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Prensa y derechos humanos

Sin ceder a la tentación de enumeraciones y clasificaciones —que pueden ser útiles, pero no necesariamente iluminan el fondo del tema—, en el mundo los derechos humanos son, más que realidades consumadas, ideales que deben y merecen ser cada vez mejor defendidos, y con más ahínco. Su entendimiento, y su realización en cualquier grado en que se halle, los median factores históricos y culturales, y otros de diversa índole, entre los que sobresalen los intereses económicos y políticos propios del capitalismo.

Dichos intereses intervienen directamente para menguar la posibilidad de que la prensa, que —elemento esencial de los recursos y vías llamados a difundir y sustentar conceptos e ideas— tanta responsabilidad tiene en el esclarecimiento de esa realidad, cumpla su misión en lo que debería considerarse uno de los más importantes derechos de las personas: el de ser tratadas con respeto, sin que se les someta a infundios. Pero estos pululan, especialmente los de carácter intencional.

Uno de los logros directos del empleo de la mentira se da en el hecho de que los principales violadores de los derechos humanos financian y orquestan —para beneficio propio— venales campañas desinformativas en que enarbolan hipócritamente esos derechos como banderas de su propiedad. Para colmo, han llegado a conseguir que quienes tienen e incluso asumen conscientemente la responsabilidad de oponerse a tales maniobras satanicen esas banderas, en lugar de reclamarlas como suyas en la lucha por la justicia social.

Las falsedades propaladas por los medios hegemónicos en el mundo —los cuales forman parte de las armas con que cuentan las fuerzas imperialistas— son cada vez mayores. En todo tiempo habrá existido la desinformación planificada, pero en la actualidad, y con el auxilio de los portentosos avances tecnológicos alcanzados, los recursos que deberían servir para propagar la verdad, o lo que más se acerque honradamente a ella, se emplean crecientemente para lanzar campañas caracterizadas por la mentira.

Eso ha dado pie a que el concepto de fake news se yerga como toda una “elegante” categoría de la “comunicación” contemporánea. Que —como tantas otras de moda en distintos ámbitos de la sociedad y la cultura, incluida la tecnología— esa expresión prospere en lengua inglesa, obedece al poderío con que han campeado en el planeta el imperialismo británico y su hijo putativo, el estadounidense, que lo ha desplazado.

Aunque blasone de defender al género humano y sus derechos esenciales, no puede ni quiere cumplir ese cometido la prensa que sirve a fuerzas e intereses que medran con la discriminación y la opresión de las mayorías de las personas y mantienen prácticas coloniales contra pueblos enteros. Si de derechos humanos se trata, no es casual que entre las mistificaciones echadas a rodar por dicha prensa —con éxito favorecido por la desprevención, o ignorancia, de quienes deben combatirla en distintas esferas— figure la desfiguración del concepto humanitario.

De aplicarse a lo que le hace bien a la humanidad, la prensa imperial lo ha convertido en mero sinónimo de humano —que vale para todo lo relativo a la especie, sea generoso o nocivo—, y lo esgrime para legitimar intervenciones genocidas y falsas ayudas, caballos de Troya destinados a minar países para conquistarlos y sojuzgarlos. Los hechos que ilustran semejante modus operandi han estado y permanecen tan a la vista que será innecesario citar ejemplos. Pero todo sugiere que hay quienes prefieren ignorarlos, siquiera sea por una suerte de instinto de conservación —o despreocupación— que sirve para mantenerse al margen de los grandes problemas que acosan a la humanidad y frustran los derechos de las mayorías.

Muy mal andarán los derechos humanos mientras las campañas en torno a ellos —o, en realidad, contra ellos— las rijan los medios que sirven a fuerzas empeñadas en despojar de sus legítimos derechos a la mayor parte de la humanidad. Frente a tan fatídico cuadro tiene un especial papel que cumplir la prensa que verdaderamente defienda a la justicia frente a las minorías que medran violándola.

En el cumplimiento de ese papel, a la prensa revolucionaria y a quienes de veras quieran estar de su lado los convoca el deber de mantenerse en guardia contra el enmascaramiento de la realidad, y para no permitir que las fuerzas contrarias les arrebaten banderas tan dignas e irrenunciables como la democracia, la libertad y, en general, los derechos humanos. Y deben estar asimismo vigilantes para que esas fuerzas —materialmente poderosas y con recursos para valerse de una endemoniada campaña de engaños en el terreno cultural, de pensamiento— no los empujen a hundirse en trincheras asociadas al escamoteo de realidades que urge conocer.

Como cuestión de vida o muerte es necesario impedir que la desvergüenza de la prensa capitalista —resúmanse en ese nombre todas las tendencias afines a los intereses imperiales— propicie que la prensa de izquierda, en especial la que merezca ser calificada de revolucionaria, se atasque en razones de supervivencia inmediata, por muy válidas que ellas sean. El aislamiento que las fuerzas hegemónicas imponen a los proyectos de signo revolucionario no debe favorecer que estos —realmente necesitados de no alimentar la hostilidad con que se les acosa— parezcan ciegos ante crímenes cometidos en distintas partes del mundo por instituciones o estados que, en lo visible al menos, no son directamente portadores de hostilidad contra dichos proyectos, pero pudieran serlo, o lo son, por su propia naturaleza.

Semejante peligro lo corren, sobre todo, proyectos que, desde la defensa de un país en particular, se identifiquen con la justicia social y la dignidad de otros pueblos, y estimen que deben tener la precaución de no denunciar resueltamente a determinadas entidades o fuerzas contrarias, para no potenciar los ataques del poderoso enemigo externo. Ni hablar del temor a denunciar lacras que los amenacen y pongan en peligro desde dentro. Ciertos sigilos y camuflajes debilitarán la autodefensa de los proyectos que, al incurrir en prácticas tales, soslayen los deberes contraídos con la difusión de la verdad, que es revolucionaria, no necesariamente porque sea revolucionario lo que ella revele, pero sí, en todo caso, porque es necesario conocerla para transformar la realidad.

Todo eso lo han de tener en cuenta en la defensa de los derechos humanos las fuerzas revolucionarias y sus medios de información, sin contentarse con el hecho de que no se les puede comparar con las fuerzas contrarrevolucionarias y su prensa, caracterizadas por la manipulación dolosa de los hechos y por las calumnias con que intentan deslegitimar a cuanto se le les enfrente. Aunque en las listas al uso de los derechos humanos formalmente reconocidos, a la propagación de la verdad no suela dársele el lugar preponderante que le corresponde, sin ella los demás derechos estarán mal defendidos, o será fácil burlarlos.

Ya se sabe que la libertad de pensamiento y de expresión suele ser una mera declaración hipócrita y formal, y así la invocan los medios capitalistas. Pero ello no mengua la necesidad de conseguir que en el mundo triunfe de veras el ideal que José Martí definió en las primeras páginas de La Edad de Oro, revista dirigida a formar a la infancia y a la adolescencia en los valores de la ética, la responsabilidad social y la justicia, y no en la adhesión incondicional, sino en la lealtad reflexiva.

Al inicio del artículo “Tres héroes” sostuvo: “Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía”. De lo expresado en esos términos —en los cuales cabe sustituir hombre por ser humano— muy poco o nada saben los artífices de la prensa capitalista, pero encarna una brújula de la cual no pude ni ha de querer prescindir la prensa revolucionaria, medular y raigalmente comprometida con los mayores derechos y aspiraciones de la humanidad.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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