LAS CARABINAS DE POCHO

O tempora! O mores!

Sobre el hábito de la lectura Luis Felipe Rodríguez tenía  una opinión que merece un comentario. Julio Girona —manzanillero como él, pero manzanillero afortunado— da testimonio de su timidez y su pobreza en Páginas de mi Diario (2005). En efecto, “Luis Bicicleta” —como lo apodaban los bellacos del barrio, aludiendo al medio de transporte de que se servía para recorrer la ciudad—vivía picando cigarros (es decir, fumando a costa de los amigos) y comiendo lo que le llevaba su madre, que trabajaba como cocinera. No era esa la imagen que conservarían de él quienes lo conocieron en los años cincuenta, cuando se trasladó a La Habana: seguía siendo un provinciano tímido y pobre, pero ya había publicado varios libros,  había ganado un premio literario y vivía modestamente de sus magros ingresos como periodista. Uno de sus colegas –Enrique Labrador Ruiz—lo recuerda por su resignada actitud ante la mediocridad del ambiente cultural de la época. “Cuba es un país donde tiene gran porvenir la ignorancia”, opinaba Labrador, como consta en una crónica que recogió en El pan de los muertos (1958). “La gente no lee, no se cultiva; con oír radio y ver televisión creen que lo alcanzan todo”. Ante esa deprimente realidad, Luis Felipe se encogía de hombros alegando que siempre había sido así, que en este mundo no había nada más monótono que la conducta del ser humano.

¿Quería decir que todo cambia, menos los gestores y los testigos del cambio? ¿No era de suponer que habría algo más, puesto que aquí mismo, donde nadie leía, se habían escrito y publicado, entre 1917 y 1927, no sólo novelas tan estimables como las de Carrión y Loveira, sino otras que no lo eran tanto, pero que algo aportaban al sorpresivo rebrote del género, como, por ejemplo, las del propio Luis Felipe, las del bayamés Masdeu –negro, por más señas—, las de los habaneros Soloni y Montori, y —por extraño que parezca— la del sagüero Mañach (Belén el Aschanti, que apareció en 1924, coincidiendo con Glosario, el volumen donde Mañach recogió por primera vez sus artículos periodísticos).

La radio acababa de estrenarse y con la televisión ni se soñaba siquiera cuando ya los escritores cubanos  daban por descontado que, aquí, escribir cuentos y novelas era perder el tiempo lastimosamente… Pero no por eso dejaban de hacerlo. Claro que a mediados de siglo —la época a que alude Labrador— era más fácil (y sigue siéndolo, aunque ahora se trate de artefactos electrónicos y de redes) echarles la culpa a los medios.  Recuerdo el cuento de Gustavo Eguren que da título a uno de sus libros: La televisión acaba con todo… (Todo era, sobre todo, la relación sentimental de la pareja.  ¡Dichosos tiempos aquellos en que todavía estaba en pañales, entre nosotros, el estudio de los lenguajes audiovisuales, de los mensajes astutamente manipulados por el mensajero!)

Sólo los narradores ventajosamente situados como periodistas en la capital (casos como los de Serpa y el propio Labrador), que fueran, a la vez, amigos de algún prestigioso impresor habanero (Ayón, por ejemplo), podían darse el lujo de sufragar  los mil ejemplares que les permitieran asomarse al insondable abismo del mercado. Los demás hacían lo único que les quedaba por hacer: quejarse o buscar editores en el extranjero (o ambas cosas a la vez, que fue lo que hicieron –siguiendo el ejemplo de Novás Calvo—autores como Carpentier, Montenegro, Dulce María Loynaz, Virgilio Piñera…)

Siempre habrá quien se pregunte, despistado o indignado: Y las instituciones culturales, ¿estaban pintadas en la pared? Bueno, no hay que exagerar. En 1952 la Dirección de Cultura, para celebrar el Día del Libro Cubano —recuerda Rafael Suárez Solís, en un artículo publicado en el Diario de la Marina—había generado un impresionante abanico de iniciativas que culminaban en premios: a las bibliotecas que más horas permanecieran abiertas, a sus lectores más asiduos, y –en lo que atañe a libros cubanos— a las librerías que mejor los exhibieran, al mejor ilustrado, al de acabado tipográfico más satisfactorio… El articulista lamenta que esas iniciativas no incluyeran los concursos, pero de inmediato se responde que entre nosotros un concurso “y nada es la misma cosaporque el premio nunca consiste en la publicación y por tanto el autor premiado ha de volver a su retiro “con unas monedas en el bolsillo y el manuscrito de su obra bajo el brazo”. La queja concluye con un grito:  “¿Y el lector?”

Un buen día percibiríamos como datos prehistóricos esa angustiosa interrogante y aquel diálogo de sordos entre Labrador y Luis Felipe sin sospechar que de pronto, cuando ya creyéramos haber encontrado todas las respuestas –en esa época las llamábamos Alfabetización, Imprenta Nacional, Educación gratuita a todos los niveles…—,  a nosotros también iban a cambiarnos las preguntas. Así que ahora, rodeados de pantallas y pantallitas por todas partes y negados a movernos, como ellos,  entre la Frustración y la Resignación, nos vemos obligados a preguntarnos de nuevo: ¿Qué hacer?

(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau)

Imagen: Ary Vincent

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Ambrosio Fornet
Ambrosio Fornet (Veguitas de Bayamo, 1932), ensayista, crítico literario y editor. El autor de Cine, literatura y sociedad (1982); Alea, una retrospectiva crítica (1987); El libro en Cuba (1994); Las máscaras del tiempo (1995); Carpentier o la ética de la escritura (2006); Las trampas del oficio (2007) y Narrar la nación (2009). También de los guiones para los filmes Retrato de Teresa (1979) y Mambí (1998). Es miembro de la Academia Cubana de la Lengua y ha sido merecedor del Premio Nacional de Edición (2000) y del Premio Nacional de Literatura (2009).

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