COVID-19

La bitácora de Mario: últimas entradas

De la pluma del estudiante de cuarto año de Periodismo, en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, llegan estás crónicas: historias criollas de ternura, de resiliencia; y de cómo replantearse y asumir las decisiones tomadas — aunque apunten a ser las acertadas — cuando el desafío que entrañan es la preservación de la salud y de la vida.

VIII “Tarde XII”

Camilo aparece por el pasillo y propone celebrar. “Claro —responde Josué—, hoy es el cumpleaños de Lenin”. Risas.

Más allá del histórico alumbramiento, en nuestro pequeño espacio ha ocurrido algo trascendental: los pacientes que hasta hoy quedaban en el centro de aislamiento resultaron negativos en su examen de PCR.

Las últimas horas de esta tarde se han sumido en el vértigo. Daniela da fe de haber presenciado una cariñosa “conversación de solar”, cuando una interna de sonrisa amplia y una enfermera intercambiaron sendos contactos desde la distancia.

— ¡Te voy a llamar!

—¿Qué?

—¡Que te voy a dar mi teléfono!

—¡Ah, dale, coge también el mío!

Justo a la hora de comer iniciaron las salidas y era tal el sobresalto que, de los cuarenta y tantos, pocos tuvieron la voluntad de llevarse el plato en la mano.

Lo supimos ya en el comedor y, por un instante, nos impactó el que la rutina diaria de organizar alimentos en determinado número de bandejas, de dosificarlo todo, hubiese, sin aviso previo, acabado al fin.

Daniela, que al parecer por estos días no hace más que correr, se desprendió hasta la “frontera” para pedir que no salieran aún. Minutos más tarde, a buen paso, apareció Josué con platos retractilados.

Una señora cubierta por completo de telas verdes gritaba el destino del vehículo presto a partir. Con los primeros movimientos tumultuarios, se escuchaban aplausos desde todas partes: palmadas fuertes, sinceras, porque no existía en ellas más obligación que la salida del cariño y la empatía que nace de esa gente que ha tenido la voluntad —la fuerza— de compartir, desde el comienzo, un trozo del calvario ajeno.

En la zona roja, maletas, ventiladores, jabas, pañuelos, personal de guardia, (ex)pacientes, gritos, cubos, el portón de par en par y, a pocos metros, gacelas con las puertas de corredera abiertas.

De la línea amarilla para acá, el doctor Daniel chocando sus manos hasta el dolor; Nelson, el enfermero, lanzando algún que otro alarido confianzudo; Fredy sonriendo bajo la mascarilla mal puesta; Alexis evitando cualquier manifestación de apuro que lo alejase de ver cómo todos se iban.

Irma, la podóloga, dijo de un grito “Cuídate, Juan”, que pudo haber sido un “Cuídate, Amalia”, un “Cuídate, Ernesto”, un “Protégete” —quizás— genérico, universal… sublime. “Igual tú”.

Más aplausos. Frases sueltas. Incipiente sensación de vacío. Alivio. Aplausos. Rostros por primera vez descubiertos, familiares hasta cierto punto, que estaban —sabíamos— a pocos pasos de perderse por ahí, sin vuelta atrás.

De regreso al comedor, mientras organizábamos y recogíamos las sobras, Daniela, Josué, Marcos y yo nos dimos un abrazo. El primero después de tantos días. Fue extraño, tal vez mortífero a mediano plazo, pero nos hacía falta y lo hicimos. Debe ser que los soldados, en la estupidez de la épica, suelen celebrar cada pequeña victoria como si se hubiesen ganado la guerra.

IX “Noche XIII”

Quizá sea por el cansancio acumulado durante casi dos semanas sin frenos o por el puntillazo mortal de que anoche, entre juegos, cuentos y chistes, por poco no dormimos… o tal vez por los más de veinte apartamentos —ya vacíos— que nos propusimos limpiar durante el mediodía. Lo evidente es que a las siete de la noche de este jueves 23 de abril, no hay entre nosotros voz que responda, ojo que abra o cuerpo que abandone la nunca bien ponderada posición horizontal.

Almorzamos tarde y uno a uno fuimos cayendo, esta vez sin la preocupación de que alguien dependiese de nosotros para recibir alimento y sin la letanía psicológica de sabernos amenazados por horarios establecidos. Esta vez, la llegada de la camioneta con la comida no representó una alarma de bomberos que nos hiciera correr escaleras abajo.

Tengo que confesarlo: he aprovechado para dormir de manera tan profunda, que aún no me siento por completo el pellejo de la cara. Gloria.

Un centro de aislamiento sin pacientes continúa siendo un campo de batalla —cuanto menos— con alguna que otra mina antipersonal regada nadie sabe por dónde.

Por ello, la desértica zona roja nos recibió forrados como en el peor de los días. No pensamos permitir que el león nos muerda cerrando la reja, mucho menos después de haber atravesado su jaula.

La desinfección de hoy —podríamos decir— fue un acercamiento antropológico.

Particularmente, un estudio empírico sobre el terreno que nos permite conocer un tanto mejor al mono sapiens sapiens, por las condiciones en que abandona un hábitat de paso.

Conclusión… sin salirnos de lo coloquial: ¡qué manera de dejar rastros! No obstante, hemos de reconocer que ciertos grupos de la especie que nos ocupa se tomaron el trabajo de dejar todo tan pulcro, que los hemos identificado como referentes de la esperanza. Signo —quién lo niega— del tan anunciado “hombre nuevo”.

Mientras trapeaba, a riesgo del error, pensé en la bitácora. En cuánto le queda a ella o, lo que es casi lo mismo, cuánto me queda a mí haciendo esto: limpiar pisos, recoger basuras, alcanzar platos, disfrazarme de duende para, entre otras cosas, poder escribir; evidente caso de egoísmo.

Se agolparon en mi cabeza las constantes muestras de afecto que han ido llegando gracias a este improvisado diario de campaña, y creo salvarme al decir que, aunque muchas tuviesen mi nombre como destinatario, siempre las vi encaminadas a todos los que de alguna forma y en cualquier lugar, sin nombre ni pluma, “sirven”, explotemos la palabra.

Regresando al ambiente somnoliento que ahora mismo me envuelve, acabo de asomarme al balcón para ver, como un niño, un viejo camión cisterna del ejército que lanza agua clorada a presión contra la calle. Tiro fotos. El camuflaje me gusta.

Por otro lado, mientras rueda el noticiero, el doctor Daniel —médico jefe— nos ha anunciado que mañana partimos hacia un nuevo lugar para dar comienzo a la siguiente etapa de aislamiento, presuntamente más pausada.

En cuanto a la bitácora, tal vez tenga unos cuántos días más que yo de vida útil, porque la falta de tiempo legada por el diarismo y los horarios de trabajo, me ha obligado a prescindir de historias que ahora voltearé a recoger.

Aquí quedamos con la sensación de que todo ha ocurrido demasiado rápido y de que, quizás, no hicimos tanto. Nos venimos diciendo —hace días — que, de resultar necesario, querríamos volver. Si fuéramos los mismos y juntos… mejor.

Esta será noche de cine.

X “Antes de partir”

Corre la tarde de nuestro día catorce. Luego de cinco horas de espera sedentaria, la gacela ha llegado.

Cuando el cuarto se llena de bultos y los colchones de espuma aparecen destendidos, en el aire se respira cierto tufo a destierro. Nos preguntamos si acaso volveremos a poner un pie sobre estas lozas y decidimos no pensar mucho en ello porque al final no importa tanto o, peor, porque sabemos que es casi imposible.

Hemos huido de la melancolía con el actuar cotidiano. Tiramos un colchón al suelo de la sala, nos burlamos una y otra vez de las torpezas de cada cual, de los chistes convertidos en clásicos a lo largo de estas dos semanas.

Camilo echa a andar Naruto en la laptop de Josué, que se comunica por HDMI con el televisor.

Las posturas encontradas levantan presión y logran como consenso que el japonés quede mudo y suene en paralelo la banda sonora de algún filme bien concebido.

Para apaciguar la sensación de salida, acudimos a prácticas legendarias de la especie como la de recolectar. En el centro de aislamiento hay una mata de mangos que posee tal magnetismo, que durante los últimos días podía identificarse como el norte del sitio. Todos: pacientes, médicos, enfermeros, técnicos y hasta nosotros, miramos más de una vez hacia ella y varias discordias surrealistas nacieron y se desarrollaron bajo sus gajos.

Antier habíamos ido y, en medio de los intentos frustrados, apareció el bullying de los pacientes que quedaban. Me gritaron desde el quinto piso que en el balcón más cercano a la mata había una cabilla. Ante la insistencia abandoné las piedras, encontré el hierro y comencé a golpear las frutas. No caían.

Comenzaron a vociferarme que estaban verdes y que tenía que trepar la mata. Decidí ignorarlos, solté la cabilla y regresé a mi viejo estilo de pedradas. Culpemos a la tensión; los mangos continuaban sin caer. Los pacientes me gritaban más y más. “Tienes que treparte”. “Esa mata está fácil”. “Deja la bobería, chamaco”.

Para seguirles la rima, les grité que con piedras me resultaba mejor porque yo era pelotero. La respuesta fue inmediata: “No seas mentiroso que en tu vida no has jugado pelota”.

Hoy regresamos a la polémica mata de mangos y me alegra decir —sin alardes ni nada— que logré limpiarme. Para un guajirillo adaptado a esos gajes, un mango por cada tres piedras resultaría un bochorno. Sin embargo, para un niño “bien de ciudad”, dicho balance se monta en grandes ligas.

Siempre he estado a medio camino entre ambas clasificaciones. Lo mío es comerme el fruto sin que importe cuánto haya que lanzar para bajarlo de la mata. Aunque mostré buena zona de strike, varias veces quedé perplejo al constatar que mis proyectiles caían cerca de algún que otro “ambientoso” de reparto que transitaba la calle aledaña. Regresamos al apartamento con las manos llenas.

Lo más sublime de la jornada fue la carta. Fredy nos había pedido hace unos días redactar algo “conmovedor” para los que habían trabajado en el centro durante estos días: “Ustedes que son universitarios y escriben bonito, háganme ese favor”.

Estuvimos dándole de largo, hasta que Daniela se lanzó. A pesar de que luchamos contra Fredy para despojar de formalismos arcaicos el documento, no pudimos prescindir de los pies de firma de los funcionarios. Eso sí, nos impusimos para no aceptar, bajo ningún concepto, la inclusión de “aguerridos compañeros” o “estimados compatriotas”. “Así no funciona, Fredy”, argumentó Josué.

Con fecha 24 de abril de 2020, desde Habana del Este y en plena pandemia, la escueta misiva decía así:

“No es lo mismo esperar el demonio que verlo llegar”, es lo que siempre dice el doctor Luis Daniel. La espera ofrece el consuelo del tiempo, la distancia y la posibilidad de prepararse, o de creer que uno puede prepararse. Cuando la espera termina y finalmente hay que enfrentarse al enemigo, nadie está verdaderamente listo; mucho menos cuando en sus manos lleva la responsabilidad de la vida de un extraño, de un amigo, de la familia, su propia existencia. En esos momentos cualquiera pudiera pensar que hay que “dejar a un lado los miedos”, “ser valiente”. No, no se puede. El miedo no se va, el miedo acompaña, y en dosis prudentes suele ser buen consejero.

Ante un adversario nuevo, invisible, letal, ¿cuál es la alternativa? ¿Permanecer eternamente a la sombra de la espera? ¿Cerrar los ojos muy fuerte y desear que la muerte no nos encuentre? ¿O coger al miedo de la mano y pasar la frontera, la delgada línea que puede separar la vida de la muerte?

A los que tienen miedo e incluso así cruzan hacia la zona roja; a los que, aún sin sentirse preparados se colocan los guantes; a los que no pueden evitar mirar los ojos de los pacientes para buscar en ellos la vida; a los que entienden que es tan importante alcanzar un vaso de agua como prescribir un medicamento; a los que el verde del traje se les oscurece por las gotas de sudor y al mismo tiempo, con los días, se les destiñe de tanto usarlo; a los que han asumido; a los que están…

Gracias infinitas.

XI “Marcos”

Marcos manifiesta alergias al látex. Los guantes con los que limpiábamos estaban diseñados a base de dicho material y, por ende, cada vez que cruzaba al “lado de allá” regresaba con incipientes erupciones en la piel de sus manos, de las cuales no lo salvaron ni siquiera los guantes especiales que Marian, la vicerrectora, pudo conseguirle.

De todos nosotros, se trata del más incisivo en cualquier tipo de desinfección. Quien más cambiaba el agua clorada del cubo de baldeo en cada apartamento. El único que movía los sofás y las butacas para que no quedase ni hijo ni nieto del virus o de cualquier cosa que se le pareciera.

A su lado, hemos lucido desde descuidados hasta insensibles. El último día de limpieza, muchos dejamos las frazadas viejas en los apartamentos pensando que los nuevos internos las agradecerían y él, con el tacto histriónico que lo caracteriza, lanzó su regaño. Nos puso en el lugar del paciente, en lo que sentiría al llegar a una “casa” que no era la suya y encontrar el trapo de marras usado. Vergüenza.

Durante una de las noches en las que jugábamos a adivinar películas, Marcos y yo militamos en equipos contrarios. Como en la segunda o tercera ronda de nombres, sospeché. Al buscar en Internet, descubrí que el extraño título de la cinta era inventado, así como los anteriores que su equipo había propuesto. Mientras buscaba, Josué se trancó en el baño a reír y Marcos tuvo que tirarse en una cama del cuarto, casi sin poder respirar, también por la risa.

El rostro me cambió de manera radical durante el resto de la madrugada, fachada tras la cual pude inventar nombres de películas, sin que sospechasen, a modo, ya saben, de venganza. No obstante, Marcos se mantuvo preocupado, sobrecogido. Cada diez minutos me miraba con pena y decía: “Tu cara no me gusta. Tu cara no…”.

Una tarde, mientras limpiábamos el consultorio, una enfermera le pidió pasar sobre lo mojado para ir al baño. Él, para sonsacarla, le dijo: “Cómo no, compañera, si yo sé que a esa edad el esfínter no aguanta”. La señora, cincuenta y largos, entre risa y chancleta le respondió: “¿Qué cosaaa? Aquí donde tú me ves yo todavía subo y bajo”.

La enfermera vio los cielos abiertos para molestarlo y, al rato, le esgrimió: “Ven acá mi vida, ¿tú limpias así de bien en tu casa?”.

Marcos respondió que más o menos. Ella se encendió en ironías y gritó: “No me digas. ¿Aquí sí y en la casa no?”, —rió—. “Si es el mío, lo pongo a baldearme dos veces al día. Le digo: «¿Tú no querías irte a limpiar?, ahora asume acá también»”. Marcos la dejó seguir.

En el apartamento, con sus llagas ya profundas por los días de exposición al látex, nos movilizaba para pasarle frazada a nuestro piso, ya fuere porque habían pasado 48 horas sin que ello sucediese o porque no podíamos dejarles la casa sucia a los muchachos de la Universidad que iban a relevarnos.

Da gusto escuchar a Marcos hablar de su carrera, sobre todo porque se nota que le sabe y, si nos guiamos por lo que aparenta, conocer de química es tener un bagaje profundo de casi todo lo que ocurre entre nosotros.

Ya han pasado dos días desde que dejamos de trabajar en el centro de aislamiento y ahora somos simples pacientes, sedentarios, que ven a otros agarrar un trapeador con la misma torpeza con que lo hicimos no hace mucho.

No tenemos corazón para protestar por nada y hasta en los rostros más malhumorados vemos un alma valiente a lo sencillo que, probablemente, va llevando un mal día.

Marcos parece un cazador de caras tristes. Durante la comida de este domingo, uno de los que limpiaban las mesas yacía desvencijado en una ventana giratoria. La estampa de ese tipo sobrecogía y solo Marcos advirtió que aquel hombre estaba “muerto”. Luego dijo que nadie mejor que nosotros conocía la forma en que un “gracias” te puede revivir para seguir adelante.

XII “Los médicos”

Quizás porque el ser humano tiende a enajenarse, cada cual suele creer que la peor parte o el mayor sacrificio recaen sobre sus hombros. Dieciséis días después de que todo empezase, dos más tarde de la transición sosegada de voluntarios a pacientes, me he sentado a hablar con los médicos, enfermeros, técnicos de la salud y he aceptado que una bitácora escrita desde su perspectiva hubiese sido en realidad más desgarradora, más sublime.

Nosotros no conocimos las guardias de 24 horas, acentuadas por el calor, los mosquitos y el tener que (mal)acomodarse sobre butacas y sofás para engañar al cuerpo con un poco de sueño intermitente.

Jennifer —fisioterapeuta, vigilante— precisa que a las ocho menos diez del sábado once de abril ya estaban afuera esperando para entrar. Insiste en que al inicio había mucha falta de organización y recuerda que esa misma noche les dijeron: “Báñense y vístanse, que llegó el primer caso”.

“Multioficio, hermano, multioficio”, deja ir en ráfaga Michel —fisioterapeuta, vigilante— para definir sus primeras horas en el centro. Rato después dice el nombre completo de Pepe, José Abilio, que bien pudiera ser reconocido como el principal todoterreno de esos catorce días.

Andrés —médico— se deleita en narrar su procedencia, cuestionándose en primer plano, por qué sus padres, si eran de La Habana, decidieron tenerlo en Santiago y vivir en Guantánamo. Residió igualmente en Matanzas, La Habana, otra vez en Guantánamo; y cuando salió de nuevo, ya especialista en Medicina General Integral, se dijo: “Olvídate, se acabó el abuso” y se quedó en la nunca bien ponderada capital.

El doctor Argenis coloca al revés una silla, cruza los brazos sobre el espaldar y cuando alguien dice algo sobre él, refunfuña: “Eso no viene al caso, chico”. Antes de ofrecerse como médico voluntario en el centro de aislamiento, estaba montado en una guagua recogiendo contactos de casos positivos y en solo un día —cuenta como si el cansancio hubiese dejado secuelas— superó la cifra de noventa.

Es de los que defiende que todos los que están aquí pudieron haber dicho que no, pero sintieron la necesidad de aportar su grano de arena. Andrés agrega que a ellos los formaron con ese compromiso y que, en situaciones de este tipo, hay organizaciones que tienen que dar la cara.

Más atrás, junto a las ventanas, escuchan todo sin abrir la boca Johana —epidemióloga— y Jessica —vigilante—. Nelson, el jefe de enfermos, entra y sale con caminar cansino y habla más con el entrecejo que con la propia lengua.

Recostado al tubo de la litera está Dary, un médico recién graduado que asegura haberse “tirado contra el carro” desde el principio, aunque califica de compleja la parte de convencer a su esposa, porque “nadie quiere —comenta— que su pareja esté en situaciones de riesgo”.

Escucharlos me hace reevaluar todo lo escrito. Mientras mis grandes problemas de arrancada se circunscribían a buscar dos jabas para cubrir los zapatos, en su primera guardia, Dary preguntaba por la inexplicable ausencia de “cosas que tenían que estar desde antes y fueron apareciendo sobre la marcha”: ¿Oxígeno? No tenemos. ¿Gravinol? No hay.

En la madrugada del lunes 13 de abril, nosotros probablemente vimos películas hasta las tres y luego caímos sin preocupaciones en los colchones de espuma dobles. Sin embargo, ellos aún no olvidan que, durante aquella guardia, la última ambulancia con pacientes apareció a las cinco y veinticinco de la mañana.

Mientras yo me acomplejaba con algún que otro interno que menospreciaba mi limpieza, los vigilantes chocaban con que ciertos pacientes no querían que les tomasen la presión o midiesen su temperatura, bajo la vaga excusa de que ellos mismos podían hacerlo mejor. “Eran los pocos”, confiesan.

Mediante una llamada telefónica desde el extranjero, la madre de una interna —estudiante de Medicina, por demás — le reprochó a Dary que en el centro no repartiesen nasobucos N-90. A él todavía lo tortura la vergüenza ajena. No concibe que haya personas incapaces de valorar una atención médica focalizada y constante, una cama, un apartamento, desayuno, merienda, almuerzo, comida… y todo eso sin pedir un centavo.

Lo acometido desde una residencia estudiantil de la Universidad de La Habana, transformada en hospital por estos días, resulta la misión más compleja a la que se han enfrentado cada uno de estos hombres y mujeres en sus respectivas carreras. Nelson, que gana a todos en experiencia, lo confirma.

El doctor Argenis aclara: “si nosotros cumplimos con el deber en otras naciones, creo que donde primero toca es aquí. Después, donde nos necesiten”.

Yo escucho y grabo. Mayelín — vigilante y fisioterapeuta— solo abre la boca para acotar que “lo más importante, y que nadie te ha dicho, es que, a pesar de todos los trabajos, estamos dispuestos a intentarlo una segunda vez”. Por esa parte, miren ustedes, nuestras bitácoras al parecer serían idénticas.

XIII “PCR”

“Ni te sientes, que vas a ser el primero en pasar”,  indicó J.J. “¿Mario?”, preguntó la enfermera. Asentí y pasé. “¿Mario Muñoz?”. “No. Almeida”, respondí a una doctora allá dentro. “Aquí dice Muñoz”. “Pues no seré yo entonces”.

Me paré, salí, busqué a Marcos con la mirada y le indiqué que entrara. Mi nombre no resultaba el primero de la lista para el examen PCR, ni siquiera el segundo. Contra todo pronóstico, solo logré pasar cuando la bancada se mostró completamente vacía.

Volví a sentarme en la silla metálica dentro de la escueta habitación con olor a hospital. La doctora me reconoció y recalcó con ironía mi experiencia con los extremos del listado. Me entregó un pequeño tubo de ensayo plástico con una sustancia rojiza en su interior y una etiqueta que, además de un número de serie, llevaba mi apellido, por fin el mío. “Que no se te vire”, dijo.

Caminé hacia el asiento de la ventana. Otra especialista, algo brusca, me quitó el recipiente y acto seguido introdujo —yo diría que de manera alevosa y premeditada— unos cuantos centímetros de alambre hasta lo más profundo de mis fosas nasales. Luego me hundió otra varilla en la garganta y la movió, le dio vueltas, yo no sé.

A decir verdad, no dolió, pero algo raro tuvo que haber tocado para que se me enjugasen los ojos. Cuando salí no fui más que carne de chistes para alguien que soltó: “mira, a este también le sacaron las lágrimas”.

Desde entonces la espera, la inutilidad, el cuidado en aumento porque todavía estaré aquí hasta que llegue el resultado, durante nadie sabe cuántos días, en los que continuaré siendo una presa probable.

Paranoico hasta el final, sí, aunque los médicos se burlen y el nasobuco se destiña de tanto reutilizarlo, aunque las orejas se lastimen del roce continuo de la tira y me duela el cuero cabelludo de tanto halarme los pelos al amarrar y deshacer lazos en la nuca.

Miedo, sí, a toser frente a todos por culpa de las boronillas de galleta que se quedan en la garganta, a toser solo en el cuarto, a estornudar por la alergia a la luz, a cualquier moco suave que parezca coriza… fobia, en fin, a toda cosa que salga de mí mismo y pueda disfrazarse de síntoma.

No tocar, no, ni siquiera el grifo para lavarme las manos, ni la manija de la puerta, ni mi bolsillo, ni mis mangas, ni mis ojos, boca, frente o nariz.

Y sin embargo, ayer toqué. Comía frente a un desconocido que dejó caer su cuchara al suelo. Un individuo de carga viral indeterminada, aislado —como todos— por algo. El tin-tan del hierro niquelado contra la loza me estremeció al calcular en su estridencia la cercanía. Saqué la cabeza y estaba a mis pies.

Un ente locuaz y perceptivo del riesgo hubiese ignorado la maldita cuchara o le habría dicho al hombre que corren tiempos en los que la cortesía pudiera matar. Pero no. Doblé el torso, agarré el cubierto, se lo di. Él lo tomó por otra punta, dijo gracias y al mismo tiempo ambos sostuvimos nuestros tenedores, aterrados. ¿Será que todo esto nos está volviendo locos? ¿Será que nos estamos pasando de histéricos y termine por no servirnos de nada?

La efectividad de toda la paranoia desatada desde el primer nasobuco en la primera guagua, mucho antes de la toma de medidas extraordinarias y de que las calles fuesen como plazas desoladas e inmensas, probablemente se esté evaluando ahora mismo en algún laboratorio especializado.

Quizás mañana o pasado sepa con exactitud si valió la pena vestir trapos verdes como abrigos, usar dos mascarillas de tela y hasta una placa de acetato, en días en que las temperaturas cálidas destrozaron sus registros y la sensación de asfixia aumentaba con el empañar intermitente del plástico.

La dichosa Reacción en Cadena de la Polimerasa (PCR por sus siglas en inglés), dirá —y siempre quedarán dudas— si realmente funcionó aguantar la picazón en el rostro o tolerar las gotas de sudor que a ratos viajaban desde el entrecejo para colgarse justo a la entrada de los huecos de la nariz.

Los vecinos acaban de saber que sus muestras resultaron limpias. Han salido sin pulóver para el pasillo. Están gritando de alegría y sueltan carcajadas grotescas. Yo me río porque nunca había visto a un viejo barrigón saltar tanto con una canción de Cimafunk. “Me voy pa’ mi casa”, chilla luego de poner el tema.

XIV “Tarde XIX”

En el asiento inmediato al mío va Marcos. A ratos me pone una mano sobre los hombros sin hablar o pide que le timbre “a esta gente”, para ver si se conectan. Le digo que sí, pero no hago nada.

Mi madre, después de semanas de guardar la forma, exige por Messenger que no me aliste más “en  eso”. Mi padre está a punto de perderse en un avión hacia África. Yo voy saliendo y él entra. Mamá en casa: loca.

Horas antes, todo parecía indeterminado. Las informaciones no acababan de llegar por ninguno de los canales presuntamente establecidos. Sabíamos de nuestro negativo al PCR porque los tipos del apartamento contiguo nos habían filtrado el dato, luego de que alguien se los pasara a ellos “por debajo de la puerta”. Más tarde, en la noche, J.J. tuvo acceso a un correo y ganamos al menos un tejo en lo que a formalidad respecta.

No habían venido a explicarnos si en la mañana partiríamos definitivamente o si acaso la raya amarilla en uno de los nombres del Excel implicaría la invalidación de todo: aguardar cinco días más, otra prueba, otra espera, en fin… lo que viniese.

Comprendíamos que la situación resultaba compleja. Muchos estábamos dispuestos a acatar cualquier medida con tal de que nada se fuese de control; pero no concebíamos que ningún directivo se nos hubiese parado enfrente a la altura de esta decimonovena tarde, por lo menos para decir: “No se preocupen, estamos evaluando qué hacer”. Son tiempos de vértigo, tensos; solo queda aprender de los errores y, por supuesto, perdonarlos.

Fue precisamente a nivel de bolas que supimos que las guaguas vendrían. Contrastamos con una señora que limpiaba el pasillo del primer piso, quien nos preguntó nuestro bloque y habitación para, acto seguido, esbozar un rostro de felicidad picaresca y darnos a entender que esta noche la pasaríamos en el casi olvidado colchón de la casa.

Al teléfono siguen llegando los mensajes. Mamá insiste en que a partir de ahora debo concentrarme en lo mío, que deje que los demás también participen en esta “desagradecida” experiencia, que ya vi contagiados y que el riesgo es real. Resulta difícil leer. El chofer parece ir cazando los baches.

Le respondo que quizás no sea necesario, pero que soy adulto. Me avergüenzo. En otros tiempos ello habría implicado un manotazo, pero ahora solo me ruborizo. ¿Le hablo así a mi madre?

Bastante convencidos de la inminencia de la salida, comenzamos a recogerlo todo y a repartir lo que hasta entonces había sido propiedad común. Josué advirtió que, esta vez, las cosas inexplicablemente le cabían mejor en la mochila. Daniela argumentó que nos habíamos ido comiendo casi todo.

Mallorys entraba y salía. Refunfuñaba para que dejásemos de hablar mierdas porque no nos iba a dar tiempo. Marcos replicó entre risas que, aunque estábamos diciendo basuras, seguíamos adelantando. Camilo recogía nuestras ropas de cama y persistía con sus ideas raras y chistes pesados.

— “Están llegando las guaguas. ¡Muévanse!”.

Fuimos para el baño y nos apoderamos de casi toda la hilera de casillas con ducha. Cual si fuera un ritual, intentamos abrir las llaves a la vez y, antes de iniciar el “autoenjabonamiento”, formamos una guerra de agua por encima de las divisiones. A Camilo se le fue la mano y tiró un pomo plástico de litro y medio que cayó encajado en la cabeza de Josué. Silencio incómodo. Risa muda tras bambalinas. “La OTAN lanzó el misil”, delataron.

Abajo, con más bultos que manos, comenzaron las fotos, los abrazos. Una señora, incluso con el nasobuco, repartió besos.

Marcos se levanta con dificultad y busca equilibrio en el pasillo de la guagua. “Estamos llegando a mi casa”, dice. Me pide que le alcance el ventilador. Vuelve a dejar caer una mano sobre mi trapecio derecho y suelta: “Chama, te ganaste mi respeto”. A mí no me gusta que me digan “chama”, pero es Marcos, el que se la ha estado jugando al lado mío por estos días, el mismo al que se le han ido las lágrimas con cualquiera de las Bitácoras que, por cierto, hoy terminan.

Marcos baja. La guagua sigue. Los baches…

Minutos antes de montar parecíamos guardias recién llegados de la guerra, a punto de dispersarse por ahí en cuatro “trenes”. Las escenas llegan en ráfaga: El nombre de cada cual gritado desde una lista, el pequeño papel rectangular que avalaba, con fecha y rúbrica, que el portador anduvo de buenas en los exámenes médicos. La entrega informal del diploma que Fredy se empeñó en imprimir, diseñado días atrás por Daniela y el doctor Dary: una hoja tamaño carta con letras y formas en blanco y negro, y una frase del Che.

El Che, coño, el Che. La primera vez que pasé a la zona roja, aquella “Noche II”, llevaba un pulóver con su imagen bajo todos los trapos verdes. Tuve miedo. Estuve torpe como en el primer combate. Ahora regreso, después de demostrar que sobrevivir es una opción, aunque la guerra siga tragando gentes.

Mallorys ya ocupaba uno de los vehículos. Camilo aún buscando su nombre en las listas. Josué, Daniela, Marcos y yo nos abrazamos. Josué, entre lo seco y lo comprensivo, aseguró: “Fuimos buenos. Sin heroísmos. Pero lo hicimos bien”.

Cinco días atrás, cuando llegamos desde el Bahía a ese recodo del Cotorro, toda hierba resultaba triste y amarilla, mientras las vacas caminaban cansadas con su esqueleto en prominencia. Más de dos meses —quizás— sin que viniese de arriba una gota de agua. Desierto.

Ahora, mientras retornamos por las desoladas carreteras de estos montes, nos regocija el incipiente verdor que logró levantar el mísero chubasco de antier. “Si tres gotas le cambian el color a todo —me digo—, imagínate lo que podría un aguacero de verdad”. Abril se acaba.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *