LA CÁMARA LÚCIDA

Los excrementos de una “tradición cultural”

El preámbulo de una pieza cinematográfica es vital para el diálogo espectador-filme. En ese primer entrecruzado de simbologías y recepciones se afincan las primeras esencias textuales y las claves de su evolución simbólica. Todo ello transcurre hasta cerrar en los pilares del arte final.

En el desarrollo de cada texto audiovisual se nos revelan las muchas capas de sus anclajes discursivos, semánticos, conceptuales, estéticos, construidos por pensados resortes, también por tomadas puestas en escena.

Los vitales claros de luz del prólogo cinematográfico acercan al espectador a flujos temáticos, plurales miradas y sustantivos abordajes ideoestéticos. Son parte de un mapa que ha de ser veraz, horizontal, renovador, que entronque con la sociedad y los plurales abanicos culturales que convergen en la geografía planetaria.

La portada fílmica de todo preludio narrativo ha de apuntar hacia un andamiaje de “puertas y ventanas” de estructuras pensadas para responder al entrecruzamiento de vitales sentidos, de sustantivas lógicas. Estos constituyen oportunos recursos desplegados en la aritmética cinematográfica, participantes desde las raíces de su evolución como actores de una narrativa de claros resortes.

Esta condensada metáfora es una de las claves para decodificar las variables que distinguen al cine documental. Su comprensión teórica es traducida en escritura de un relato, en soluciones aristotélicas. En este asunto entronca la fuerza de una secuencia, de muchas otras, que confluye hacia los pilares de signos. Animal. El documental (España, 2007), del cineasta Ángel Mora, resuelve con acertada escritura este medular capítulo.

El filme comienza con una escena que tiene la virtud de cimentar en nuestra delgada memoria, una suma de pautas que son eficaces para destronar las miradas “culturales” y los “argumentos de la tradición”, incluso, para los más devotos de las “juergas taurinas”. Sobre todo, para los que sostienen este maldito engendro que persiste en un país que es —sin dudas— una potencia cultural donde confluyen sólidas expresiones artísticas y literarias.

La secuencia cabecera de esta no ficción, tomada desde un ángulo fotográfico, es narrada por las batallas de torturas y encierros —no precisamente entre iguales— que amerita significarla desde las tesis de la dramaturgia fílmica y la virtuosa síntesis con la que ha sido concebida.

Un toro en primer plano se va desangrando in crecento. Las huellas de sangre en la arena de la Plaza de Toros son parte iconográfica de esta idea. Evoluciona secundada por una rítmica en cámara lenta que contribuye a fortalecer el dramatismo. Una banda sonora atemperada, cómplice, narratológica, edifica apuntes para significar el horror de la muerte lenta. Es el drama dibujado en los puntales de sucesivos encuadres que se convierten en crónicas seculares del hecho.

Se nos pone en primer plano la agonía, la soledad de un animal que ha sido “el elegido” para la “fiesta y el divertimento” de mortales que se apuntan a ser parte del “goce desenfrenado y colectivo”. Retrato en verdad de una curva de dinosaurios sociales que perviven hasta hoy, en tiempos donde el discurso de la modernidad apunta al desarrollismo.

Estos se aferran a existir, a ser herederos y receptores de una “tradición” bajo diversos signos justificativos necesarios de pulverizar y detonar, definitivamente. Semejante “consagración cultural” cuenta con la ineptitud y la complicidad de las instituciones del Estado de no pocas comunidades de España, bajo el declarado parabán del Ministerio de Cultura.

Sin embargo, es cuestionada y legítimamente censurada —cada día más— por un amplio sector de la población y una generación de jóvenes que exigen reformular ese discurso, esa política, ese espaldarazo a festines de juergas decadentes. ¿Es que España no cuenta con potencialidades culturales para eliminar esta barbarie presente en pleno siglo XXI? La respuesta es obvia.

El núcleo creativo del filme alimenta horas de escenas y diálogos oportunos en un road movie de singulares proporciones, de logradas arquitecturas narrativas secundadas por la fortaleza de testimonios que se van incorporando, junto a secuencias que testifican la diversidad o pluralismo de “fiestas y celebraciones” en torno al mundo de los toros.

Los ricos y heterogéneos encuadres y planos que se avistan en el filme —ausentes en televisoras públicas y privadas— se hilvanan en contrapunteo crítico, para legitimar el punto de vista de un colectivo comprometido que encara los desafíos y los contrataques, que implica arremeter contra los argumentos de la sin razón.

Las cámaras de Animal. El documental, son llevadas al ruedo, a las plazas y a los espacios públicos para capturar y desplegar otras perspectivas, otros encuadres que apremia dimensionar en la contemporaneidad. Son los ángulos censurados por lecturas inquisitorias que trazan otras perspectivas. Es la narrativa oficial del canon de lo “cultural”.

En este sentido, el verbo dimensionar responde a la exigencia de mostrar todas las caras, las horizontales perspectivas y la suma de todas las voces que revelan los pilares de este engendro, bautizado históricamente por las autoridades de la Iglesia Católica española.

Ángel Mora y su equipo de realización acopian imágenes —en soluciones de contrapunteo— de los más significativos escenarios donde el toro resulta el protagonista del horror.

La plaza de Toro de la Monumental de Barcelona, las “fiestas” de la Vega en Tordesillas, las barbaridades que cristalizan en Delta del Ebro o los toros la Mar en Denia son algunos de los apuntes fílmicos incluidos en este descomunal documento, de llano valor argumental. Se trata de mostrar ese “abanico de tradiciones” que pueblan no pocas zonas de la nación ibérica.

Los más diversos planos y encuadres que secundan estas escenas, junto al amplio espectro de realidades que caracterizan su permanencia social, son calibrados de manera periodística por el realizador del filme, negado a llenar de efectos superfluos los contenidos que lo particularizan.

Esta suma de saberes fotográficos, de collages estéticos, son esenciales para acercarnos como espectadores críticos de hechos que persisten en los espacios públicos: un atentado a las esencias de la evolución humana y su relación orgánica con la naturaleza.

Las cámaras del filme destapan soluciones fotográficas que bocetan el mapa de las “bondades” de estas juergas. El ángulo de cada escena entronca con las fortalezas de primerísimos planos, singularizando actos bárbaros: claves de una narrativa oculta. Nos ubican, con estas soluciones artísticas, en los comportamientos sociales que rodean a toda esta parafernalia donde la mutilación es el punto final de todo.

Con esta no ficción somos espectadores transportados. Vamos a dar un viaje —no catártico— más bien asentado, reflexivo, dialogante, hacia los laberintos de brutales acciones legitimadas por un relato “cultural”.

El realizador, en otra fase del filme, apela a un recurso aparentemente intrascendente dentro de los manuales cinematográficos. Se apropia de los conceptos que están relacionados con la temática que transversalizan la obra, sacados de la Real Academia Española de la Lengua, para pulverizar sus pilotes.

Es la arremetida de lo audiovisual contra la semántica, que afinca, congela, bloquea toda mirada que fulmine lo “establecido”. Este “tomar de la letra y el espíritu” de una “sagrada institución”, juega un papel significante y cuestionador de ciertos argumentos que sostienen el “arte de los toros”.

Cuando nos pone en pantalla una sobria tela negra de los arquetipos conceptuales que acompañan lo insostenible, logra conectar con el epicentro del tema. También incursiona en los matices del dolor y las particularidades de esta crueldad trasnochada.

El autor cinematográfico es capaz de convocar a una diversidad de voces autorizadas, claves en el desarrollo y fortaleza del filme. El diapasón ocupacional es basto. Desde grupos vinculados de manera estrecha y permanente a la defensa de los toros, hasta escritores, músicos, periodistas, filósofos, abogados y otros profesionales que son, en definitiva, voces vetadas en los espacios de comunicación, imprescindibles para socializar apuntes renovados.

En esta estela de palabras son jerarquizadas las valoraciones de una veterinaria (esencial pieza testimoniante), entre sustantivos argumentos que nuclean el documental. La entrevistada aporta dos ejes inéditos en este tema: las etapas que caracterizan las corridas y, en paralelo, las agonías que estas significan para el animal en pleno ruedo.

Resulta una descollante oradora puesta frente a una cámara observacional, que incorpora términos y palabras que adquieren un valor simbólico-argumental dentro del filme.

Palabras como: puyas, banderillas, arpones, estoques, espadas o puñal, constituyen ese otro escenario discursivo que se enfrenta al punto de vista de los defensores de esta vulgar juerga. La serenidad y el sobrio conocimiento de la interlocutora son trascendentales en la fortaleza, la evolución y el pulso de esta obra fílmica.

Es un escaparate de vocabularios que edifican una arquitectura de verdades mutiladas, que confronta la arremetida de cánones obsoletos, que se impone ubicar en paralelo a estos trazos de ideas legitimadores en defensa de los animales.

Un tema que subyace en el filme: la violencia humana exteriorizada contra los toros. Y cómo la cultura, la verdadera cultura, ha de reflotar esos actos retrógrados que nada tienen que ver con la evolución civilizatoria.

El conjunto de la obra deja claro este mensaje, que no forma parte de una zona específica del filme, sino que aparece en todo su esqueleto, en los nudos que la hilvanan. Son metrajes de una puesta cinematográfica de acento sociológico, de denuncia, de urgente reflexión autoral y grupal.

El final del filme documental es una apuesta de futuro que aspira a desterrar de nuestro entorno estos salvajismos en pleno siglo XXI. Es un epílogo que convoca a jerarquizar de manera inteligente y comprometida los acordes de futuro de este sin sentido.

Distingue la banda sonora de la película, que transita como diálogo de versos y estrofas de valor acústico. El nudo autoral de Santi Cerni y Rubén Mesada resuelve dramatizar, sin aires de telenovela, los diversos ejes y núcleos que convergen en la arquitectura del filme y la estructura narrativa que la soporta, desatada en todo su recorrido.

Las entregas de estos autores son esenciales para dimensionar los significantes iconográficos y textuales que caracterizan a la película. La música no está concebida desde los parapetos del barroquismo tardío. Navega con acierto llevando el peso de la barcaza cinematográfica ante los ojos y la mente de los espectadores.

Trivializar sobre los contenidos de: Animal. El documental, constituye una no declarada manera de alargar la persistencia de los excrementos de una “tradición cultural”.

Ficha técnica

Título original: Animal. El documental; país: España; idioma original: español, catalán, ruso; director: Ángel Mora; productor: Liliya Romanova y Ángel Mora; guión: Ángel Mora y Sergi Moreno; fotografía: Joel Micheli; sonido: Sonilab; música: Santi Cerni y Rubén Mesada; edición: Ángel Mora y Sergi Morero; dirección de arte: Liliya Romanova; diseño de producción: Ángel Mora; formato original: Betacam Digital; duración: 85 minutos; año: 2007; productora: Artistic P.C.

(Tomado de Cuba en Resumen)

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Octavio Fraga Guerra
Periodista y articulista de cine, Especialista de la Cinemateca de Cuba. Colaborador de las publicaciones Cubarte y La Jiribilla. Editor del blog https://cinereverso.org/ Licenciado en Comunicación Audiovisual por el Instituto Superior de Arte de La Habana.

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