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El dilema amoroso del jefe de redacción

Revisa los papeles que guarda en varias gavetas de su buró. En el piso, cercano, el cesto. Le dará camino a lo que ya no sirve.  Arruga, rompe, y hacia la basura. De pronto, una hoja amarillenta, arrancada de una libreta de sus tiempos escolares, con varias líneas escritas con lápiz, lo estremecen.

Habana, diciembre 4 de 1957

Amor mío:

Te envío esta carta para decirte que busques la manera de salir más aunque sea al pasaje para podernos ver más a menudo y cerca uno del otro.

Yo ya no puedo vivir sin ti, así que busca la forma de vernos más. Mira siempre como aquel viernes a la esquina de Lucena cuando vengas en el ómnibus del colegio, casi siempre estaré en esa esquina para verte. Si yo fuera de más edad pediría tu mano pero espero poder pedirla dentro de poco. Tu admirador

Su firma al final y una posdata: …contéstame por escrito.

No tuvo valor para enviarla. Tampoco para botarla. Ahora, después de dejarse ganar por la nostalgia, le sale su cargo de jefe de redacción: no es la primera vez que lo ocupa en un periódico. A veces lo enajena.

Hay como una vergüenza invadiéndole y comienza a criticar la nota. Vaya, como si no la hubiera escrito hace un montón de tiempo, como si fuera un trabajo presentado por algún reportero novato.

Se flagela: me agarró lo cursi, lo trillado, suerte que no lo mandé a su destino. Si lo hago, esa muchacha se habría reído de mí por culpa de esa melaza romanticoide sin lirismo. Ni esperanza de que me hiciera caso. De contra, ahí no hay señales de un futuro escritor, ni hablar…

Dentro de él, surge un oponente. Señor jefe de información,  sí hay poesía, sí hay sueños, sí hay esperanza. Es mi primera carta de amor y la defiendo contra su frialdad que le impide encontrar, en ese escrito, a un muchacho de 15 años que arribaba muy sano al amor, junto a la lucha con los hierros para hacer crecer sus bíceps y tríceps; junto a su admiración por peloteros, pesistas, boxeadores, artistas, cantantes…

Aun, en eso trillado atacado por usted, latía la poesía más importante: la del vivir. Verdad, no hay indicios de escritor. ¿Y quién le dijo a usted que yo pensaba serlo? Me contentaba en atrapar una mirada de Melba, y resbalar con las mías por sus caderas y sus piernas para después recrearlas… Mi amada de entonces,  nunca se fijó en mí, y ni siquiera supo de aquel sentir.

Con la misma pasión, yo jugaba a la pelota en el Parque Maine, creyéndome Eddy Mathews, la tercera de los Bravos (de Boston), el de mejor promedio de jonrones por veces al bate en las Grandes Ligas; me fajaba con las pesas a ver si lograba el cuerpo de Steve Reese; entonaba un rock, un bolero, un corrido o un guaguancó, imitando a mis ídolos del canto, fueran Benny Moré, Pedro Infante, Jorge Negrete o Elvis Presley.

Recuérdalo, hermano… En esa etapa, no te las tenías que ver con títulos, encabezamientos, pies de fotos, ni revisabas los textos de alguien sobre actos, realizaciones, opiniones; ni en cuanto podías, testimoniabas en las cuartillas sobre batallas, o rodeabas con tu sensibilidad y tu visión determinado suceso.

Simplemente, sentías esa pasión que volviste a vivir cuando la tuvieron tu hija y tu hijo y tus nietas Sandra y Alejandra; y, ahora es realidad desde los descendientes más chicos, y seguirá capturando a los hijos e hijas de esas nietas y esos nietos y tu primer bisnieto.

Todo comenzó por el amor. Aquel incipiente por una adolescente de 14 abriles, que ahora también tiene nietos, aunque no sean tuyos. Ese sentimiento voló entre planetas y asteroides; nadó ríos, lagunas, mares; no despreció ciénagas, charcas; recorrió montañas; ascendió hasta las nubes.

Jamás se congeló: volvió a existir en diversos momentos, con diversas nuevas querencias.  Despierte, señor jefe de redacción. Le ha dado tanta alegría, tantos dolores que en su rara mezcla lo lanzaron hacia la dicha.

Algún día los más pequeños: los retoños de Adriana y Ernesto, cantarán al amor, a viva voz o internamente; sabrán de lo amargo y lo dulce, en fin, del amor. Gracias a ellos volverás a ser ese enamorado quinceañero, entregado en esa misiva que nunca envió, y al que no debes olvidar.

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