LOS ESTUDIANTES CUENTAN

Electrones libres

Ya se acabaron las agotadoras jornadas de fregado y la agobiante espera por el resultado negativo del PCR. Esta es la última entrega de “Miradas”. Observar a los ojos prófugos de un nasobuco fue revelar lo especial de cada uno de mis colegas del voluntariado en el Hospital Salvador Allende; y más aún, mirar dentro de mí.
El martes 28 de julio estaba señalado en el calendario como “Día del PCR”. No de rojo, porque el rojo habla mucho de los hechos fatales y del riesgo: rojo el peligro; rojo el amor; rojo el color de la sangre. Como dijo Camila: «Para mí, los hospitales son rojos». Yo preferí señalar la fecha en verde, el verde tiene un tono más esperanzador.
Ese día los camareros repartieron el desayuno más temprano que de costumbre. A las siete y media de la mañana derribaban la puerta. Nosotros estábamos agotados, la noche anterior repasamos cientos de veces el protocolo para la prueba.
—Se cepillan los dientes y desayunan. No se cepillan más— fue escueta la doctora en los pasillos del cuarto piso donde nos encontrábamos.
Luego vinieron las dudas: «¿Y si nos cepillamos tan fuerte que falsea el resultado?». «Mejor no nos lavemos los dientes», sugirió Pupo.
En el fondo, todos teníamos un miedo terrible, incluso cuando nuestro mantra era un “Da igual, seremos negativos”. Es que la mente es traicionera. Estuvimos diez días encerrados en Santa María del Mar. No podíamos socializar entre nosotros, no podíamos ir a la playa. En fin, éramos de alto riesgo porque veníamos de coquetear con la Zona Roja.
Finalmente, llegó el martes y cumplimos el protocolo a cabalidad: amanecer, desayunar, cepillar, bañar, esperar, esperar, esperar… Estábamos advertidos de que “la gente del PCR” llegaba a las nueve.
Y nos dieron las diez y las once, las doce, la una, y nadie llegó. La ausencia se debió al evento de transmisión en Bauta. «Las pruebas se aplazan para mañana», anunció el médico desde los bajos del edificio. Quienes están en los hospitales tienen prioridad. Nosotros estábamos aislados, ya no éramos riesgo para nadie.
Las pesadillas recurrentes de llegar a la casa y enfermar a todos no duraron un día más. El miércoles nos sorprendió la agilidad del proceso. Bajaban pisos enteros: siete habitaciones, 18 personas. Todos en fila. Médicos y técnicos forrados de pies a cabeza. Los pacientes, acorralados como ovejas. El personal médico tomaba la temperatura y nos asignaba un número. Estaba tan nerviosa que mi mente olvidaba el guarismo y tenía que mirarlo a cada rato.
Desde la ventana alguien vio que no solo recogían muestras de la garganta, sino también de la nariz. A Pupo se le aguaron los ojos. No soportaba la idea, ya se había preparado para un PCR faríngeo. Pasábamos de dos en dos. Sí, continuaba nerviosa. A esa hora todo lo positivo —hasta del resultado, pero eso lo supe más tarde— se despoja de uno sin la posibilidad de agarrarlo.
Transcurrieron dos días. Los doscientos que estábamos allí fuimos negativos a la COVID-19. Andy —frente al televisor— dijo: «Mañana seremos parte de los números del doctor Durán: “en Cuba se realizaron tantos PCR”, ahí estaremos comprendidos nosotros». Anónimos y negativos, como electrones libres.
La noche anterior a la salida, mientras otros preparaban la maleta, Camila agarró el móvil y escribió lo que sería, doce horas después, la despedida. Un collage de imágenes llegó al grupo de WhatsApp “Los 12 del Mella” y, en un santiamén, los estados replicaban lo que ante mis ojos parecía mentira. Se acababa la descabellada aventura de 25 días. Diríamos adiós a todo lo que fuimos. A la pequeña familia que forjamos, con sus diferencias y urgencias, porque ninguna familia es perfecta.
Uno a uno, casa por casa, nos fuimos quedando. Despedida y recibimiento, que al final son la misma cosa. Alberto con aplausos y lágrimas. Camila con carteles, música y un bulto de gente que la adora. Adrián, al igual que Pupo y Gabriela, con la familia en avalancha. Llegar a los hogares fue extraño, ninguno había permanecido tanto tiempo fuera de casa o lejos de la familia. La nostalgia invadió las redes sociales; como única cura, sigue en pie la promesa de volvernos a ver pronto.
(Tomado de revista Alma Mater)

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