y reclamar que se hicieran los cambios necesarios, enumeró enseguida ideales que redondean lo que él entendía por Revolución: “es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos; es desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional; es defender valores en los que se cree al precio de cualquier sacrificio; es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo”.

Como nada de eso ha de abandonarse, ni se logra por designios sobrenaturales, concluyó: “Revolución […] es luchar con audacia, inteligencia y realismo; es no mentir jamás ni violar principios éticos; es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y las ideas. Revolución es unidad, es independencia, es luchar por nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo, que es la base de nuestro patriotismo, nuestro socialismo y nuestro internacionalismo.”

¿Grande nuestra deuda con Fidel? Sí, y no podría ser de otra manera. Inmensa fue su entrega a la voluntad de alcanzar para el pueblo el bienestar que el pueblo merece. Siempre habrá que volver a La historia me absolverá, “si de lucha se trata”. Y el Comandante rebasa fronteras, como las rebasó —los dos siguen haciéndolo— José Martí, en quien él supo ver que estaba, y está, el “guía eterno de nuestro pueblo”, su propio guía, no solo como autor intelectual de los sucesos del 26 de Julio.

El desbordamiento de lindes por ambos remite a una máxima de Martí que suele citarse sin su contexto: “Patria es humanidad”. El alcance de esas palabras, que se leen en la sección “En casa” del número del periódico Patria correspondiente al 25 de enero de 1895, se halla en lo añadido por Martí: patria “es aquella porción de humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer;—y ni se ha de permitir que con el engaño del santo nombre se defienda a monarquías inútiles, religiones ventrudas o políticas descaradas y hambronas, ni porque a estos pecados se dé a menudo el nombre de patria, ha de negarse el hombre a cumplir su deber de humanidad, en la porción de ella que tiene más cerca. Esto es luz, y del sol no se sale”.

Sobran razones para extrañar especialmente a Martí y a su discípulo ante las actuales circunstancias del mundo, y de Cuba en particular. Para quienes recuerdan cómo el compromiso táctico con la Unión Soviética no llevó al Comandante a justificar acríticamente la invasión de 1968 a Checoslovaquia, estará permanentemente en pie su convicción, o advertencia —que enfatizó al tratar ese tema—, de que nuestro pueblo no aceptaría jamás una invasión extranjera. Las lecciones de 1998 no se desatenderían.

Tampoco era un defensor de la paz indigna. Revolucionario constante, supo cuándo procedía apoyar a guerrillas nacientes, y cuándo Cuba se debía meter de lleno en una guerra como la de Angola contra enemigos de ese pueblo y de la humanidad. El concurso cubano a esa causa fue decisivo contra el criminal apartheid, y mereció la admiración de Nelson Mandela, a quien —¡vaya logro!— parece que no se atreven a cuestionar por las claras ni quienes más quisieran aniquilar su herencia, su ejemplo.

Pero también, llegado el momento, el Comandante apoyó la búsqueda de paz en Colombia, aunque significara desmovilizar guerrillas que —como la de Cuba, que él encabezó— habían surgido de la vocación emancipadora. Fiel intérprete de Martí, vale suponer que recordaría lo respondido por este en carta del 13 de octubre de 1880 al general Emilio Núñez, quien le había consultado si debía deponer las armas cuando ya la contienda en que participaba en Cuba, la Guerra Chiquita, estaba sofocada.

Martí le respondió a Núñez: “Un puñado de hombres, empujado por un pueblo, logra lo que logró Bolívar; lo que con España, y el azar mediante, lograremos nosotros. Pero, abandonados por un pueblo, un puñado de héroes puede llegar a parecer, a los ojos de los indiferentes y de los infames, un puñado de bandidos”. Por muy falsa que fuera, esa apariencia sería un arma que los enemigos del pueblo sabrían manejar astutamente.

Para solo citar hechos ocurridos en vida del Comandante, recordemos sus esfuerzos por impedir que el gobernante de Irak cayera en la trampa de invadir a Kuwait, lo que, además de ser un acto violatorio, daría pretextos al imperialismo estadounidense y sus aliados para agravar la tragedia que todavía sufre el pueblo iraquí. O sus advertencias para que el gobernante de Libia no facilitara argumentos al llamado Occidente, que planeaba la masacre que hoy sigue martirizando al pueblo libio.

¿Ignoraba el Comandante que de todas maneras las fuerzas imperialistas seguirían urdiendo estratagemas y subterfugios de los cuales valerse? El zahorí político, que conocía muy bien al imperialismo, no ignoraría esa realidad. Pero buscaba caminos que dificultaran la consumación de tales planes o, por lo menos, el montaje de sus asideros.

La recordación del Comandante no es cuestión de efemérides, ni es necesario idealizar sus lecciones para calar en todo lo que todavía pueden enseñarles a su país y al mundo.

(Foto de portada de Alberto Korda, 1966).

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

4 thoughts on “Deberes con Fidel Castro

  1. Excelente disertación de Toledo Sande. Sus artículos son clases magistrales, ventanas a la historia patria, luces de la verdad.

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