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Protestas en Cuba

Fidel Castro comprendió la importancia de la unidad en las filas revolucionarias, y la cultivó sin descanso. Pero en condiciones difíciles advirtió que esas filas debían prepararse para la posibilidad de que la Revolución perdiera el apoyo de la mayoría. Aunque sabía ineludible trabajar para que no ocurriese tal calamidad, incongruente con una obra popular por programa y médula, no necesitaba ser el político zahorí que fue para prever los peligros que podían minar esa obra en un país que —también lo advirtió— el imperialismo no podría destruir, pero podía autodestruirse desde dentro.

Conocía la naturaleza de la potencia imperialista que, desde su fragua como nación, ambicionó apoderarse de Cuba, no para hacer de ella un boyante estado de la federación formada a partir de las otrora Trece Colonias británicas, sino para utilizarla como posesión colonial.

En el “menos malo” de los casos, llegado el momento la tomaría para ensayar el sistema neocolonial en gestación.

En 1960 el presidente Dwight Eisenhower decretó el bloqueo contra Cuba. En un conocido memorando del 6 de abril de ese año, su vicesecretario de Estado asistente para Asuntos Interamericanos, Lester Mallory, había dictaminado: “La mayoría de los cubanos apoyan a Castro” y “el único modo previsible de restarle apoyo interno es mediante el desencanto y la insatisfacción que surjan del malestar económico y las dificultades materiales”.

Para ello recomendaba “emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba”, de modo que “la privación […] de dinero y suministros”, redujera “sus recursos financieros y los salarios reales”, con el fin de “provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno”.

Propuso “una línea de acción que, siendo lo más habilidosa y discreta posible”, lograse “los mayores avances” en ese proyecto. Discreta no fue, sino burda, pero la inercia de la costumbre, y una invidencia a menudo voluntaria, han posibilitado que algunos pongan en duda su existencia, aunque el bloqueo ha sido un recurso ostensible de los Estados Unidos en su deseo de frustrar las posibilidades abiertas por la Revolución para el pueblo, y el “mal ejemplo” que la realización de esas posibilidades les daría a otros.

Con ese propósito la potencia del Norte no solo ha empleado el bloqueo, que se ha fortalecido, sino igualmente hechos de armas, como la invasión mercenaria por Girón y bandas de alzados en distintas partes de Cuba, así como sabotajes dentro y fuera de su territorio.

Basta recordar la explosión del buque francés La Coubre con tripulantes y otros trabajadores a bordo, el derribo de un avión civil lleno de pasajeros, el asesinato de diplomáticos cubanos y bombas colocadas en hoteles y otras instalaciones de este país. Para neutralizar el ejemplo cubano los Estados Unidos orquestaron asimismo en la región una falaz Alianza para el Progreso, junto con intervenciones armadas, golpes de estado y cruentas dictaduras, Plan Cóndor mediante.
Sumado el desmontaje —por causas que no cabría analizar aquí, pero es necesario conocer a fondo— de la Unión Soviética y el campo socialista europeo, que fueron durante décadas un apoyo sustantivo para Cuba, no habría por qué asombrarse de que Fidel Castro, con su capacidad de visión, diera más de una vez la voz de alerta sobre peligros que la Revolución debía encarar y vencer.

Que en Cuba no estallaran el desencanto y la insatisfacción que el bloqueo procuraría generar, no lo explica el temor del pueblo a una eventual represión por parte del Estado. Ese miedo no cabe en el pueblo que fue capaz de librarse tanto del coloniaje español como de la neocolonización estadounidense, y del régimen dictatorial apoyado por ella, y que, además, sabe que no lo reprimiría un gobierno representante y defensor de una Revolución de los humildes, con los humildes y para los humildes, y que el Ejército y las fuerzas policiales son el pueblo uniformado.

No tenía por qué esperar ser víctima de actos brutales como los de gobiernos antipopulares y corruptos —dígase Colombia y Chile, dos casos cercanos— para reprimir protestas populares, o la Francia que castiga protestas hechas contra medidas sanitarias acaso razonables, pero impuestas sin escatimar golpizas a los manifestantes.

No se requiere ser especialmente perspicaz para saber que si en Cuba no se daban expresiones de protesta contra las penurias que sufre, se debía a la conciencia, por parte de la gran mayoría del pueblo, de que las causas principales de ellas se hallaban, y se hallan, en el bloqueo instaurado para provocarlas. Pero el pueblo es heterogéneo, y las circunstancias pueden cambiar y tensarse.

No poco peso añade a los agobios del pueblo cubano una pandemia que ha puesto en jaque al mundo. A esa tragedia no podría Cuba vivir ajena, aunque, gracias a no estar uncida al neoliberalismo ni obedecer designios imperiales, ha podido manejarla mejor que la mayoría de los países, incluidos los más desarrollados económicamente.

No es casual que el imperio haya querido utilizar la pandemia de covid como aliada en sus macabros planes contra Cuba, y los reforzara cuando el “mal ejemplo cubano” se expresa en logros tan alentadores para el mundo —en especial para los países más pobres, pero no solo para ellos— como el desarrollo de varias vacunas. Ellas se suman a índices de contagios y muertes que, aunque para la Cuba revolucionaria sean indeseables, ya quisieran tener naciones como los propios Estados Unidos, si descontar Miami, donde radica lo peor de la odiadora mafia anticubana.

Alimentados hasta lo nauseabundo con falsificaciones mediáticas urdidas a base de grandes recursos económicos y tecnológicos, los odios se harían sentir en Cuba. Quizás los hechos del pasado 11 de julio no debieron habernos tomado por sorpresa, ni se han de subvalorar por el hecho de saberlos actos de una minoría y repudiados por la inmensa mayoría del pueblo. Los efectos de la realidad los han magnificado desde el exterior mercenarios al servicio del imperio, con repercusiones internas alimentadas por diversas insatisfacciones. Pero si alguien debe caracterizarse por la insatisfacción consciente con la realidad, sin quedarse en inconformismos plañideros, son los revolucionarios.

No toda la población ha tenido la misma experiencia ni comparte igual percepción sobre lo que la obra revolucionaria ha significado para ella. Y no se menosprecie la acción de elementos en los cuales ha estado presente —¡se ha visto!, no es infundio de una propaganda oficiosa— el lumpen que ha venido creciendo en el país con la indisciplina y la mengua de la civilidad, sin excluir crisis de autoridad en algún grado.

En ese entorno el consenso sobre el cual se ha fundado la unidad ha sufrido quiebras. Se les llamará como corresponda o se desee, pero más importante que su nombre es su existencia. Cuando hace unos meses un joven profesor revolucionario —quizás con exceso de seguridad, pero con honradez— habló de fracturas, parece que fue incomprendido en una parte al menos de las mismas filas revolucionarias.

Tal vez habría sido más productivo prestar atención a su reclamo de poner oído —y vista, vale añadir— a la calle, un reclamo que ni era ni tenía por qué ser novedoso. ¿No recordaba de algún modo la convocatoria del líder revolucionario Raúl Castro a tener el oído pegado a la tierra? ¿No es preferible un llamado de atención que parezca excesivo, o incluso lo sea, antes que la desprevención? La ingenuidad puede ser el defecto de las buenas personas, pero en cuestiones sociales puede resultar tan costosa como en medio de una pandemia la falta de percepción de peligro. O más costosa aún.

Los sucesos concentrados el 11 de julio —ni nacidos ni de seguro terminados ese día— llaman a estar más atentos contra peligros foráneos, y contra deficiencias internas y sus resultados indeseables, ya sean meras grietas, esquinces, torcimientos o fracturas. Si algo abona y favorece esas deficiencias es el criminal bloqueo imperialista; pero lo que está en nuestras manos no es poner fin a semejante engendro, sino hacer todo lo que esté a nuestro alcance, y más allá si es posible, para revertir sus efectos y avanzar hacia la mayor eficiencia y la vida amable que el imperialismo busca impedir que tengamos.

No bastará la buena voluntad para eliminar escollos y crear recursos. Pero la falta de lucidez, y de acción, y la lentitud, pueden bastar para que el imperialismo halle apoyo para sus maquinaciones. La prudencia no se debe confundir con la lentitud capaz de generar parálisis, o conducir a que, de tanto esperar por el momento adecuado para dar pasos necesarios, estos se den demasiado tarde, cuando no en las peores circunstancias.

De haberse estancado en busca del mejor momento, de las condiciones más propicias, o ideales, quizás aún la vanguardia del 26 de Julio estuviera esperando cuándo asaltar los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, o cuándo alzarse en las montañas. Pero en medio de adversidades tomó en sus manos las bridas de la acción, y con ello hizo posible el triunfo de enero de 1959 y los grandes logros cosechados desde entonces para bien del pueblo. Urge cuidarlos.

Imagen principal: Irene Pérez/Cubadebate

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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