LAS CARABINAS DE POCHO

Un taburete para Miss Edgeworth

El nombre de Mary Edgeworth no suele aparecer en las historias de la literatura inglesa.  El de otras autoras, sí, por supuesto: Jane Austen, que escribió Orgullo y prejuicio en 1813;  Emily Brontë, que escribió Cumbres borrascosas treinta y tantos años después… En la Inglaterra del siglo diecinueve no escasearon las novelistas, lo que quizás explique el mencionado olvido, que afecta también a su tocaya la Shelley, autora de Frankenstein. Y sin embargo, el mismísimo Walter Scott se confesó admirador de la Edgeworth y deudor de su talento literario: de hecho, había sido en su  literatura, dijo, en la imagen que ella proyectaba sobre Irlanda y los irlandeses,  donde  había encontrado  la inspiración necesaria para acometer la saga escocesa de Waverly, que en su momento le daría  la vuelta al mundo.

Y  fue sin duda el prestigio del padrino el que llevó a los amigos de Juan Muñoz y Castro a insistirle en que asumiera la ardua tarea de traducir para su escaso público potencial la novela Elena, acabadita de salir en Londres  y cuya versión al castellano aparecería en 1838 en La Habana, en el recién fundado taller de Ramón Oliva. Me permito dar la razón  del padrinazgo porque la subraya el propio traductor y porque yo mismo no puedo juzgar la obra  con conocimiento de causa: ni la he leído ni pienso leerla. La edición que comentamos —dividida en cuatro tomos agrupados en dos volúmenes— tiene un total de 851 (¡iba a decir de casi mil!) páginas y una letrica de 9 ó 10 puntos. La pereza de los años —y el sentido común— me mantienen a distancia. Podría apelar al recurso de la lupa, pero mi curiosidad no da para tanto.

¿Quién era el esforzado traductor? Calcagno lo describe como  un “profesor público y aficionado a la amena literatura”, nacido en Caracas, que tradujo varias obras del inglés… Y uno se pregunta si no sería un miembro de aquellas familias, criollas o peninsulares, que ahora vivían en Cuba tratando en vano de olvidar el ignominioso recuerdo de Ayacucho… Pero la pregunta no puede eludir los motivos: ¿de dónde sacó don Juan Muñoz y Castro  la atrevida idea de que aquella edición,  el esfuerzo empresarial que implicaba la publicación de aquellos dos volúmenes, valía la pena? ¿O se trataba acaso de un riesgo compartido, el  empeño común del traductor y el impresor? Ya había llegado a  Cuba la fiebre de la literatura folletinesca, cierto, pero esa era una demanda que  los diarios satisfacían mediante la entrega periódica de las famosas planillas… Así que cabría preguntarse: ¿de cuántas personas se componía  el núcleo letrado de  la época  y, dentro de él, los ciudadanos –o mejor dicho, las ciudadanas—que consumían sistemáticamente novelas románticas y  estaban dispuestas, además,  a pagar por ellas? Lo cierto es que en su limitado campo de operaciones —las ciudades de La Habana y Matanzas— el promotor  de Elena se las arregló para lograr un sustancial adelanto, el compromiso de 335 suscriptores  (una lista encabezada por la millonaria Doña Rosa Alfonso de Aldama, nada menos,  y por las excelentísimas condesas de Buenavista y Fernandina).

Se suponía que esas aristocráticas damas dominaran el idioma francés, como sus colegas inglesas, pero en un gesto de cortesía  hacia sus lectoras de origen plebeyo, Muñoz  estimó conveniente traducir, en notas al pie de página, las numerosas frases y palabras que, a lo largo de la novela, aparecían en ese idioma. Y de ahí el extravagante título de este comentario. En cierto momento topamos con la palabra tabouret y, a pie de página,  la aclaración de que se trataba de un sitial,  un asiento con respaldo de terciopelo que en Francia daba derecho a permanecer sentado en presencia del rey. Y yo me pregunto: ¿cómo pudo producirse una degradación semántica de tales dimensiones en los cafetales del Oriente de Cuba — suponiendo que fuera allí donde comenzó a acriollarse el galicismo— hasta el punto de que el aristocrático tabouret de la Corte francesa terminara convirtiéndose en el rústico taburete de nuestras zonas rurales?

(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau/ Ilustración: Ary Vincench).

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