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Luis Mariano Carbonell, el músico

Cejas arqueadas y dicción santiaguera. De Santiago de Cuba. Los muchos años en La Habana no le quitaron a Luis Carbonell (1923 -2014) el acento de la gente del barrio del Tivolí. Ni el refinamiento de una ciudad que vio nacer a Emilio Bacardí, Elvira Cape y Pablo Lafargue. Gesto preciso y memoria secular. La memoria de la poesía se convertía en su voz en poesía de la memoria, viva, serpenteante, ávida, reflejo de los ecos insondables de la fosa de Battle –hondón marino frente a la ciudad-  y erguida como la Gran Piedra desde la que se divisa, en días claros y transparentes, la costa de  Jamaica. Caballero y duende, señor y güije, hablador y reflexivo, rumba y sinfonía, masa coral y música de cámara, cubano y universal. El próximo 26 de julio marcará el centenario del nacimiento de Luis Mariano Carbonell.

Me permito este viaje a la semilla de uno de los más portentosos recitadores antillanos del siglo pasado por dos razones. Una, su asociación a la poesía de Nicolás Guillén. Habrá que recordarlo en la interpretación de Motivos de son, pero también de la Elegía a Jesús Menéndez. Otra, la reedición de un disco singularísimo que todos deben escuchar, un verdadero prodigio de la fonografía iberoamericana: Esther Borja canta a dos, tres y cuatro voces.

Sin lugar a dudas, Carbonell ocupó un lugar cimero como intérprete de la poesía. Pero el magisterio musical que ejerció a lo largo de su fecunda vida merece tratamiento especial. Si bien fue reconocida con su proclamación como Premio Nacional de Música, todavía no se ha distinguido lo suficiente esa faceta del artista.

Sin pretender agotarla en su riqueza y vastedad, vale la pena decir que Luis Carbonell domina una especialidad que se está echando en falta: el repertorista. Es el músico que orienta y monta el repertorio de un cantante o agrupación; sabe lo que mejor les conviene, lo que encaja en su estilo y lo potencia en correspondencia con las características del intérprete. Es, al mismo tiempo, un decantador de calidades.

Así  fue como trabajó con Esther Borja (1913-2013), una de las voces favoritas del gran Ernesto Lecuona. Ella narró en una entrevista cómo surgió la idea de un proyecto tan atrevido, donde canta todas las voces en una integración polifónica admirable:

“Estando en España en 1953 –contó Esther- íbamos caminando por la Gran Vía de Madrid, Luis Carbonell, el empresario Mantilla, con quien había grabado mi Rapsodia de Cuba, y yo. Este último le dijo a Carbonell que cualquier idea que tuviese para una grabación se la hiciera saber. Luis quería que un intérprete cantara a dos, tres y cuatro voces. Entonces, Mantilla le comentó que esa era una empresa imposible en Cuba, porque tecnológicamente no estábamos listos. Se necesitaban  pistas. Así que a nuestro regreso Carbonell se lo cuenta a Medardo Montero, grabador que trabajaba en ocasiones con nosotros, quien después de analizarlo un poco, aseguró que sí era posible. Y comenzó la gran aventura. El montaje nos llevó siete meses. Luis no deseaba que se grabara hasta que todas las voces no estuvieran montadas. El aprendizaje de las distintas voces me hizo madurar inmensamente. No me parece que hayamos tenido que repetir muchas cosas, solo algunos detalles. Como yo no grababa por pistas, sino que primero registraba la primera voz, y luego Montero me ponía los auriculares para que la escuchara y sobre ella hiciera la segunda, y así sucesivamente, éramos en extremo cuidadosos, pues cualquier fallo conllevaba a tener que comenzar de cero”.

“Lo que más nerviosa me puso –siguió explicando- fue Ojos brujos, para el cual Luis había creado una cadencia a capella para tres voces, y yo temía quedar por encima o por debajo, es decir, no estar en la afinación perfecta. Pero el trabajo previo fue tan concienzudo, tan serio y era tanto el cariño y el interés de hacer una obra para siempre, que lo logramos”.

Viene a cuento subrayar el rigor que puso Luis en todo lo que hizo. En él cabe hablar de la estudiada disciplina de la espontaneidad. Sobre ello, al abordar el arte de la recitación, la antropóloga Natalia Bolívar ha dicho:

“La disciplina de Luis es la de quien se impone a sí mismo un tour de force, y por tanto su decir tiene la pulcritud,  en cada uno de sus elementos, de un instrumento mismo. No olvidar su movimiento preciso, la atmósfera planteada con exactitud sensual, todo a manera de una orquestación de los sentidos, hasta armar la escena y desembocar de manera progresiva en un silencio, donde todavía repercute lo rigurosamente planteado con la magia de lo fascinante”.

Yo mismo fui testigo de ese estricto proceder. Cuando se hallaba montando las Danzas melopeas, de Cervantes, para la espléndida edición discográfica interpretada y dirigida por el talentosísimo pianista Ulises Hernández en 2007, me confesó: “Estoy repasando cada sílaba, es la unidad de medida para que cada nota musical encuentre su correspondencia en la palabra. Solo cuando tengo esto resuelto puedo recomponer el texto. Entonces estaré listo para grabar”.

Por esos mismos días coincidimos en el jurado de un premio de la fonografía cubana, donde cada opinión suya valía lo que pesaba. Escuchábamos el disco de un rapero. Tenía sus virtudes, pero Luis comentó con agudeza: “Si yo interpretara un rap, lo haría estudiando el habla cubana, nuestros acentos. Cada artista debe responder a sus raíces, pero no basta con hacerlo intuitivamente. Hay que estudiar a fondo para que lo difícil parezca fácil y no tonto”.

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Pedro de la Hoz González
(Cienfuegos, 1953) Periodista y crítico de arte. Premio Nacional de Periodismo José Martí en 2017. Forma parte de la redacción cultural de Granma. Fue electo Vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Entre sus libros figuran África en la Revolución Cubana (ensayo, 2004) y Como el primer día (entrevistas, 2009).

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