LAS CARABINAS DE POCHO

Contar el libro, otra vez

Suele decirse que el mejor amigo del hombre es el perro; yo digo que el mejor amigo del niño es el libro.  El libro de cuentos, se entiende, o al menos, escrito como se escriben los cuentos para niños (fue lo que hizo —con la ayuda de su mujer— el autor ucraniano Ilya Marshak [1896-1953]), más conocido por su seudónimo de M. Ilin. El manualito La historia del libro le dio fama en todas las escuelas de la antigua Unión Soviética. Muy pronto lanzó otro best seller de similar orientación: Cómo el hombre se hizo gigante. Su talento literario se sostenía, curiosamente, en una formación científica; se había graduado de físico-matemático en la Universidad Estatal de San Petersburgo.

En Cuba, en los remotos tiempos de los años sesenta y setenta del pasado siglo, se hicieron dos ediciones de la Historia del libro, que tuve el privilegio de prologar, como editor que era del Instituto Cubano del Libro. Hojeando ahora ese prólogo —por sugerencia de dos jóvenes editores argentinos, amigos del cantautor Vicente Feliú— me satisfizo ver que Cecilia Guerra, la diseñadora de aquella edición, se atuvo a mis comentarios sobre el vínculo que se establecía entre el texto y los dibujos, una relación tan estrecha que por momentos los dibujos pasaban a ser textos, y viceversa. Véase un ejemplo: le digo eso al hipotético lector (le pregunto si quiere verlo con sus propios ojos) y ahí está:

En fin, como yo mismo me apodero sin reservas del método ilinesco y además lo encuentro familiar —por mi relación con la obra del pedagogo Herminio Almendros, con quien trabajé durante mucho tiempo—, me parece lógico que no siga citando el prólogo a pedacitos, sino que pase a citarlo in extenso, con ilustraciones incluidas.

“Por increíble que te parezca —empiezo diciéndole al joven lector—, el profesor Ilin no inventó nada de lo que cuenta aquí. Cuando leas que hace muchísimos años hubo libros de piedra y de arcilla, quizás te pongas a pensar: “¿Pero esto es verdad? Porque parece una cosa fantástica”. Y sin embargo, no lo es. Lo que ocurre es que con el paso del tiempo, el libro fue cambiando y cambiando, y cambió tanto que los libros que tú conoces —como éste que tienes en las manos— son muy distintos de los que usaban las personas de otros países y otras épocas”. Y por ahí seguía. Lo único que faltaba era que de las páginas del libro saltara un caramelo. Y que lo hiciera con un salto tan descomunal que cayera en la gran imprenta de un país desarrollado, en pleno siglo diecinueve.

¡Qué sorpresa se llevarían entonces los impresores de nuestros pequeños talleres! ¿Qué pensarían de los hombres encaramados como enanitos en tan extraña maquinaria? Esa maquinaria era una rotativa, el aparato en el que se imprimían los grandes periódicos de la época, capaz de imprimir millares de ejemplares en pocas horas. Allí, en los talleres, no tardaron en aparecer los linotipos, aparatos semejantes a una máquina de escribir (con un teclado parecido al de una computadora) que componían los textos en barritas de plomo; así, debidamente humedecidas con tinta, permitían grabar el texto en el papel.

Otro peligro acechaba —creía yo—, cuyas dimensiones muy pocos podían imaginar. ¿La televisión? No. La televisión estaba en la misma línea de otros medios y estimulaba la misma tendencia al consumo pasivo…[1] A lo que me refiero es a una cosa más sencilla y más compleja a la vez, que tiene y no tiene que ver con el hábito de la lectura y con los argumentos con que tratamos de enfrentar su crisis. Me refiero a ese sorprendente aparatico llamado celular (o móvil).

Hasta hace muy poco tiempo yo no tenía ni la menor idea de que existiera ese artefacto. Parece una tablita de metal o de plástico que funciona como una pantallita y puede ser manipulado fácilmente colocando o deslizando la yema de los dedos sobre la superficie. Desde ese mirador, uno puede presenciar el desfile de un mundo de imágenes que han sido hábilmente pescadas en las profundidades de Internet. Podrá parecer mentira, pero hubo un momento en que me sentí amenazado, como lector, por la invasión de ese aparatico. Todo cambió de signo cuando vi que uno de mis nietos, con el simple roce de la yema del pulgar, hacía desfilar ante mis ojos ciudades y desiertos, galerías de arte, imágenes de Chichen Itzá y del Taj Majal, los más curiosos ejemplares de la fauna africana… Y con semejante enciclopedia en la palma de la mano –aquí es adonde quería llegar— acceder también a una biblioteca de largos anaqueles de donde podía tomar libros, ediciones digitales de obras literarias de todos los tiempos.[2] Tuve que pensarlo dos veces.

¿La cosa era así? Entonces lo que se imponía era cortar por lo sano. Dejar atrás los prejuicios e ir a la concreta preguntándole a mi nieto, cuando lo viera sumido en las profundidades de la pantallita: “¿Qué estás leyendo?” Eso era lo que importaba. Si daba la casualidad de que estuviera leyendo un librocomo lo había visto hacerlo otras veces–, que ese libro fuera El Principito o los Versos sencillosPlatero y yo o La montaña mágica, digital o no, proyectado mediante pantallitas o no, todo eso era algo secundario. Lo importante es que el libro valiera la pena y él estuviera leyéndolo. Que se hubiera habituado a establecer ese vínculo con el resto del mundo, con la cultura de otros pueblos y otras épocas. Con otras maneras de sentir y pensar. Eso era lo que importaba.

(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau/ Ilustración: Ary Vincench).

Notas:

[1] El cine llegó a Cuba en 1897, la primera transmisión de radio se hizo en 1922, la primera película cubana sonora se estrenó en 1937 y la primera transmisión de televisión se hizo en 1950.

[2] Los famosos e-books. En el espacio librero de las metrópolis causó sorpresa la agresiva participación de Amazon en el mercado de los e-books y en la promoción comercial de algunas librerías tradicionales.

 

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Ambrosio Fornet
Ambrosio Fornet (Veguitas de Bayamo, 1932), ensayista, crítico literario y editor. El autor de Cine, literatura y sociedad (1982); Alea, una retrospectiva crítica (1987); El libro en Cuba (1994); Las máscaras del tiempo (1995); Carpentier o la ética de la escritura (2006); Las trampas del oficio (2007) y Narrar la nación (2009). También de los guiones para los filmes Retrato de Teresa (1979) y Mambí (1998). Es miembro de la Academia Cubana de la Lengua y ha sido merecedor del Premio Nacional de Edición (2000) y del Premio Nacional de Literatura (2009).

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