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El significado cultural de los selfies

A diferencia de la fotografía tradicional, los selfies o autorretratos adquieren un nuevo significado cultural, fruto de la necesidad de visualizar nuestra presencia en el paisaje, de ser sujetos que colonizan el espacio y lo proyectan. El selfie como expresión cultural puede ser interpretado de diversas formas por diferentes autores y dar respuesta a esa necesidad de representarnos en imágenes que, a su vez, fomenta la conformación de nuestra identidad.

Tradicionalmente, la fotografía ha estado guiada por un afán de recoger un instante solemne, un momento único inmortalizado en un documento de memoria, pero esta obsesión de evocación se ha visto menoscabada por el nuevo uso de la fotografía, en la actualidad, como acto de comunicación, de relación, en detrimento de la idea clásica de recuerdo. El valor de la imagen ha cambiado y ha dejado paso a las marcas biográficas, a un énfasis en la manifestación de nuestra presencia, en un acontecimiento más que el acontecimiento en sí.

La producción de fotografías ya no se limita a un reducido grupo, sino que, ahora, todos somos productores de imágenes. Aparece, así, un nuevo género: las fotografías a nosotros mismos o selfies, que pueden tomarse en cualquier circunstancia y lugar, y circulan por la red. El hecho de autofotografiarnos obedece a la necesidad de autoafirmación, de autoexploración, de autorebeldía o de creación de avatares virtuales. Según el fotógrafo, Joan Fontcuberta, la fotografía seguirá ocupando los huecos vacíos que nos produce la falta de afectividad, de relaciones y de explicaciones relativas o de relato.

Joan Fontcuberta piensa que la fotografía seguirá ocupando los huecos vacíos que nos produce la falta de afectividad

Nietzsche, Freud y Marx se erigieron como los maestros de la sospecha, criticando la falsedad escondida en los valores ilustrados de racionalidad y verdad del siglo XIX, y desenmascarando la cultura en un intento por descubrir el origen de los valores y la moral. Todos ellos, aun en sus particulares perspectivas, coincidirán en la búsqueda de una nueva conciencia que genere una sociedad mejor.

Inspirados por Marx, Weber y Simmel reformularon la relación de las condiciones materiales de vida y producción, y la esfera de la cultura, señalando que esta última podía ser vista como la producción material de la existencia y que las formas de organización de la producción y el avance de la tecnología dependían también de las ideas y la cultura de cada momento.

La siguiente generación de sociólogos, representada por Horkheimer y Adorno, reunidos en la Escuela de Fráncfort, siguió una línea de investigación acerca del análisis de la sociedad influenciada por el materialismo histórico desarrollado por Marx. Estos pensadores concluyeron que el proletariado no se alzaría como el agente revolucionario, como había pronosticado Marx, sino que este grupo social quedaría seducido por el consumismo y por un fuerte sentido de identidad nacional, más que de clase, es decir, los trabajadores del siglo XX estarían más interesados en disfrutar del materialismo inducido por el capitalismo que por llevar a la sociedad a un nuevo sistema de producción y de pensamiento.

Horkheimer y Adorno son las figuras más representativas de la Escuela de Fráncfort

Nobert Elias nos habla de su concepto de cultura entendida como civilización que conlleva un proceso continuo, es decir, la cultura no se restringe a la producción cultural, sino que engloba la forma en que las personas se relacionan. Por su parte, Pierre Bourdieu se centra en los productos culturales, la construcción social del gusto y de la «alta cultura» desde la perspectiva del habitus y las disposiciones que lo forman, esto es, la manera como nos relacionamos, muchas veces de forma desigual, con los diferentes productos culturales.

Lyotard introdujo el estudio de la posmodernidad, que para él representaba un cambio en el estatus de la cultura, especificado por una legitimidad conseguida mediante los grandes relatos o metarrelatos. Así pues, la transformación de la cultura pasa por tres estadios que corresponden a la sociedad premoderna, moderna y posmoderna. Esta última describe la cultura singular, del todo vale, valorizada por el dinero y, por tanto, capitalizada. El estilo, la estética, la forma de presentar los objetos se valoriza en detrimento del propio valor del objeto en un rentable fast-food cultural.

Jameson, en la línea analítica de Adorno y Horkheimer sobre la industria cultural, considera que «los cambios formales en la cultura del posmodernismo son un síntoma de los cambios estructurales más profundos producidos por la reestructuración social del capitalismo tardío como sistema.» Esta nueva forma de percibir el espacio y el tiempo origina el pastiche y la esquizofrenia o fragmentación del sujeto, en una manifestación del sistema social caracterizada por la pérdida del sentido de la historia, la transformación de la realidad en imágenes y un vivir en estado de constante cambio que invalida las tradiciones de los anteriores sistemas sociales. De esta manera, la cultura posmoderna reproduce y consolida la lógica del capitalismo consumista.

Ejemplo de pastiche cultural

Para Baudrillard, representante del posmodernismo y postestructuralismo, economía y cultura van de la mano, hecho explicado por el desplazamiento histórico de Occidente  desde una sociedad productora de cosas a otra productora de información. Asimismo, interpreta la cultura como una cultura de simulacro, basada en copias idénticas sin un original. La simulación, que no hace distinción entre copia y original, genera modelos de algo real sin orígenes o realidad, la llamada hiperrealidad.

En definitiva, Baudrillard, alineado con Lyotard respecto a la posmodernidad, postula que Dios, la naturaleza, la ciencia, la clase trabajadora… «todos han perdido su autoridad como centros de autenticidad y verdad […] y el resultado es el derrumbamiento de lo real en el hiperrealismo.»

Hasta aquí, hemos visto todas las posibles interpretaciones de la expresión cultural por parte de los autores más representativos de la modernidad y la posmodernidad. A modo de síntesis, podemos concluir que un selfie para Marx estaría ligado a los modos de producción social; para Simmel estaría relacionado con un proceso de retroalimentación entre cultura objetiva y subjetiva; para Horkheimer y Adorno sería una experiencia derivada de la cultura de masas y sus prácticas de consumo; Benjamin lo dotaría de un valor exhibicionista en detrimento de la originalidad; Elies lo vería como un proceso civilizatorio relacionado con las costumbres y las formas de relacionarnos con otros que definen nuestra identidad; Bourdieu lo relacionaría con el habitus y sus disposiciones, así como con el capital; Lyotard, en su visión posmoderna, lo consideraría una forma de rápido consumo cultural donde la estética se alza como protagonista; para Jameson los selfies evidenciarían la nueva estructura social capitalista y posmoderna, y reflejarían los cambios producidos en las nociones de espacio y tiempo en forma de un pastiche transformador de la realidad cambiante en imágenes; y, finalmente, Baudrillard los vincularía con la economía y con el simulacro o  hiperrealidad.

Según los postulados de Baudrillard, los selfies son simulacros que se consideran más reales que la propia realidad.

Así pues, situados en el posmodernismo, podemos considerar los selfies como un simulacro, dada la evanescente condición de la realidad, que ha sido relevada por la representación, por lo que ocurre en las pantallas. En este contexto, el selfie se alza como el gran protagonista que satisface nuestra necesidad de representación, porque esa hiperrealidad baudrillardiana, es ahora más real que la propia realidad, «nos relacionamos ya no con lo real sino con las simulaciones.»

El selfie ayuda a explicar quiénes somos, a configurar nuestra identidad, mostrando una narración en imagen, diciendo algo de nosotros, en un mundo donde «las esferas de lo público y lo privado se entremezclan en esas imágenes que entran en el ámbito privado para transformarlo en un espectáculo: performance y vida real, simulacro y vida real en un cóctel». Exponemos, pues, nuestra intimidad, nuestro estado de ánimo, nos apropiamos del paisaje o de la identidad de nuestro acompañante, en una constante exposición, exaltación y saturación de esa representación de nosotros mismos, de ese yo hiperreal, que la mirada del otro acabará de constituir en un entorno virtual que parece más cómodo y atractivo que la propia realidad.

Tomado de: Nueva Revolución

Foto de portada: National Geographic

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