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La arrogante realidad: crisis democrática y asedio del lenguaje

Vivimos tiempos confusos, en los dos sentidos que el diccionario otorga a esta palabra. Confusos por la falta de claridad, orden, rumbo y razón con la que parecen suceder los acontecimientos, y confusos porque ante esta realidad de contornos culturales tan difuminados y borrosos —que ya ha traspasado la liquidez de la que nos habló Zygmunt Bauman, pues desborda cualquier recipiente conceptual, desparramándose, quedando fuera de foco, convertida en un desconcertante holograma carente de nitidez— nos movemos erráticamente, por impulsos irracionales, aparentemente incapaces de armar un andamiaje crítico y reflexivo con el que estructurar nuestros pensamientos y al que amarrar nuestras acciones.

Es el verbo, la palabra, el lenguaje, lo que crea nuestra realidad. Si no tenemos palabras para un sentimiento, una idea, o incluso un objeto, ese sentimiento, idea u objeto no es algo realmente existente. No tiene forma y, en su indefinición, se mueve en el territorio desenfocado y sin perímetro de la confusión. Al carecer de perfil, se vuelve escurridizo, y sus límites se tornan inaprehensibles a las artesanas manos del lenguaje con las que amasamos la realidad.

De hecho, la etimología de definir está vinculada a la noción de fin, de límite. Así, definir es establecer los márgenes, el trazo y las curvas de un concepto, lo que lo hace particular y único. Hay quien asegura que definir está, además, emparentado etimológicamente con el concepto de defender, razón por la cual defender lo indefinido es un oxímoron, una misión imposible. Y es aquí donde lo confuso se vuelve peligroso, porque una sociedad despojada de la precisión del lenguaje es una sociedad indefensa. Cuando nuestro entorno cultural empieza a asediar a la palabra, y a quienes pretenden poner en valor y educar en la sutileza del lenguaje —y del conocimiento que de él se deriva—, deberían saltar todas las alarmas, porque se está legitimando una cosmovisión en la que cualquier despropósito no sólo se hace posible, sino inmune al debate y, por tanto, políticamente metastásico.

Los indicadores son múltiples y severamente preocupantes. No es infrecuente ver cómo se desprecian, desde las más altas tribunas públicas, los debates serenos, los discursos matizados, los que incluyen escalas de grises, los que intentan refinar el análisis.

El imperativo del titular, de la respuesta monosilábica, del zasca parlamentario o electoral, del maniqueísmo político y cultural, del pensamiento a golpe de tuit, de la velocidad como valor supremo está —al contrario de lo que irresponsablemente nos pretenden vender— condenando a muerte a la claridad. No se es más claro por responder solamente sí o no a una pregunta. No se es más preciso, ni por supuesto más honesto, por únicamente posicionarse a favor o en contra de tal medida, tal idea o tal acción interpretativa.

Es fundamental reivindicarlo con vehemencia: esa simplificación interesada, ese empobrecimiento del lenguaje, ese desdén a los matices, ese ataque frontal a la reflexión, hija del sosiego, es la estocada fatal que le estamos dando a la claridad, y la coronación definitiva del reino de la confusión. El desprecio a quien puntualiza, a quien reclama precisión, a quien agrega complejidad, ciencia y conocimiento a la conversación, inunda el discurso mediático, cabalgando desbocado sobre el lomo dopado de las redes sociales, e impregna el debate político y —¡horror!— las artes y el mundo académico, desde la escuela primaria a la universidad. El grito inquisitorial de «¡hereje!» ha sido sustituido por el de «¡arrogante!» y es blandido con llameantes lenguas de odio contra quienes se atreven a introducir el rigor gramatical o etimológico, la sutileza analítica, la duda metódica o el peso factual de la ciencia contrastada. La voz experta no sólo ha sido desplazada del ágora pública por la opinión banal y desinformada de una creciente plaga de doxósofos —como diría Pierre Bourdieu— que sientan cátedra de cualquier disciplina y desprecian con displicencia ignorante la argumentación calmada del saber y la investigación, sino que es constantemente deslegitimada, interrumpida, descontextualizada y hasta insultada con una soberbia pretendidamente democrática.

En música, artes plásticas, escénicas y visuales, literatura, periodismo, en la crítica artística o en el discurso político, hemos convertido la caza y pesca de «me gustas», seguidores, estadísticas de visualización y votos en la única brújula que nos guía, elevando a community managers, agencias de relaciones públicas y estudios de demoscopia a la categoría de comisarios dictadores de contenidos culturales, currículos académicos y programas políticos. Paralelamente, como explica brillantemente Alessandro Baricco, al canonizar la gamificación como única metodología válida para las experiencias humanas, estamos sacrificando toda actividad humana al mantra anfetamínico de que sólo lo que provoca satisfacción inmediata es socialmente relevante y culturalmente aceptable, reduciendo a una sola dimensión, a un pensamiento superficial de velocidad suicida y voracidad cocainómana, la serena y compleja pluralidad de las expresiones artísticas y las realidades sociales, y desestimando miopemente el rigor, el apasionante viaje desde la formación humanística a la especialización y la profundización, y la inversión de tiempo y sosiego como herramientas esenciales de acceso al inmenso placer del conocimiento.

La batalla fundamental por la democracia como la construcción más lograda para nuestra convivencia cívica pasa necesariamente por recuperar política y culturalmente la urgente dignidad del saber y, con ella, la de la complejidad y el refinamiento del lenguaje, librando una lucha cultural sin cuartel contra la mediocridad empobrecedora de un discurso que va camino de ser ya hegemónico en cualquier ámbito de la sociedad. Confundir democracia con ciencia o conocimiento es el resultado de una cínica y falaz deriva instigada multimillonariamente por quienes saben que tal confusión es el caldo de cultivo perfecto para el triunfo de los totalitarismos, los fanatismos y los oligárquicos intereses privados que operan en contra del bien común. La ciencia, el conocimiento y el rigor en la búsqueda de la verdad factual no responden a arbitrios «democráticos». Lo verdaderamente democrático es entender que no hay mayor nobleza política, ni más eficiente vacuna contra la pandemia del fanatismo, que defender una educación —pública, accesible y bien dotada— que forme a una ciudadanía militante en la racionalidad y en valores lamentablemente desprestigiados por el posmodernismo pedagógico pero esenciales en la artesanía del pensamiento crítico: la disciplina intelectual y cívica, y la muy ilustrada y democrática ética del esfuerzo, única oposición posible a la ética malcriada del privilegio. No hay democracia posible sin un demos armado de un andamiaje teórico capaz de debatir y rebatir la mentira y la manipulación de quienes niegan los hechos, tuercen los conceptos y confunden torticeramente nuestro derecho inalienable a la participación política y a la opinión pública con el demagógico enaltecimiento de voces que desprecian sistemáticamente la autoridad de la ciencia y el rigor racional, y denigran —como si fuera una frivolidad altiva, elitista y presuntuosa— el uso cuidadoso, reflexivo y matizado del lenguaje, vilipendiando así el conocimiento que de tal uso se deriva e insultando subliminalmente la inteligencia de la ciudadanía.

No hay pluralidad sin sutileza. No hay comprensión ni comunicación posible, ni en la vida, ni en la política, ni en el arte, sin la precisión de una gramática compartida.

La palabra es el último recurso de quienes no somos propietarios de los medios de producción. Sin ella sólo hay caos. Y sólo educando en su valor ilustrado es posible vislumbrar la claridad de un futuro, ahora confuso, en el que la democracia, hija del sueño enciclopedista y republicano de libertad, igualdad y fraternidad, sea compatible con una existencia sostenible en un planeta en crisis, de recursos finitos, cuya salud pública, emergencia climática y deriva medioambiental no entienden ni atienden —¡qué arrogancia!— a titulares ciberanzuelo, simplificaciones monosilábicas, corazoncitos de Instagram y encuestas demoscópicas.

Tomado de CTXT

Cibrán Sierra Vázquez es Catedrático de Interpretación y Música de Cámara de la Universidad Mozarteum de Salzburgo, Premio Nacional de Música 2018 con el Cuarteto Quiroga y autor del libro El Cuarteto de Cuerda: Laboratorio para una sociedad ilustrada (Alianza).
https://ctxt.es/es/20230701/Firmas/43305/cibran-sierra-vazquez-palabra-educacion-demos-pensamiento-critico-arrogancia.htm

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Cibran Sierra Vázquez
Catedrático de Interpretación y Música de Cámara de la Universidad Mozarteum de Salzburgo, Premio Nacional de Música 2018 con el Cuarteto Quiroga y autor del libro El Cuarteto de Cuerda: Laboratorio para una sociedad ilustrada (Alianza).

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