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Tres notas kafkianas en tiempos de pandemia

El autor sale de su casa en la mañana, poco después de haber puesto en su página de Facebook un comentario “Oído en la calle: Si todos nuestros problemas fueran extraordinarios (no elementales), los resolveríamos en poco tiempo”, y no tarda en tener una experiencia que le revuelve recuerdos de pocos meses atrás. Por dos de ellos comienza el testimonio, para finalizarlo con la nueva joya:

1/

Habitualmente recibe por correo electrónico las facturas telefónicas mensuales, y hace meses que ha dejado de funcionar el útil correo de voz que, ofrecido por ETECSA, usó durante cerca de veinte años. En el aislamiento debido a la pandemia, supone que también por vía electrónica puede hacer una solicitud: contratar el servicio de identificador de llamada, para suplir con él, al menos en parte, ventajas perdidas con la interrupción, dada como definitiva, del correo de voz. Remite la solicitud con la cortesía y las formalidades debidas, y como respuesta le llega un escueto “diríjase a su oficina comercial”.

Saltando por encima de la falta de reciprocidad en cuanto a las urbanidades que ha empleado —saludos de entrada y despedida—, reitera la solicitud, y vuelve a recibir más o menos la misma contestación lacónica. “¿Ir a esa oficina en medio de la pandemia, con las colas que se hacen allí?”, piensa, y se desentiende del asunto.

Algún tiempo después sale a hacer otra gestión, y pasa casualmente por frente a la oficina —sita en la avenida Salvador Allende, a la que el “Mercado de la Familia Cubana”, como se autoproclama, acabó de restituirle de hecho el nombre colonial de Carlos III—, y le sorprende verla abierta y sin público. Le pregunta al custodio de la entrada si están atendiendo a clientes, y le contesta que sí, y que puede entrar.

Entra, y a unos pasos de la puerta lo recibe una trabajadora amable y sonriente: “Adelante, ¿qué usted desea?”, y él le dice: “Contratar el servicio de identificador de llamada”. “Muy bien”, contesta ella. “Debe llamar al 118”. “Pero si de la oficina de ETECSA de donde me envían la factura mensual me han reiterado que tengo que venir hasta aquí”. “No, señor, no. Ese servicio se solicita por el 118”. “¿Seguro? Mire que no quisiera tener que volver”. “Llame al 118. Puede irse tranquilo”.

Él vuelve a la casa, pero ni intenta hacer la llamada. Por lo general es más difícil comunicarse con esos teléfonos de tres dígitos que con la Santísima Trinidad. Pero un día, después de castigar las teclas del teléfono, ¡logró línea! Una operadora, también amable, le pregunta en qué puede servirle: “Quiero contratar el servicio de identificador de llamada”. “¡Ah!, debe ir a su oficina comercial”. “¡Pero si ya fui hasta allí y me aseguraron que debía llamar al 118!”, dijo él, con voz que ya no podía ser muy sosegada, y ella: “Mire, le reitero que debe ir a la oficina comercial”.

Aun sin —a su juicio— perder la compostura, consigue que la operadora note su irritación, y lo interrumpe, también amablemente: “Espere, déjeme hacer una consulta”, y segundos después añade: “Sí, me dice la supervisora [es el término que él recuerda], que no es en la oficina comercial, sino por el 112”. Algo más de diálogo hubo, pero nada que no quepa imaginar.

Él vuelve a batirse con el teclado, y logra pescar el 112. Otra voz igualmente amable le pregunta en qué puede ayudarlo. Él le relata las vicisitudes que ha sufrido en su deseo de contratar el dichoso servicio de identificador de llamadas. “Pues sí, es por este número”, le asegura, y de paso le puntualiza el costo del servicio. Ya él casi no lo cree, pero pregunta entre la emoción y la duda: “¿Cuándo puedo hacer la solicitud?” “Ahora mismo”. “¡¿Ahora mismo?! ¿Y cuándo lo tendría instalado?” “En cuarenta y cinco minutos”.

A eso él añade una pregunta, que debería ser retórica, pero resume una tragedia: “¿No deben las dependencias de ETECSA dominar la información básica sobre los servicios que esa empresa brinda, para evitarle agobios al público?” Pero todos los malos ratos que había sufrido en su gestión estuvo a punto de olvidarlos cuando, unos treinta minutos después de hablar con la atentísima operadora del 112, ya era efectivo el servicio que había solicitado, ¡y funcionaba!

2/

Llega a la cafetería Clipp, en la esquina de 20 de Mayo y Amenidad, cerca del Estadio Latinoamericano y, al ver que hay malta, siente que se le refresca la garganta y se le endulza el alma. Va casi trémulo hasta la ventanita por donde se está “atendiendo” al público, y pide tres maltas. “Son para llevar”, le responde una empleada que parece ufanarse de tener dos carencias: de ganas de trabajar y de buenas maneras. “Perfecto, yo no las quiero para tomármelas aquí”. “Pero tiene que traer los envases”. “No hay problema con eso”, dice él, y saca una vasija que de casualidad lleva en un bolso. “Me las echa aquí”. “No tenemos abridor”.

A esa hora ya lo que menos quiere él es comprar las maltas, y le dice a la empleada: “¿Usted quiere que vaya a mi casa, y busque y traiga el dinero para pagarle —exacto, de modo que no tenga que darme vuelto—, la vasija en que echar las maltas y, además, las tres maltas que quiero comprar y el abridor?” No recuerda exactamente las palabras de la vendedora, pero por su tono y sus gestos puede traducirlas así, obviando la interjección implícita: “Y a mí qué me importa”.

3/

Ha perdido su libreta de abastecimiento, y antes de ir a la OFICODA, pasa por el correo de los bajos del Ministerio de Comunicaciones, donde, afortunadamente, la amable empleada conoce y le dice el valor —diez pesos— del sello que necesita para solicitar el duplicado de la libreta, y lo compra. “Ya tengo eso adelantado”, pensó.

Del correo sale para la OFICODA que le corresponde (calle General Suárez entre Ayestarán y Panchito Gómez). Parece cerrada, pero está abierta y, aunque dentro hay más personas —se oyen algunas voces—, se ve una sola, que está sentada no a su mesa de trabajo, sino en el centro del local, y tiene encendido un radio con una música que, de tanto volumen, casi imposibilita comunicarse con ella. “¿Qué usted desea?”, le pregunta ella, y él responde: “Perdí la libreta y necesito un duplicado”.

Piensa que eso basta para abrir el camino, pero ella añade: “¿Cuál es su bodega?” “La de San Martín y Línea del Ferrocarril”. “Le pregunté el número”. “No lo sé”. “Pues debe saberlo, así que vaya y averígüelo”. “¿Me está diciendo que vaya hasta la bodega, a un montón de cuadras de aquí, cuando ustedes tienen registradas todas las bodegas del área y puede localizar fácilmente el número?” “Ese no es mi trabajo, usted tiene que saber el número de su bodega”. “¿Pero no puede hacerme el favor, tómelo así, de abrir el libro y buscar el número?” “Ni puedo ni me toca hacerlo”.

Él no puede creer lo que está viendo y oyendo, pero insiste en que ella puede buscar el número en el registro que tiene a su alcance. Finalmente ella busca el libro, y localiza el número, sin nada que pueda considerare esfuerzo, pero de pésima gana, mientras grita: “¡Hay que ver cómo ha puesto el coronavirus a los ancianos! ¡Qué se creen ellos!” Para colmo, le lanza a la cara en tono insultante lo de viejo, a él, por quien dos días antes el inefable camarógrafo y realizador de documentales Héctor Ochoa ha preguntado en la sede de la UPEC llamándolo “joven canoso”.

Con ese motivo adicional de disgusto le pregunta a la empleada si no ha visto cómo pone la pandemia a los burócratas. Pero ella sigue justificándose: “De todas maneras usted tiene que ir a la bodega con el papel que le daré”. “Sí, pero será una sola vez. Si hago lo que usted pretendía que hiciera, tendría que ir a la bodega a preguntar el número, volver para acá a decírselo a usted, regresar a la bodega para que me firmen el papel en que usted va a estampar el número, y nuevamente venir para traerlo ya firmado”.

Cuando ella le extiende el papel, ya con el número escrito, él le pregunta: “¿Hasta qué hora puedo traer el papel?”, y ella le contesta: “Hasta las 2 de la tarde”. “Y además del papel, ¿qué debo traer?” “Dos sellos de cinco pesos cada uno”. Él, con una nueva preocupación, pregunta aterrado: “¿Pero no puede ser uno solo de diez pesos?”, y ella, luego de pensarlo como quien decide algo trascendental para el destino incierto de la humanidad, contesta: “Sí, puede ser uno de diez”. Él, antes de partir en busca de firmas comparables con un “Ábrete, Sésamo”, le agradece “la amabilidad solidaria” con que lo ha tratado, y ella hasta le dice: “Por nada”.

Él va a toda prisa para que le firmen el papel no en una bodega, sino en dos —la de “los mandados del mes” y la dieta de pollo, y la de la leche en polvo de la dieta— y en la panadería donde compra el pan. Ya obtenidas las tres firmas, vuelve a la OFICODA, donde muestra el papel, que sale a recoger otra empleada, no la primera que lo había “atendido”, y él le pregunta: “Siendo hoy jueves, con el fin de semana ahí mismo, ¿cuándo debo volver de manera que hayan pasado las setenta y dos horas establecidas para recoger la libreta?” Ella, como si estuviera regañándolo por ignorante o apiadándose de él por gagá, lo mira y le dice: “¡No, la libreta se le renueva en el momento, ahora mismo. Espere ahí”.

Él lo hace, de pie en el portal, porque no está el banco que antes había allí para uso del público. Pasados pocos minutos, la empleada a quien le ha entregado el ungido papel, se acerca a la reja que mantiene fuera al público —lo que se entiende, dado el aislamiento—, y llama: “¡Vicente!” Nadie responde, y ella insiste: “¡Vicente! ¿No hay ningún Vicente aquí?” Los tres o cuatro varones presentes se miran, como si a coro respondieran: “No”. Entonces se oye cuando la empleada le dice a la primera que había “atendido” al de la libreta perdida, y que en ese momento está escribiendo los datos en la libreta nueva: “Oye, ahí no hay ningún Vicente. Mira bien… ¿Ya ves que no es Vicente? ¡Es Luis!”

Y Luis no quiere permanecer allí ni un minuto más de lo imprescindible. Le entregan la libreta y se apura en salir de aquel sitio con el firme propósito de confiar en que, cuando vaya a usar el vital documento, no se lo rechazarán por la tachadura sobre el Vicente Hernández escrito en la hoja 10. Prefiere olvidar tanto como le sea posible una de esas experiencias que avalan el presunto chiste de que, en Cuba, Kafka sería un escritor costumbrista.

Con gusto opta por tener en mente las proezas que su patria protagoniza frente a la pandemia, con logros entre los que se hallan los cinco grandes que ella prudentemente denomina “candidatos vacunales”. Encarnan ética y ciencia frente a empresas mercantiles que desde el comienzo llaman rotundamente vacunas a los fármacos con que harán dineros sin detenerse a pensar en el costado humano de la tragedia antisanitaria que hoy sufre el mundo.

¡Ah, si tuviéramos para para lo elemental cotidiano la creatividad y el tesón que nos caracterizan ante lo extraordinario! Medio bromeando y medio sufriendo, un amigo —¿se llamará Vicente Hernández?— dice que si de algo no se nos puede acusar es de tener un pensamiento sistémico. ¡Qué bueno sería dejarlo sin razones para decirlo!

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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