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Mis mejores recuerdos sobre un maestro

Alguna vez escribí sobre su ética como ser humano y educador, no mencioné su nombre, ni sus apellidos, ni siquiera donde trabajaba. Cuando el artículo se publicó muchos de sus alumnos fueron a saludarlo, pues comprendieron que aquellas letras iban dirigidas a él.

El Maestro —porque trascendía la dimensión de profesor— se sintió el hombre más afortunado del mundo, agradeció a todos cuanto lo reconocieron en el artículo y vino a mi encuentro. No sabía qué decir, pues su sencillez no le dejaba ver cuánto de valor había en la sabiduría que entregaba, sin pensar en premios, regalos, ni siquiera en un salario.

Eran los años 80`y en aquellos tiempos, pudiera decirse, que impartía una especie de asignatura “complementaria” a la carrera de Periodismo —Taquigrafía—, pero sí de muchísima utilidad para quienes siendo muy jóvenes soñábamos trabajar en algún medio de prensa.

Llegaba temprano, vestido impecablemente, se paraba en la puerta del aula y saludaba a cada estudiante. Sus primeras palabras iban dirigidas siempre hacia la consideración que debíamos tener con las auxiliares de limpieza, exhortaba a no botar papeles en el piso, ni sacar puntas a los lápices fuera del cesto de la basura. Siempre con frases de elogio para las jóvenes y de respeto hacia los muchachos.

La celebración en noviembre del Día del Estudiante era sagrada. En sus manos traía dulces y refrescos y creo que durante muchísimos años mantuvo esa práctica.

Aprendimos de él en todos los órdenes de la vida, sobre todo como ser humano, revolucionario y profesional. Un día ya siendo colegas le dije: “Usted en la universidad debía haber sido profesor de ética”. Se rió y no le dio importancia a mis palabras.

De aquella época de universitaria, hoy ya han transcurrido más de treinta años, él ya está jubilado y, sin embargo, para muchos de los colegas de la prensa continúa siendo un paradigma de educador y de profesional.

Los buenos maestros nacen y se hacen. Nacen porque llevan en sí la vocación de enseñar, de multiplicar el aprendizaje entre quienes necesitan de sus experiencias y sabidurías. Y se hacen porque en la marcha de la vida y en el decurso de las aulas van madurando como docentes y aportándole cada vez más al oficio o a la profesión. Situaciones válidas en este caso.

De esos tiempos de estudiante guardo entrañables recuerdos, entre estos sus clases. A él le debemos varias generaciones de periodistas los conocimientos que nos trasmitió en una época en que muy pocos docentes ejercían el periodismo en los medios de comunicación, más bien desarrollaban el proceso de enseñanza-aprendizaje basado en lo que les había aportado la academia.

Con José Antonio de la Osa —quien durante muchísimos años reportó el quehacer de la Salud Pública en el periódico Granma, conocimos también de la labor reporteril, de la importancia de la objetividad, de brindar datos fidedignos, de preservar las fuentes y, en el caso de las cifras, verificarlas siempre.

Quizás fui de sus alumnas, de las menos aventajadas, pero sí de las más agradecidas. La rectitud en el aula —acompañada siempre de adecuados métodos educativos— contribuyó a formar una generación de profesionales calificados y comprometidos. La ética y el ejemplo personal le acompañaron hasta las últimas coberturas periodísticas.

“El Profe”, así lo nombraron siempre sus alumnos e, incluso, muchos de sus colegas. Hoy ya no está en condiciones de ejercer este trabajo que demanda aptitudes intelectuales y físicas.

Este 22 de diciembre, Día del Educador, en esta reseña va implícito — dedicada a De la Osa con el cariño que merece— el reconocimiento oportuno y sincero a quienes todos los días, en cualquier circunstancia y medio, hacen del magisterio una profesión de amor.

¡Felicidades, educadores cubanos!

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Alina Mena Lotti
Licenciada en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista de CubaSí

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