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Pablo en el gran río de la Revolución Española

“Me quedaré en España, compañero”.

me dijiste con gesto enamorado.

Y al fin sin tu edificio tronante de guerrero

en la hierba de España te has quedado.

Miguel Hernández

“… Me voy a España, a ser arrastrado por el gran río de la revolución. A ver un pueblo en lucha. A conocer héroes. A oír el trueno del cañón y sentir el viento de la metralla. A contemplar incendios y fusilamientos. A estar junto al gran remolino silencioso de la muerte…”

Así, con belleza telúrica, Pablo de la Torriente Brau proclamó la determinación que marcó el acto  más trascendental en su vida. Lo hacía parapetado desde la crónica, Me voy a España, lanzando un grito de guerra y esperanza.  Ahí está  el “Pablo periodista, narrador, agitador, combatiente”, como lo definió Juan Marinello en el prólogo de Peleando con los milicianos.

Era España el corazón del mundo para 1936. Entonces tenía 35 años y viajaba no sólo para reportar, escribir de la revolución que allí eclosionaba, sino también para aprender de ella pensando en Cuba.

La vía más expedita para llegar hasta el epicentro del conflicto fue la de agenciarse una corresponsalía. Reputación tenía para ello. Así, cuando tocó a las puertas de la revista New Masses, enseguida le abrieron y “que me pagarán diez pesos por crónica”. Esa publicación, vinculada al Partido Comunista de Estados Unidos, contó con las firmas de Ernest Hemingway, Upton Sinclair, John Dos Passos. La otra publicación fue El Machete, órgano del Partido Comunista de México, del cual era conocido colaborador.

Razones tuvo para marchar a la guerra. Sus cartas a compañeros de lucha y amigos son contentivas de lo extraordinariamente duro que le resultó la estancia en Estados Unidos y el escepticismo que lo embargaba respecto a las condiciones existentes en la isla para impulsar su anhelada revolución. De ello da fe la misiva remitida a Carlos Martínez, con fecha 28 de julio de 1936, donde expresó: “La revolución está en el punto muerto; está como esas ruedas de los camiones atascados, que giran en el aire inútilmente”. Párrafos más adelante subraya: “…ahora me consuelo con la revolución española. Nosotros hemos cometido una pifia al no irnos para allá hace algún tiempo”.

Poco después, en otra epístola donde hablaba de sus gestiones para ir a España, evidenciaría la importancia estratégica que le otorgaba a la decisión: “Allá, aparte de la gran experiencia a mi vista, creo firmemente que puedo hacer por la revolución cubana mucho, pues parece claro que la revolución española tiene en Cuba profundas repercusiones y se le podrá sacar lascas innúmeras, de lección, en beneficio de todo nuestro pueblo”.

La huella periodística de Pablo en ese paso fugaz y trepidante de apenas tres meses por el mapa bélico español fue tan contundente que ha quedado registrado entre los más  importantes y significativos testimonio de la epopeya.

Es importante destacar que la labor como corresponsal de guerra ha de verse orgánicamente vinculada al resto de su actividad política. Él tuvo conciencia del papel de la narración periodística en tanto discurso político, el periodismo fue su trinchera por excelencia por la sencilla razón de que fue su principal forma de comunicación como activista político, un acto que en él se daba natural dado su carisma, cultura  autodidacta, sentido del deber, patriotismo y la capacidad innata para decir.

El joven revolucionario comprendió como pocos en su tiempo el poder de lo simbólico como constructor de conciencia y que el discurso es resultante de un contexto que también puede ser modificado  desde el propio discurso. De ahí la importancia que le concedió al periodismo para la denuncia, para el cambio, y del periodismo como un tipo especial de propaganda como modelador de comportamientos.

Pablo estuvo persuadido de cuánto de cierto hay en la afirmación que hiciera  del general Clausewitz, de que  “… la guerra es la continuación de la política por otros medios”, y, en consecuencia, tomó partido. Desde esa perspectiva  pudiera decirse que su relato periodístico encontró apoyatura en principios de la guerra psicológica, partiendo de un sincero y riguroso apego a la verdad. En consecuencia, legitimó  la acción de sus compañeros de armas a partir del  empleo hábil y justificado de la heroicidad objetivada en la historia de vida del combatiente, reforzó el ideal de la causa justa que defendían, contribuyó a cohesionarlos y les infundió confianza en la victoria; en fin, toda su labor estuvo direccionada a mantener siempre elevada la moral combativa de los suyos. Al descalificar al enemigo, no lo denostó y mucho menos arremetió con una retórica enajenada, sino demostrando a cada momento y de manera contundente e irrebatible la esencia del fascismo, del peligro que representaba para la humanidad y ejemplificó con los crímenes que cometió contra la población española indefensa.

Su trayectoria como combatiente por la transformación social puede seguirse y estudiarse desde su presencia en los periódicos y en su profusa producción epistolar cuya dimensión contextual rebasó lo íntimo y que, una vez publicada, devino valiosa compilación con evidentes rasgos del comentario periodístico de corte político, comunicación vigorosa por donde discurre el riguroso análisis del momento histórico.

Pablo de la Torriente Brau, obra de Isis de Lázaro.

Así, las crónicas de guerra de Peleando con los milicianos tienen su correlato en las cartas de esa etapa. La labor de propagandista político que con altos quilates realizó desde sus crónicas de guerra se ensambla con la valoración sustanciosa y crítica del contexto que hizo en las misivas enviadas a los compañeros de lucha. Ambas formas de comunicación quedaron orgánicamente enlazadas para darnos una visión holística no solo del escenario español, sino del europeo abocado a la segunda guerra mundial y de la Cuba post revolución del treinta.

A Raúl Roa le expresó en misiva con fecha 15 de enero de 1936:”Mis cartas son las actas oficiales de mi pensamiento. No tengo miedo nunca a escribir lo que pienso con vistas al presente y al futuro, porque mis pensamientos no tienen dos filos ni dos intenciones, le bastan con tener un solo filo bien poderoso y tajante el que le brinda la interna y firme convicción de mis actos. No me importa tampoco nada equivocarme en política, porque solo no se equivoca el que no labora, el que no lucha”.

De la Torriente tuvo certidumbre de la capacidad de influencia, de  (des)legitimación de la prensa y de ésta como vehículo de propaganda política desde una postura afiliada al criterio de Lenin, quien planteó: “(…) Necesitamos un periódico; sin él no será posible una labor de propaganda y agitación múltiple, basada en sólidos principios”.

Fue también un adelantado en su época al intuir el desplazamiento irreversible que comenzaba a darse con el espacio público más allá del lugar físico clásico para hacer política; en esa dirección, vislumbró que la naciente industria cultural, encabezadas entonces por la radio y la cine, ensanchaba a demarcaciones insospechadas el tradicional ámbito de la plaza y la tribuna y con ello las posibilidades para influir en la opinión pública.

Bastaría recordar cómo describió el papel del cine en su crónica We are from Madrid, cuando “cinco mil espectadores angustiados, frenéticos, gozosos, triunfantes, exaltados” cantaron La Internacional al ver reflejada la realidad de su Madrid en guerra en la pantalla con la película soviética Los marineros del Kronstadt que recordaba los días del Petrogrado de la revolución bolchevique.

Para el autor de Realengo 18, el periodismo fue consustancial a la labor política en tanto ejercicio de información, reflexión y persuasión. Lo aprendió de Martí, quien lo practicó desde esa comprensión a lo largo de toda su vida política. Fue portador también de un legado histórico que bien conocía; en buena lid fue continuador  excelso de la tradición del periodismo mambí. Él heredó de la prensa independentista su alineación con la causa justa, el compromiso con esa verdad, la prosa vigorosa que, en su caso, devino punto de inflexión en tanto forma narrativa.

La presencia de Martí se advierte también en la obra narrativa de Pablo, martiano raigal.  Del aliento discursivo de Escenas norteamericanas del prócer está impregnada la narrativa periodística del joven que aprendió a leer en la Edad de oro, signo vital de su cubanidad, como él mismo preconizaba. Ambos se unen en el tiempo desde el quehacer e ímpetu revolucionarios y la maestría expresiva; ellos representan dos momentos históricos ensamblados en el devenir del proceso de liberación nacional cubano.

De la Torriente Brau es igualmente en el tiempo expresión de la militancia y línea expresiva  de John Reed, el peregrino de los grandes caminos a inicios del siglo XX. Reed pintaba sus narraciones y era capaz de poner a dialogar de igual a igual a  sus lectores con los héroes terrenales que iba a buscar al centro de la tempestad revolucionaria. Ahí están, por ejemplo, sus clásicos México insurgente y Diez días que conmovieron al mundo.

Cuando escribió Des avions por l´Espagne, registrando con su palabra cinematográfica la efervescencia parisina por la lucha que acontecía en la vecina España, ya Pablo tenía a su haber Cuentos de Batey y Presidio Modelo, narrativas  donde demostró afán de renovación y originalidad y que marcaron un antes y un después en la literatura cubana y dentro de ésta, como es natural, el periodismo. Es decir, a Barcelona llegó con la fibra y la garra del gran periodista que ya había labrado.

Su entrañable amigo Raúl Roa lo vio “directo y ágil, como un reportero moderno”. Ambrosio Fornet dijo que “(…) fue el primero en escribir con el ritmo de la respiración”. Carlos Rafael Rodríguez encuadró su estilo en el testimonio, forma expresiva que define como literatura directa que tiene el valor de la transcripción de lo real, no una literatura que se sobrepone a la realidad para enriquecerla, sino que surge de la realidad misma enriqueciéndola. Juan Marinello subrayó que “(…) para ser periodista cabal posee Pablo de la Torriente capacidades específicas y relevantes. Es un escritor natural de mucha sabiduría. Es distinto y llega a todos. Transmite lo que ve sin artificio ni revoque, pero siempre con acento propio y de modo nuevo”. Alejo Carpentier lo retrata cuando dice  que el periodista es un cronista de su tiempo.

Por demás, encasillar la producción de Pablo en este o aquel género periodístico, resulta un verdadero sacrilegio. Su periodismo fue como él que no admitía estancos ni encierros. Su naturaleza transgresora e irreverente también la hizo sentir en la manera de contar donde la fuerza huracanada del vanguardismo dejó su huella.  Una de las singularidades de su periodismo es que su mirada no es neutra, más bien inquisitiva, busca escrutar lo reportado en movimiento, en su contexto epocal.

Lo expuesto puede encuadrar en la percepción de Gabriel García Márquez quien sostiene que acudir a la crónica es necesario si lo que se quiere es dar cuenta de nuestra realidad compleja, las más de las veces difícil, dura, envuelta en paradojas y contrasentidos.

Él se hizo su propio traje a la medida a partir de un relato periodístico entendido desde la perspectiva de aquel tipo de discurso que cobija, da unidad y coherencia a acontecimientos verdaderos, actuales, de interés humano cuyo significado vital proviene de la experiencia de los protagonistas y que de la mano del autor y su correspondiente socialización se hace socialmente relevante y, por tanto, alcanza entidad significante. En el relato de Pablo pueden convivir diversos tipos de narrativas, de ahí su carácter transgresor al romper con las fronteras genéricas tradicionales del periodismo para dar la posibilidad de brindar horizontes más amplios del hecho reportado y propiciar así un mayor diapasón de referentes  y marcos interpretativos al lector.

Estudiosos de la obra pabliana, como Ana Cairo, coinciden en afirmar que su prosa está cargada de metáforas, símiles, imágenes sensoriales de todo tipo.

El periodismo  del autor de Realengo 18 hizo protagonista a los marginados de siempre, le otorgó la voz negada, acudió al testigo auténtico para desentrañar el entorno, dándole el verdadero sentido histórico a esa realidad otra y provocar con ello la toma de partido. Él, por tanto, no fue un espectador neutro, se involucra e implica con el propósito de encauzar la transformación social revolucionaria. Puede decirse entonces que en el periodismo pabliano habita el análisis social con la singularidad de que lo subjetivo de la historia contada se transforma en memoria colectiva contada desde un estilo donde predomina la hazaña imaginativa, el color.

Esa perspectiva se transparenta desde su condición de corresponsal de guerra, pero desde el relato épico que en su caso no es la transcripción ortopédica de la historia. Todo gran hecho necesita testigos a su nivel y Pablo lo es para el suceso español. De ahí que el autor de Presidio Modelo le dijera a Roa en carta fechada en Nueva York el 18 de agosto de 1936: “Mis ojos se han hecho para ver cosas extraordinarias y mi maquinita para escribirlas”.

La calidad de su testimonio nace de la profunda sustancia de lo vivido y sentido. Con él asistimos a la lectura de un relato a la intemperie poseedor de alma, corazón y vida  desde una imaginación desbordada aferrada sin falta a la realidad.

Palabra urgente, así puede definirse el estilo de Pablo de la Torriente Brau a la hora de reportar la guerra. Su crónica bélica está sensiblemente marcada por el estilo cinematográfico, arte que lo deslumbró y por el cual sentía profunda admiración, y, sobre todo, porque sólo de esta manera, como cámara viviente que capta, siente, oye, recorrió con el apremio  de las veinticuatro imágenes por segundo el drama del campo de batalla. En Francisco Galán, un general de la milicia española, proclamó: “Toda la guerra se ha hecho para que el cine de cuenta de ella”.

No hay rebuscamientos en el decir, redacta con oraciones sencillas, cortas, sustanciosas; va al directo sin descuidar el significado y excelencia de lo expresado con intención manifiesta. Maneja el adjetivo a ráfagas como disparos certeros que definen, exaltan, elogian, conmueven, retratan. Emplea el punto suspensivo para hacer cómplice al lector  en la interpretación de las ideas que expone, para otorgar dinamismo a la lectura, como el soldado que va a la ofensiva y no tiene tiempo para mirar atrás. Gusta del diálogo, la viñeta, de la historia testimonial compacta y participativa de manera que no quede ningún protagonista fuera del relato y pintar así el arco iris de héroes, la tropa, la acción colectiva. Como siempre, el humor, la ironía, la exageración, el sarcasmo, aderezan las historias otorgándoles una actitud lúdica desde certezas inteligentes y agudas. Y para no variar, Pablo es autor implícito sin rubor posible, narrador o actor de primera fila de sus textos.

Como hombre de fibra reporteril, en España también lo obsesionaba el transcurrir inexorable del reloj porque quería hacerse carne, hueso y existencia fecunda en aquella lucha, “Me sobran energías, pero me falta tiempo”, decía.

Su agenda de trabajo como corresponsal quedó bien definida antes de partir a España: “(…) “me acercaré a los líderes para saber lo que piensan. Iré a donde están peleando las milicias, en las montañas y desfiladeros, contra el ejército traidor. Hablaré con la “Pasionaria”, la jefa de las mujeres de corazón de acero. Iré hasta los barcos de la escuadra, mandados por marineros que han salvado la revolución con su lealtad y su valor, impidiendo el paso de los mercenarios de Marruecos. Presenciaré el fusilamiento de los jefes fascistas… Acaso estaré allá, cuando Mussolini y Hitler, no pudiéndose sostenerse más, se lancen a la guerra y vendrá entonces la batalla definitiva entre oprimido y opresores… ¡Y asistiré de todos modos, al gran triunfo de la revolución…”

De todo ello da fe Peleando con los milicianos.

Jorge Ferrer, prologuista de la más reciente edición española de Peleando con los milicianos, compacta la presencia huracanada de Pablo en la España guerrera: “La actividad del cubano ―corresponsal y miliciano; miliciano y corresponsal― es de veras frenética. Lo vemos entrevistándose con el general Álvarez del Vallo, comiendo con Marañón y Menéndez Pidal, visitando a José María Chacón y Calvo ―eminente hispanista a la sazón secretario de la Legación de Cuba en España― o a Lino Novás Calvo. Lo sabemos acudiendo a la sede de la Alianza Intelectual Antifascista, donde le conoce el poeta Miguel Hernández, hablándole al enemigo parapetado al otro lado de la estrecha línea del frente ― ¡Que hable el cubano!, pedían desde el otro lado―, asistiendo a bombardeos en la Sierra, en Barajas, escuchando el tableteo de los cañones a las afueras de Madrid ― “¡Si oyeras cómo truena el cañoneo! Parece que están sacudiendo todas las alfombras de Madrid”―, desentrañando la compleja maraña de fuerzas que formaban el bando republicano, admirando los discursos de Indalecio Prieto, “de corte leniniano por completo”, planeando escribir todo un libro sobre El Campesino y sus hombres que pensaba titular La leche de Buitrago, organizando actividades culturales festivas “para levantar el ánimo a los hombres”…”

“Marxista de firme convicción”, como lo define Marinello, lo primero que resalta en la narrativa épica de Pablo sobre la guerra en España es el internacionalismo. Él tomó como punto de partida el precepto martiano de Patria es humanidad y transita hacia la perspectiva  de la lucha clasista  a nivel internacional. En su relato quedan nítidamente expresados virtudes  y valores éticos como amistad, solidaridad, dignidad, honor, deber, amor, sacrificio en el acto viril de luchar contra el agresor.

En el parapeto,  impercedera crónica de guerra, la polémica con el enemigo relacionada con los ideales del internacionalismo deviene modélica. En ella el comisario político Pablo responde viril a los fascistas: “Con ustedes está la canalla del mundo… A nosotros nos mandan luchadores de la libertad y nos apoya el proletariado del mundo entero… Nosotros, los hispanoamericanos, hemos venido aquí y allá reunimos dinero para la causa del pueblo español, porque estamos contra la España que ustedes quieren prolongar, la vieja España de la explotación de nuestros pueblos, contra la que fue nuestra madrasta y ahora será nuestra hermana mayor, por ser la primera en obtener la libertad…”

Da testimonio de la ayuda solidaria que llegó a España de diferentes partes del mundo en Polizontes del Magallanes, con los jóvenes mexicanos que atravesaron el Atlántico para  hacerse parte de la epopeya. También lo retrata al describir la corriente de simpatía y solidaridad de los parisinos por la República española a sabiendas que en la tierra vecina se decidía el destino de la Francia antifascista, tal como lo expone en Barcelona bajo el signo de la revolución.

Lo heroico discurre como hilo conductor de sus historias una veces soterrado, otras visible y luminoso: “…Casos de caer quince hombres en fila ante una ametralladora hasta que el número dieciséis en la fila bloquea el fuego y toma la pieza”, así relata en Barcelona bajo el signo de la revolución.  Para Pablo, la heroicidad es “el sacrificio, el valor, el desinterés y la constancia. ¡Y sólo se otorga con la victoria o con la muerte!” . También lo identifica como atributo en el acto colectivo: “El pueblo fue al asalto con escopeta de caza, con hachas, con tubos… Fue inverosímil… Pero ocurrió… Fue la suerte de España.”

El corresponsal de guerra también dibuja con palabras a los héroes, otorgándoles un halo trascendental. Así lo hace en Des avions por l´Espagne, con Dolores Ibárruri: “La Pasionaria famosa, que en un mitin monstruoso en el Velodrome d´Hiver arrebató al  público. Su nombre, su majestad patética, su enrome fuerza moral, su palidez de cansancio, en contraste con su ropa negra, los mechones blancos sobre su cara aún joven, ejercieron una singular fascinación sobre los parisienses que la aclamaron delirantemente”.

La mirada escrutadora  e intencionada del corresponsal de guerra encontró en los jóvenes combatientes españoles una fuente de alegría y heroísmo. Lo describe en Barcelona bajo el signo de la revolución: “Los milicianos son tan jóvenes y tan entusiasta que más parecen estudiantes de vacaciones que hombres que regresan o que van al frente de combate”. También en Campesino y sus hombres: “Son una tropa joven, ardiente, anhelosa siempre de que den los lugares difíciles para demostrar lo que hacen los hombres que tomaron la leche de Buitrago. Son de todas partes de España. Campesino, el comandante, se ríe de sus oficiales porque casi ninguno tiene “pelo de barbas”. Cuando caen heridos, se dan ellos mismos el alta de hospital en contra de la opinión del médico para terminar sus curas en el botiquín del batallón”.

El gigante cubano quiere dejar constancia de la irrupción volcánica de lo heroico que descubrió y admiró en cada trinchera española a la que llegó. Con apenas un epíteto, frase, oración, da fe de vida, registra para el presente y el porvenir a los hombres y mujeres hasta ese momento anónimos. Así habla del Comisario Blindado; de Marina, la muchacha de la ametralladora; del  soldado torero; del maestro combatiente; de Luna, la jefa de pelotón; del Comandante político; de los siete hombres que fueron en medio de la noche a rescatar a tres camaradas heridos que habían quedado en campo enemigo. Trata, en suma, desde el elogio como estímulo, de amasar el heroísmo colectivo.

Para Pablo la actitud ejemplar debe ser motivo de acción educativa. En Francisco Galán, un general de las milicias españolas, al héroe lo proyecta como paradigma de lo que debe ser un jefe militar revolucionario: “(…) Paco Galán, general de milicias a un tiempo militar y político, a la vez estratega y comisario, organizador y táctico, creador de soldados y director de combate.”

El sentido clasista, el optimismo y capacidad transformadora de quienes luchan por la República es savia que corre por la propuesta discursiva pabliana. Lo transparenta en Un alcalde  de la revolución, con el de Buitrago de Lozoya, Víctor Rodrígo: “Yo he sido campesino, pastor, ganadero, carnicero. De todo. La primera carrera que me dieron fue laborar. Y España es rica, España tiene aceite, uvas, naranjas, arroz; tiene ganados numerosos, minas. España tiene de todo, Por muy mal, por muy mal que quedemos, en cuatro años, si nos dejan, la reconstruiremos. Y estará mejor que nunca. Porque hasta ahora España ha sido pobre, porque ha sido para unos cuantos nada más. La energía acumulada en la guerra, el pueblo la aplicará en la paz”.

Lo ético también queda categóricamente asentado como derrotero inevitable del bando desde donde se defiende la causa justa. En el parapeto da fe de ello:

“-  (…) Tenemos que vengar la muerte de Lolita. Como vengan hoy al  parapeto a dejar la prensa, nos lo cargamos”.

– No teniente, no puede ser eso – le atajó muy seriamente un miliciano.

-¿Qué? ¿Lo vamos a dejar llegar? ¿Acaso ellos han respetado nunca los parlamentos? ¿Acaso en Madrid y Barcelona, en Oviedo, y en todas partes, no han usado los parlamentos para ametrallarnos cuando nos acercamos?

-Pues por eso mismo, teniente, porque nosotros no podemos ser como ellos –replicó el miliciano”.

La concepción ético-moral que preconiza el comisario-periodista de la guerra tiene por centro al combatiente. Así queda plasmado en la entrevista que realizó a Francisco Galán, jefe de tropas voluntarias, quien subraya: “La guerra la ganan los hombres y no las armas”. Para Pablo la eticidad pasa inexorablemente por la verdad como factor de concientización y movilización de las fuerzas revolucionarias. Lo pone de relieve en la entrevista  que realiza a José Díaz, secretario general del Partido Comunista de España, cuando el líder enfatiza: “(…) Decir la verdad porque solo con el conocimiento de ella se puede vencer”.

Guerra y muerte, sin afeites, articulan un binomio en la épica española narrada por el internacionalista boricuacubano desde múltiple aristas. En unos casos como compromiso y mandato supremo: “Aquí no venimos a morir, sino a matar. Solo venimos a morir cuando vamos al ataque, cuando vamos a cambiar la vida por un objetivo. La vida que traemos al parapeto no es nuestra. Ya la hemos dado al Partido Comunista. Es de la revolución. Y un muerto no es solo un compañero que cae. Es un rifle menos  para matar fascista”, pone en boca del teniente Ruiz en el vibrante diálogo que sostiene el oficial con sus subordinados En el parapeto.

En ese mismo relato dibujó la muerte desde la metáfora con el fin de subrayar lo heroico y conminar al combate. Aparece al narrar el episodio de la miliciana de 17 años de edad, Lolita Márquez, la aprendiz de modista, quien cae bajo fuego enemigo al cruzar de una trinchera a otra. Pablo le confirió un dramatismo especial a la descripción que hace  cuando rescatan el cuerpo de la muchacha, ya inerme, en el campo de batalla: “(…) llevaba el lívido color de la muerte que se parece al de un canario enfermo”.

En el relato de referencia, el miedo, ese fantasma que ronda a los combatientes en la guerra, fue también abordado con sencillez y honestidad, humor y añoranza desde su propia experiencia: “Me acosté a cielo abierto porque no había espacio en las pocas chabolas que aún habían hecho. Había una clara luna remota, de menguante. Y las estrellas, mis viejas amigas del cielo del Presidio. Tanto tiempo sin verlas. De pronto me entró la duda. ¿Era  Casiopea la constelación que brillaba en mi cabeza? El cuerpo me temblaba por el frío, como si fuera un flan. ¿Tendré yo miedo –pensé- que no me acuerdo bien de lo que sé? Me acordé de Cuba, de Teté Casuso, de mis perros, de mis árboles de Punta Brava. Yo me dije: a lo mejor, en la guerra, cuando uno tiene un recuerdo es porque se siente miedo. Pero no estaba convencido”.

Pablo no concibió la epopeya española y sus  coordenadas heroicas sin la imprescindible participación de la mujer. Lo recogió en Cuatro mujeres en el frente, pero también en otras de sus crónicas. Una de las más elocuentes referencias es la que hace de Julia, La Miliciana, en  Campesino y sus hombres. De ella reconoció su arrojo: “(…) que se mete por donde ningún hombre se mete. Alta y fuerte, una vez llevó a espaldas, bajo fuego enemigo, a un herido desde la avanzadilla hasta el botiquín de la retaguardia. En la trinchera donde ella esté, los hombres se sienten obligados a ser más hombres para ser igual a ella”.

Como propagandista político se apropia visionariamente de la labor  educativa del jefe militar revolucionario para socializarla y pensando, tal vez, en aplicarla en Cuba cuando llegara el momento. El diálogo que sostuvo con Paco Galán, por quien profesara especial admiración, muestra ese interés. El comandante de milicianos le manifestó al periodista: “No mando nunca y razono sobre la conveniencia de hacer las cosas. Además, le he dado  el justo valor al miliciano. He tratado que tenga participación en todo. Nunca le he ocultado nada y le planteo la realidad de la situación, por grave que sea, ofreciéndole, claro está, todas las coyunturas positivas que puedan tener. Pero sobre todo he tratado que la columna sea un vivero de combatientes serenos y expertos, en el que cada uno tiene fe en los demás. Por eso hemos rechazado toda clase de ataques y cada día es más alta la moral de estas tropas”.

Pablo fue capaz de pintar óleos con las palabras e ir más adentro de sus héroes admirados. Así retrató a Valentín González: “Joven, con su barba negrísima, sus dientes que relucen, sus brillantes ojos, su gorro ruso, su capote negro, su desenfado insultante, su cara morena, su lenguaje sincero, violento, burlón, su cuerpo un poco grueso y su satisfacción de ser él mismo, y no nadie más, parecido a un mismo tiempo a un moro o un cosaco. Campesino es hoy un héroe popular de la Revolución española”.

Catorce crónicas revelan el periplo de Pablo. Barcelona, Madrid y Buitrago de Lozoya marcan el mapa bélico del internacionalista antillano. En ese último sitio compartió con la tropa de Paco Galán para finalmente incorporarse a la Brigada de Choque de Valentín González, El Campesino, donde fue nombrado Comisario Político.

Al respecto, De la Torriente Brau  escribió a Roa en carta con fecha 15 de noviembre: “(…) acaso sea un error desde el punto de vista periodístico, puesto que tengo que permanecer alejado de Madrid más tiempo del que debiera, pero, para justificarme plenamente, comprenderás que en estos momentos había que abandonar toda posición que no fuera la más estrictamente revolucionaria”.

De su labor en la primera línea de combate dijo Jorge M. Reverte “(…) que era escritor y periodista, y además un luchador de primera, (…) que no rehuía nunca la primera línea de fuego, a pesar de destacar mucho físicamente, pues tenía 1m 85 cm de estatura, y era muy valiente.”

En el número uno de Al Ataque, Antonio Aparicio escribió: “(…) vino Torriente a España para enviar desde aquí sus trabajos literarios sobre la guerra civil española. Pero, ya en España, no se limitó a esa labor. Su temperamento de luchador juvenil y apasionado le exigía un trabajo más duro dónde emplear la energía y tesón de su juventud combativa (…) Los soldados (…) vieron más de una vez a Torriente fijo en su puesto durante los momentos más encarnizados de la pelea, ayudando con su ejemplo a resistir el empuje enemigo. Eran los días dramáticos en que el peligro sobre Madrid aumentaba por instantes (…) Era el comisario que necesitaban los luchadores para conservar sus puestos sin vacilar, sin dejarse ganar por titubeos (….)”.

A Valentín González dedicó el combatiente internacionalista cubano una de sus más viriles crónicas, la última que envió desde el campo de batalla: “Este es Campesino. Un hombre de novela. (…) sus hombres lo admiran y quieren. El enemigo lo odia. Los cobardes le huyen. Los valientes, todos, quieren ser como él”. Tal era la valoración hacia su jefe. Entre ambos hubo una sentida corriente de simpatía, de camaradería. Se dijo que El Campesino, a riesgo de su vida, fue quien rescató el cadáver del subordinado y lo condecoró póstumamente con el grado de Capitán, tras reconocer su ejemplo y su valor. El legendario jefe militar dijo muchos años después que la pluma de Pablo hacía mayores estragos que toda una batería de artillería, pero que estuvo siempre ansioso, desde que llegó a España, de cambiar esa pluma maravillosa por el fusil.

En la tropa de Valentín, el Comisario Político estrechó vínculos con Miguel Hernández: “(…) Un muchacho considerado como uno de los mejores poetas de españoles, que estaba en el cuerpo de zapadores. Lo nombré jefe del Departamento de Cultura, estuvimos trabajando en los planes para publicar el periódico de la brigada y la creación de uno de los periódicos murales”, cuenta en carta fechada en Alcalá de Henares el 28 de noviembre de 1936.

Juan Ramón Jiménez expresó póstumamente de Pablo, “(…) ningún hombre, ni uno solo, que sea del lado y de la cara que fuese, y sea el que fuere, su acuse de destino, se atreverá a dudar ni a sonreír pública ni íntimamente de la fe, la esperanza, la caridad, el noble heroísmo de otro hombre palpitantemente joven y poeta, que deja una hirviente paz y su patria viva para morir con el corazón en la mano, por el mundo que sueña, en otra. (…) Esta vez, la otra patria ha sido España, el héroe, un cubano: Pablo de la Torriente. Yo, como español del mundo que él soñaba, me inclino ante el ejemplo generoso de su muerte”.

En Majadahonda, el capitán Pablo de la Torriente Brau echó caminar definitivamente por la historia como hombre del mundo y para todos los tiempos.

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Roger Ricardo Luis
DrC. Roger Ricardo Luis. Profesor Titular de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Jefe de la Disciplina de Periodismo Impreso y Agencias. Dos veces Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí.

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