COLUMNISTAS PERIÓPOLIS

Imagen Cuba (I): Dialéctica de una realidad

No se equivoca quien piensa que la prensa es la expresión de la nación representada en sus espacios cotidianamente.

De ahí la existencia de una relación estrecha entre los medios informativos y el concepto de marca país reducida o confundida muchas veces con campañas de marketing y/o publicidad, aunque ambas disciplinas desempeñen un importante rol en su concepción y ejecución.

En esencia, la Imagen Cuba ha de entenderse como un hecho cultural y,  por tanto, simbólico, cuya magnitud y alcance abarca un heterogéneo campo de actores, intereses y expectativas. Hasta ahora, se ha visibilizado de manera puntual o intermitente por algunas entidades gubernamentales desde el limitado abordaje de campañas reactivas ante el accionar del vecino poderoso y adversario político, y, en otros casos, como operación de mercadeo para vender una postal turística.

Camino por andar en este campo, la concreción de tal proceso precisa tanto de un abordaje contextual como de enfoques y ejes de análisis contemporáneos para situar al tema en la justa perspectiva de su necesidad e importancia.

Uno de los soportes estratégicos destinado a sustentar ese relato multifacético de la nación por su valor directriz y metodológico es la Política de Comunicación del Estado y del Gobierno aprobada en 2018, cuya más reciente señal de vida desde entonces la encontramos en la creación del Instituto de Información y Comunicación  Social, anunciada en la Gaceta Oficial el pasado 24 de agosto.

Vale entonces subrayar lo expresado por el periodista, escritor y notable teórico de la comunicación boliviano, Luis Ramiro Beltrán (1930-2015), quien define la política nacional de comunicación como “(…) el conjunto integrado, explícito y duradero de políticas parciales, organizadas en un conjunto coherente de principios de actuación y normas aplicables a los procesos o actividades de comunicación de un país (1)”.

Es así como la imagen país deviene entidad donde se pone en juego la percepción de cómo una nación, una sociedad  en  su conjunto quiere ser vista, fenómeno, por demás, requerido de consenso y capacidad para manifestarlo. Se trata también de la asociación de ideas que de modo reflejo provoquen el distingo de lo nacional en el ámbito foráneo y, de manera muy concreta, en la mente del receptor de otro país.

Asimismo, no puede obviarse que esa manifestación de lo nacional es un prerrequisito, en el ámbito interno, para la gobernabilidad, y, en el exterior, para la reputación. También persigue dar cuenta de la diversidad, planteándose lo distinto como indispensable en tanto forma de convivencia en la llamada aldea global.

De ella puede  decirse, además, su condición de territorio simbólico donde se pone de relieve el valor intangible del prestigio de una nación. Como señala el sociólogo francés Pierre Bourdeau: “Los símbolos constituyen elementos de integración por excelencia, cuya aceptación contribuye a generar consenso en torno a una legitimidad de determinado orden sobre la base de valores, normas y principios morales socialmente compartidos” (2).

Por tanto, la marca país deviene visibilidad y comunicación del rostro nacional dibujado con los trazos precisos del ejercicio de la política, la economía, la cultura y el quehacer social, como también de la huella de su historia  e  identidad.

En esa dirección existe convergencia entre los investigadores al identificar  la comunicación estratégica como la política pública aprobada e implementada por la autoridad gubernamental con el interés de posesionar con primacía al país a partir del accionar proactivo y constante de mensajes con audiencias seleccionadas a través de diversos medios y canales. Tanto la marca país y la comunicación estratégica tienen sólido asidero en el ámbito de la Comunicación Política desde la representación de su creciente mediatización.

Desde esa perspectiva, la información de interés público se ha convertido en espacio decisivo de disputa simbólica y cultural, por tanto, escenario político e ideológico de batalla de ideas. Es decir, la dimensión simbólica de la comunicación mediática (y dentro de ella la comunicación periodística, en tanto narración de hechos verdaderos, actuales y de interés humano) se traduce en comunicación pública destinada a proporcionar y poner a circular relatos con sus versiones de la realidad insertos en modelos de interpretación del acontecer que, una vez reconocidos por la sociedad, adquieren rango de movilización social.

Como miembro de la comunidad internacional, Cuba interactúa en ese escenario y busca marcar su espacio de influencia desde las coordenadas simbólicas de sus principios y presupuestos identitarios.

Rostros antagónicos en contexto de disputa

El triunfo de la Revolución el primero de enero de 1959 se erigió también en un parteaguas en la percepción que se tenía hasta entonces de Cuba en el extranjero. Para entonces, el concepto de marca país no existía en el mundo, pero estaba ahí, de hecho, en las acciones como acto de dominación cultural.

Antes de esa fecha, la nación quedó caricaturizada como la tierra de la rumba y el ron, poblada por una raza de vagos y pícaros. Así nos tipificaban, pues era pertinente como esquema de representación acorde con la vieja doctrina de la “Fruta madura”. Basta remitirse a todo cuanto publicó sobre los cubanos William Randolph Hearst en su cadena de diarios para movilizar la opinión pública estadounidense a favor de coartar militarmente la independencia de Cuba en las postrimerías del siglo XIX.

Esa condición de subalternos mediocres requerida de “mentes y manos superiores” para llegar a ser “alguien” en la vida, la industria cultural de la época, liderada por la estadounidense, se encargó de martillarlo con premeditación y alevosía.

Con la victoria revolucionaria y el inmediato enfrentamiento frontal con el vecino norteño afloraron dos maneras de mostrar la isla desde trincheras opuestas. La gramática de lo acontecido en Cuba devino vertiginosamente campo de disputa simbólica con base en la controversia política, pues no puede soslayarse la naturaleza clasista e ideológica de los medios de comunicación.

Esa situación adquirió rango de guerra mediática a partir del hábil aprovechamiento hecho por EE.UU. desde entonces de su extensa red de poder simbólico, pues como apunta Ignacio Ramonet: “Estados Unidos se las arregló para obtener el control de las palabras, de los conceptos y del sentido; exige enunciar los problemas que crea con las frases que propone; ofrece códigos que permiten descifrar los misterios que la misma superpotencia impone y dispone, apuntalándose como “un destacamento especial” que ha sabido muy bien arropar el dominio del imperio apoyándose en el poder de la información, del saber y de las tecnologías” (3).

Con su colosal capacidad de construcción y fijación de la agenda de los medios, la llamada gran prensa estadounidense y las trasnacionales de la comunicación de masas se hicieron eco del discurso político anticubano. Fueron abanderados en promover en la opinión pública local e internacional una narrativa hostil hacia Cuba: la de ínsula-cárcel, una suerte de metáfora macabra de la Isla del Diablo de donde huyó Papillon en la famosa novela homónima de Henri Charriere (4).

Matrices  de opinión resumidas en expresiones como régimen totalitario, derechos humanos violados, falta de libertades de todo tipo han servido a lo largo de un sexenio para tejer el mito de “la isla de gobierno comunista” o “almacén del pasado” con el objetivo de posesionar la idea en la opinión pública internacional y en la mente de los cubanos que la Revolución es un modelo fallido, obsoleto y, por tanto, debe cambiarse por cualquier vía.

Aún con una colosal desventaja de visibilidad mediática en su contra, comenzó a emerger desde 1959 el perfil de isla heroica capaz de desafiar al imperio más poderoso. Palabras como dignidad, solidaridad, valentía, identifican a Cuba en crecientes sectores de la opinión pública internacional.

Tras el primero de enero de 1959 se inició también el proceso de transformación del perfil del cubano con un significativo proceso de elevación de su autoestima. Alegre, valiente, solidario, inteligente, emprendedor, así se autopercibe. Ello ha sido posible desde la compresión de la solvencia proveniente del reencuentro crítico hecho con su cultura, identidad, historia e ideología, como también de saberse actor de la transformación social de la cual  ha emergido como agente del cambio.

Cuba es también la expresión de lo singular en el mundo de hoy. Por ello deviene foco de atención de visiones polarizadas. Es muy difícil encontrar en ese ámbito, al menos, un perfil aproximativo al fiel de la balanza que merece la realidad de la isla.

De ahí la urgencia, valor y trascendencia de la imagen país.

Notas:

(1) Luis Ramiro Beltrán, “Comunicación para el desarrollo en Latinoamérica. Una evaluación sucinta al cabo de cuarenta años”, Red de Cátedras de Comunicación de UNESCO, (Orbicom), 2002.

(2) Pierre Bourdieu, “Language and symbolic power”, Cambridge, Editorial Polity Press, 1991.

(3) Ignacio Ramonet, “Propaganda silenciosa. Masas, televisión y cine”, Fondo Editorial del ALBA, La Habana, 2006, p. 30.

(4) Henri Charriere, “Papillon”, Editorial RBA, Barcelona, 2011. La novela vio la luz en 1969 y en 1973 fue llevada al cine por Franklin J. Schaffner, con Steve McQueen como protagonista y Dustin Hoffman como actor secundario.

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Roger Ricardo Luis
DrC. Roger Ricardo Luis. Profesor Titular de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Jefe de la Disciplina de Periodismo Impreso y Agencias. Dos veces Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí.

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