LOS ESTUDIANTES CUENTAN

Destinatario Zoja Roja IV: de voluntarias a pacientes

Tras cumplir su tiempo de voluntariado en centros de aislamiento para sospechosos de la COVID-19, Daniela, Laura y Mónica se han convertido en pacientes que esperan el resultado de una prueba de PCR que determinará la prontitud de su regreso a casa.

Con el buen sabor del deber cumplido, atrás quedaron las arduas jornadas de labores en la Universidad de Matanzas y en Alamar VI. Daniela — cuenta— tiene una ventana que le permite ver la bahía matancera, y que cada vez que se asoma por ella aparece un paisaje conocido y amado. El mismo horizonte que se le apareció a través de otra ventana, en su primer día de trabajo, tranquilizándola.

Laura y Mónica están en Cojímar, ahora es a ellas a quienes llenan de mimos y atenciones. Junta al resto de los voluntarios que las acompañaron, las tres aguardan por el resultado de su PCR. Quizás, el más inquietante test médico que se han realizado en los últimos tiempos.

Mediante “Destinatario Zona Roja”, sección exclusiva de la revista Alma Mater para sus redes sociales, conozca cómo han vivido estos días nuestras estudiantes de Periodismo.

XI

Mis periodistas en crecimiento:

Me alegró mucho su última carta. Puede que parezca una vieja hablando, pero siempre me enorgullece ver a las nuevas generaciones enamoradas de este, el oficio más bello del mundo. Recordé el día en que la televisión local visitó nuestro centro de aislamiento. Estaba en plan limpieza cuando Maureen me avisó:

—Llegaron tus colegas— y una sonrisa de niña pequeña asomó bajo mi máscara y nasobuco.

En serio, no hay pena que me arranque la felicidad de estar detrás de la cámara y el micrófono. Ese viernes llamé a mi madre, llorando de la emoción, pues recordé que después de la COVID-19 existe un futuro, y que casi dentro de un añito seré una “periodista con papeles”.

Les cuento que luego de dos semanas terminé las labores en el centro de aislamiento. Solo resta permanecer tranquila hasta que llegue el momento del PCR. Me encuentro muy bien de ánimo y salud, aunque la posibilidad de que esa prueba sea positiva me aprieta el alma. Por ahora, solo queda inhalar, exhalar y mantener la calma.

—Todo saldrá bien— me digo y me repito cuando brota algún pensamiento dañino.

La despedida del centro fue tan fugaz y lluviosa como la bienvenida. Del otro lado de la cuerda perimetral se encontraban las autoridades de nuestra universidad, la doctora a cargo de la instalación, los educadores que tanto nos apoyaron durante la batalla y, para sorpresa de Maureen y mía, nuestras madres.

Por suerte, la tecnología fue más fuerte que la tormenta y, en una llamada telefónica —con altavoz activado— pudimos escuchar a Nancy, la profesora que desde afuera sufrió y rió con nosotros. Como solo lo hace una madre, estuvo al tanto de nosotros desde el momento que dijimos “sí” al llamado de la vida.

Gracias a un paraguas llegaron algunos presentes acompañados de una misiva con el siguiente encabezado:

“Debe hacerse en cada momento lo que en cada momento es necesario”,

José Martí.

Y así, con la satisfacción por el deber cumplido y la inconformidad de quien cree que puede ayudar más, nos despedimos de la batalla que nos tocó luchar.

Corrimos cargados de maletas hasta el ómnibus que nos sacaría de la Zona Roja. En menos de veinte minutos recorrimos toda la ciudad; durante el viaje sentimos en el rostro ese aire de libertad y esperanza; al final, llegamos al centro donde seriamos nosotros los aislados.

Ahí estaba de nuevo mi bahía, tan imponente y rebelde. Puede parecer una casualidad demasiado poética, pero al abrir la ventana de la habitación me descubrí en ese paisaje, casi desconocido. El mismo paisaje que, con ojos aguados, observé el primer día desde la puerta de aquella habitación inundada, en el centro de aislamiento que fue casa y familia por más de dos semanas.

Todavía me queda mucho por contarles.

Las espero entre cartas,

Dan

XII

Dan, yumurina nuestra:

Correr, correr y correr. Durante 14 días todo fue eso. La vida transcurría lento y, de la nada, todo se aceleraba: la llegada de la comida, la visita del camión de la basura o nuevos ingresos ponían la velocidad a prueba.

Para el final de esta aventura no se podía esperar menos. A las 6:30 a.m. ya estábamos de pie. Recoger todo era nuestra principal prioridad. Algo se tenía que quedar: las noches en la sala común, las jugadas de domino en el portal y las charlas sobre cualquier tema en la entrada de la beca. Todo está en nuestros recuerdos, de ahí nadie, ni siquiera el tiempo, va a lograr desprenderlo.

Y, aunque nos levantamos temprano para dejarlo todo en orden a nuestro relevo, a las 9 a.m. aún quedaba mucho por hacer. Así, hechos un lío y con las maletas desorganizadas, salimos del lugar que nos acogió, convertidos ya en familia y, también, en pacientes.

¡Agradezcámosle a la premura! A esa velocidad excesiva para dar espacio a los siguientes voluntarios; por ocupar nuestro lugar, les debemos el hecho de no llorar, de permanecer ecuánimes a pesar de tanto.

Los comentarios de una demora en el transporte, y el desconocimiento de nuestro destino final, dieron lugar a la inquietud. Finalmente, con menos dilación de lo esperado, llegaron los taxis. En esos carros amarillos y negros dimos el primer recorrido, en mucho tiempo, fuera del centro en el que trabajamos. Otras habitaciones de estudiantes becados, otros compañeros de cuarto nos recibieron.

¿Sorpresas?, siempre hay. Ahora entendemos a esos cubanos provenientes del exterior que cuidamos. Somos pacientes de hermanos nacidos en otras tierras. ¡Otra sorpresa! Es una profesora de Español la que nos sirve los líquidos, la maestra del preuniversitario de Laura.

¡Una más! Ahora en Cojímar seguimos aplaudiendo: a nosotros, a nuestras familias y a quienes se recuperan de este coronavirus.

Dan, esperamos el resultado negativo de tu PCR. Nosotras, seguras del nuestro. El test de todos nuestros pacientes resultó negativo. Ahora, solo nos resta esperar.

Seguras, pero no confiadas,

Laura y Mónica

XIII

Laura y Mónica, mis hermanas de correspondencia:

Les quiero contar la historia de mis tres maletas: no hablo de exceso de equipaje; me refiero a las tres veces que estuve a punto cruzar la línea roja como voluntaria.

Todo comenzó el pasado 29 de marzo. Era domingo en la noche, y veía pasar el tiempo desde mi balcón. Entonces, llegó la noticia. Estaban convocando estudiantes para trabajar en el centro de aislamiento de la Universidad de Matanzas. Al momento, WhatsApp me anunció un nuevo mensaje, fue esa la primera vez que sentí el verdadero llamado de la patria. Ese que tanto he leído en libros de historia, y que a veces parece una frase gastada.

Nunca me había dolido tanto escribir «Sí» en un mensaje de texto, sin embargo, me hubiera dolido más negarme a semejante petición. Sinceramente, no me avergüenzo de mi espanto; aunque sí creo que exageré un poco, pero ya la decisión estaba tomada. Lo que tocaba era seguir adelante y, como dicen por ahí, “meterse en la candela”.

Casi veinticuatro horas después, mi primera maleta estaba preparada. Aquel equipaje incluía la ropa necesaria para 28 días fuera de casa, los alimentos que quedaban en la despensa, y hasta una hornilla para calentar el agua a la hora del baño y evitar el catarro. A la siguiente mañana, Maureen y yo estábamos preparadas para entrar a colaborar durante dos semanas en el Bloque E de la Residencia Estudiantil de mi universidad.

Ambas repasábamos futuras rutinas de trabajo y medidas de prevención cuando, como si fuera una película de acción, nos sacaron de la zona en un auto a toda velocidad. Al parecer alguien, en algún lugar, había decido proteger a los estudiantes de aquella tarea. Llegué a casa con una mezcla de alivio e insatisfacción, y mucho por desempacar.

Unas tres semanas después dormía plácidamente, y mi madre me despertó al abrir la puerta del cuarto, teléfono en mano:

—Ahora sí, parece que vas a entrar— dijo con un matiz de tristeza en su rostro.

Para ese entonces ya tenía menos miedo. De nuevo el mismo proceso, la misma maleta y las mismas preocupaciones de mis padres. Todo lo tenía listo cuando avisaron, por segunda ocasión, que se abortaba la misión.

Un viernes de mayo, mi WhatsApp volvió a ser testigo del llamado. Enseguida marqué el número de Maureen.

—¿Estás sentada?— pregunté con tono humorístico.

—No, ¿qué pasó?— respondió asustada.

—Nos están pidiendo que entremos al centro de aislamiento el día 20— le dije, con la mayor sutileza posible.

Volví a llenar la maleta, mientras pensaba en el refrán popular que augura la vencida al tercer intento. Aquí estamos hoy, casi 21 días después, con el deber cumplido y a la espera del PCR que nos traerá tranquilidad al equipo de voluntarios y a nuestras familias.

Al fin tuve la oportunidad de devolver un poco de todo lo bueno que mi país me ha dado. Voy agradecer siempre a los que me permitieron ser parte de esta odisea, donde trabajé como nunca para el bien de otros. Donde al fin pude poner en práctica el “con todos y para el bien de todos” que nos enseñó Martí; y la fuerza indestructible de la unidad que Fidel mencionó en su concepto de Revolución.

Ahora solo queda esperar el ansiado negativo y, de ser necesario, cruzar de nuevo la línea roja, armada con mi pijama verde y el nasobuco a juego.

Un abrazo grande,

Dan

XIV

Dan, guerrera nuestra:

Desde la costa norte habanera, estas representantes de los “departamentos” de Santiago de las Vegas y La Habana Vieja pueden decir que la tarea terminó. Fue difícil, pero podemos gritarlo: “¡Misión Cumplida!”.

Prácticamente en contra de nuestros padres, sin la aprobación total de nuestras familias, y con la incomprensión de muchos amigos, salimos de casa rumbo al centro de aislamiento para sospechosos de la COVID-19. A la segunda fue la vencida.

Tiempo antes lo habíamos intentado, sin embargo, desistimos ante el hervor que motivó la noticia entre nuestros seres queridos. La segunda vez ya no ameritaba una petición: solo les informábamos la decisión tomaba. Nos vestimos de rebeldes. Nos vestimos de valientes.

Gracias a esa actitud hoy estamos aquí, y conocimos a personas con las que, quizás solo por casualidad, nos hubiéramos encontrado, compartido miradas, espacios, momentos y nada más. Pero no. En Alamar VI nos vimos entre cloro, sobrebatas, chistes y películas compartidas.

Al frente de esta tropa, estuvo el profe Alejandro. ¡Vaya manera de desdoblarse! Hombre de números con inmensos conocimientos de historia, cultura, de todo: con la capacidad de responder a los «asere» de Camilo, músico de corazón y con latidos de barrio humilde; y también a las interrogantes del rubio Samuel, estudiante de Turismo, que le disparaba preguntas como «¿Cuál es la diferencia entre Socialismo y Comunismo?».

No solo con nosotras se vio representada la capacidad de la mujer de laborar en situaciones extremas y de alto riesgo. En el centro, igualmente, se encontraban Melisa y Karla, ambas estudiantes de Turismo. La primera, delicada y elegante, capaz de correr para vestir al personal de la salud o servir la sopa caliente, aunque le quemara los guantes; y la otra, con mucha amabilidad para todos: no lo pensaba dos veces para cargar unos bultos de ropa casi de su tamaño.

¿Falta gente? ¡Claro! Sin Enmanuel el grupo no estaría completo. Licenciado en Historia que ejerce como comunicador en el Gran Teatro de La Habana “Alicia Alonso”; y también estuvo Bencomo —si lo hubieses visto, vestido de verde y barbudo, parecía salido de un pasaje histórico—; Osvaldo fue otro de los profesores: muy rudo y basto en conocimiento.

Aunque Jesús durmió en otro piso nunca dejó de ser parte del team. Trabaja en el almacén de la Facultad de Derecho. La estancia en Alamar VI fue su segundo voluntariado. Cuando está afuera, llena pomos de hipoclorito en los laboratorios de la Universidad de La Habana.

Tuvimos un equipazo. ¡Ahora, tenemos una familia!

Saludos de guerrilla,

Laura y Mónica

 

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