Wangüemert
CON DOS DEDOS

El Wangüemert que yo conocí

El noticiero televisivo de las ocho de la noche lo hizo sumamente popular. Parecía que nada sucedía en el mundo si él, en cada jornada, no le daba el visto bueno a la situación internacional. Sutil, irónico, siempre atractivo, sus comentarios diarios en una época en que no existía internet sobresalían por las agudas apreciaciones del comentarista y la hondura de sus juicios respaldados por su carisma y fuerte personalidad que le confería a las palabras una validez incuestionable.

Luis Gómez Wangüemert es una leyenda del periodismo cubano. Una leyenda olvidada. Lo admiré mucho, pero no tuve con él una relación estrecha; no solo por la enorme diferencia de edad que existía entre ambos, sino porque las circunstancias no lo propiciaron pese a que valoró y autorizó la publicación de mis primeros artículos en el  periódico El Mundo, de La Habana, en 1967.  Yo tenía entonces 18 años de edad y, gracias a él  me vi  metido de pronto en la página editorial del diario alternando con algunas de las grandes firmas del columnismo de entonces.

Una tarde, en una máquina de escribir prestada, redacté algo que me pareció un artículo. No me pareció del todo mal; era, incluso, publicable. Como no tenía a quien acudir, lo envié por correo a Wangüemert. A los pocos días recibí su respuesta. Aceptaba mi trabajo y, de manera implícita, me abría la puerta del periódico al decirme —me lo sé de memoria— “si vuelve a escribir para El Mundo, le ruego lo haga a renglón doble”, porque yo, ingenuamente, para que el material parecería más corto, lo escribí a renglón seguido.

Recibí otra carta suya cuando apareció el tercer artículo. De alguna manera supo que yo no había cobrado los honorarios por mis  colaboraciones y me detallaba los días y las horas en que podía acudir a la caja a cobrarlas. Me sorprendió que un hombre de su categoría se ocupara de cosas tan nimias; y más me sorprendió su siguiente mensaje  en que me decía que no enviase más mis colaboraciones a través del correo, sino que fuera al periódico y se las entregara a su secretario, Alfonso Canto, o a él, personalmente.

Esa hubiera sido una buena oportunidad para acercármele, sin embargo,  yo no quise o no supe aprovecharla. Lucía tan ocupado siempre que no podía permitirme sacarlo de su rutina. El Mundo era todavía un periódico como son los periódicos: en cada edición había tres editoriales, una página editorial con colaboradores de mucho prestigio —Loló de la Torriente, Raúl Aparicio, Samuel Feijóo, Salvador Bueno, Alfredo Núñez Pascual, Cintio Vitier, José de la Luz León, que hizo célebre el seudónimo de Clara del Claro Valle…—,  clasificados, obituarios, columnas como “Mundo católico” —que escribía monseñor Carlos Manuel de Céspedes—,  y “Mundo protestante”, la cartelera con el programa de todos los cines de la ciudad  -—más de cien—, la programación de los espectáculos en cabarets y clubes,  el suplemento de los domingos —“El Mundo del Domingo”—  a cargo de González Manet…

Wangüemert se leía todo aquello, hasta la última esquela mortuoria; por otra parte, tenía una agenda muy apretada como director de periódico y personalidad social, reuniones, almuerzos, recepciones, viajes, consultas…, creo que también fue consejero de Estado —acompañó a Fidel, en su primer viaje a la ONU—. Era, además, un lector insaciable, con una biblioteca personal de unos siete mil volúmenes. En un momento del día hacia un alto en todo aquello.

A las 6:45 de la tarde  se encerraba en su despacho. Su secretario no le pasaba llamadas telefónicas ni permitía interrupciones de ningún tipo. Quince, veinte minutos después salía con el comentario que leería en el noticiero televisivo de las ocho. No ingería bebidas alcohólicas, pese a que en la azotea del edificio había uno de los bares mejor surtidos de La Habana, y mantuvo casi hasta el final sus “asunticos” amorosos.

Una lección de Periodismo

Relataba Enrique Núñez Rodríguez que trabajó con él en la revista Carteles.

“Luis Gómez Wangüemert era su jefe de redacción.  Don Luis era un periodista en toda la extensión de la palabra. A su alrededor se sentaban, en la amplia sala,  hombres con caracteres disímiles como Jess Losada, el cronista deportivo, y Guillermo Cabrera Infante, entonces un despabilado guajirito que trataba de hacerse de un nombre. Como correctores, recordamos a un Elio Constantín joven y amable, que alternaba con sus crónicas sobre el fútbol el duro trabajo de ir limpiándonos de faltas de ortografía las cuartillas a los que no sabíamos entonces, ni sabemos ahora, colocar debidamente los acentos. Muy cerca de él, otro joven, Santiago Cardosa Arias, el chino Cardosa, con el afán de aprender chispeándole en los ojos rasgados. Y allí, también, Carlos Franqui, cuando no soñaba que un día  llegaría a ser director del principal órgano de prensa del país, puesto en sus manos por la Revolución a la que traicionó poco después. Gregorio Ortega, Lisandro Otero, Oscar Pino Santos, entre los jóvenes más prometedores. En los deportes, el ya mencionado Jess Losada, elegante y sonriente, González Barro, caballeroso y callado, y Agacino, inquieto y como asustado. En el campo “delincuencial”, Llano Montes, analfabeto y enterado, y Quílez Vicente, barroco y escandaloso. En la farándula, Germinal Barral, un Adolfo Menjou tropical, y Arturo Ramírez, distante y discreto”.

Prosigue su crónica el autor de ¡A guasa a garsín!:

“El 13 de marzo de 1957, el asalto a Palacio conmovió la redacción. Entre los mártires de aquel hecho heroico estaba el hijo de Luis Gómez Wangüemert. Todos acudimos a la mesa de trabajo del padre. Nunca olvidaré la recia estampa de aquel hombre, herido por un profundo dolor, que recibía las muestras de condolencia de sus colegas con una serenidad cercana al estoicismo. Las medias palabras de pésame fueron interrumpidas, de pronto, por aquella potente voz que lo hizo, después, el más escuchado y profundo de los comentaristas internacionales de la televisión. Dijo: –Bueno, a trabajar.  Y se sumergió en sus papeles,   sin una lágrima, ofreciéndonos lo que a mí me pareció, y me parece, la más digna lección de periodismo que haya recibido en mi vida”.

Se acaba El Mundo

Yo iba al periódico, a veces, por las tarde.  Fue así, por mera casualidad, que me tocó ver el  último día de Wangüemert en El Mundo.  Era el 20 o 21 de mayo de 1968, en una de esas tardes en las que se intuye que está pasando algo o que va a pasar, sin que se sepa con exactitud qué. A media tarde, quizás un poco antes, Wangüemert salió de su oficina, caminó hasta la redacción y ya en la entrada de esta dio dos o tres palmadas para llamar la atención de los periodistas que allí se encontraban. Dijo: “Señores, en este momento ceso como director de El Mundo. Agradezco vivamente a todos los que colaboraron conmigo en este empeño”. Dio media vuelta y buscó el elevador que un sujeto mantenía con la puerta abierta. Había dirigido el rotativo desde junio de 1960, cuando le tocó sustituir a Levi Marrero. Minutos después entraron los estudiantes de la Escuela de Periodismo, capitaneados por Raúl Rivero, que, con la arrogancia propia de la edad  y sin cortesía de ninguna clase, procedieron a desalojar de sus puestos a la que ya empezaba a llamarse “la redacción saliente”.  De ese trance no se libró siquiera alguien como el poeta Andrés Núñez Olano, a quien Raúl, sacó de su escritorio sin contemplaciones.

Ni yo, pese a ser más joven que los nuevos ocupantes del edificio, que estaban allí porque El Mundo pasaría a ser taller escuela de la Escuela de Periodismo, idea espléndida que propiciaría una mejor formación y una más provechosa práctica profesional, pero que no tardó en frustrarse,  porque el  19 de febrero del año siguiente un incendio casual o intencionado del edificio —no se supo  en aquel tiempo ni se sabe todavía—,  dañó  varias de sus áreas interiores y acabó con el valioso archivo de la publicación fundada en 1901.  El fuego destruyó la biblioteca y el archivo, incluidas las colecciones completas del El Mundo, y de la revista El Fígaro, así como 300 mil fotografías y 100 mil  grabados, y dejó intactos la imprenta y los almacenes. El Mundo, impreso en los talleres de Granma, continuó apareciendo hasta que el 5 de abril anunció que el matutino se “integra a las filas de Granma”.

Años después

Volví a ver a Wangüemert, después, la noche del 50 aniversario de la llamada “Protesta de los 13”, acto que tenía lugar en el paraninfo de la Academia de Ciencias, en la calle Cuba casi esquina a la calle Amargura, en el mismo escenario de aquella protesta que en 1923 encabezó Rubén Martínez Villena.

Wangüemert figuraba en el panel; era, de los panelistas, el único que había participado en el suceso, pero lucía ausente, distante. Él, que podía haber dicho tanto por ser protagonista de los hechos, no habló. Cuando alguno de los panelistas aludió a la corrupción político-administrativa del gobierno de Alfredo Zayas, pareció volver del limbo en que estaba instalado y, con su voz grave, pastosa y socarrona, recordó la famosa frase de Manuel Márquez Sterling, aquella de “Contra la injerencia extraña, la virtud doméstica”.

Al terminar el acto, me acerqué al estrado para saludarlo. Intercambiamos algunas frases de cumplido, pero no creo que me reconociera. Hombre acostumbrado al trabajo y a la toma de responsabilidades, no debe haberse sentido a gusto con el puestecito que le dieron en el Movimiento Cubano por la Paz.

Sufría, al final de su vida, de enfermedades imaginarias, y aunque algunos amigos, como el escritor Enrique Serpa, no dejaron de visitarlo, debió  morir muy solo y con el pecado imperdonable de no haber escrito sus memorias.

Falleció en La Habana, el 12 de septiembre de 1980. Había nacido en Santa Cruz de la Palma, Islas Canarias, el 15 de abril de 1901.

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Ciro Bianchi Ross
Es un intelectual, periodista y ensayista cubano. Su ejecutoria profesional durante más de 55 años le ha permitido aparecer entre principales artífices del periodismo literario en la Isla. Cronista y sagaz entrevistador, ha investigado y escrito como pocos sobre la historia de Cuba republicana (1902-1958). Ha publicado, entre otros medios, en la revista Cuba Internacional y el diario Juventud Rebelde, de los cuales es columnista habitual. Premio Nacional de Periodismo "José Martí" en 2017.

3 thoughts on “El Wangüemert que yo conocí

  1. Excelente trabajo que rescata la olvidada pero imprescindible figura de un nombre que no puede ser ignorado cuando se hable del periodismo cubano y que fuera injustamente tratado por los decisores de entonces. Honor a quien honor merece.

  2. Le agradezco profundamente su muy sentido y honesto recuerdo de mi abuelito.
    Fue mi ser mas querido y mi mas importante maestro. Me alegra muchísimo que usted lo recuerdo como un gran ser humano y gran hombre de las letras cubanas.
    PS: también siempre tratada de mejorar mi horrible uso de los acentos gramáticos.

  3. Tengo 65 años y recuerdo su imagen en el Noticiero de TV, impecablemente vestido y siempre terminado su comentario con: “.. y muy buenas noches amigos míos” yo no entendía nada de los temas pero si su fuerza comunicativa, gracias por el excelente artículo

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