LAS CARABINAS DE POCHO

Haciendo constar

Me preocupa que por mi culpa el sociólogo Elías Entralgo vaya a ser confundido con otros frecuentadores del género, así que quiero disculparme por anticipado. En una de mis Carabinas me referí a la respuesta que dio Entralgo al funcionario español que acusaba a los cubanos de ser un pueblo “enervado por la haraganería”. Ese pueblo de holgazanes, decía Entralgo, luchó como un león por su independencia y con su esfuerzo construyó un país que llegó a ser una de las naciones insulares más ricas del mundo y a incorporar —en 1837, antes que España—, conquistas técnicas como el ferrocarril, para lo que hubo que tender, naturalmente, centenares de kilómetros de líneas férreas. Y, por si fuera poco, construyó carreteras y ciudades como La Habana, cuyo patrimonio arquitectónico todavía es pasmo de urbanistas y turistas.

Mientras Entralgo se limitó a subrayar, como lo hace, la dosis de esfuerzo y talento desplegada por intelectuales, artistas y científicos a lo largo de dos siglos, no había de qué preocuparse; sus puntillosos argumentos podían justificarse, inclusive, como una reacción natural del patriotismo herido; pero cuando habla de la riqueza del país –entiéndase las plantaciones  azucareras—y de las ciudades y líneas férreas construidas por los cubanos, uno no puede menos que pensar en el poema de Brecht sobre las preguntas que se hacía un obrero mientras leía un libro de historia: “Los reyes que construyeron Tebas…” (¿Con sus manos?) “Julio César conquistó las Galias” (¿Él solo?). Se trata de la visión distorsionada, inevitable cuando se tiende a generalizar, que han proyectado siempre las clases dominantes por conducto de sus amanuenses y cronistas. No es casual que esa visión no sólo suela ser egocéntrica sino también, la mayoría de las veces, eurocéntrica.

En la réplica de Entralgo hubo un cambio de signo, pero no de perspectiva. No fueron precisamente los cubanos los que construyeron esas plantaciones, esas líneas férreas, esas carreteras y esos edificios; fueron esclavos traídos de África y, con el curso del tiempo, obreros (trabajadores rurales y urbanos, no pocos de ellos trasladados al país como mano de obra barata —haitianos, jamaiquinos…—, y otros llegados como inmigrantes en busca de trabajo —gallegos, asturianos…) Mi malestar partía del hecho de que había sido Entralgo, justamente, uno de los autores que, del modo más dramático, me había dado acceso a esa eterna verdad que busca distinguir la teoría de la práctica y aconseja juzgar al hombre por sus actos, no por sus palabras. Fue él —en una conferencia que impartió en La Habana y Santiago de Cuba a principios de los años cuarenta y recogió en su libro La liberación étnica cubana (1953)— quien me hizo consciente del valor ejemplar de la praxis mientras duró la esclavitud africana en tierras de América. Confieso que hasta entonces yo sólo reconocía como funcional ese valor en el tránsito del 68, el momento en que muchos esclavos pasan a ser ciudadanos y asumen conscientemente su nueva condición haciéndose mambises. Antes no tenía sentido hablar de coherencia o contradicción entre la palabra y el acto porque el esclavo era mudo, había sido dejado sin palabras por la trata. Pero Entralgo, apelando a momentos y sucesos de la historia colonial, nos revela que cuando se hacía cimarrón o se apalencaba, su elocuencia no conocía límites: proclamaba en actos que la libertad era un derecho de todos y que todos debían esforzarse por hacer prevalecer la justicia sobre la faz de la tierra. No lo decía con esas palabras, insisto, pero sí con esa intención. Y eso —a mi juicio— era algo sobre lo que valía la pena detenerse a pensar. ¿Cómo aquel  discurso soterrado se cruzaba con los principios de la ética, con los de la inteligencia y el compromiso?

Entralgo no tardará en decir –o, por lo menos, en insinuar— que, gracias a los esclavos rebeldes, el pensamiento político moderno nació en nuestros bosques y montañas. La famosa reunión de Germantown, en la que se denunció a los cuáqueros que participaban en la trata, es de 1688, pero aquí ya había cimarrones siglo y medio antes; el famoso Congreso de Filadelfia, en el que se proclamó la independencia de los Estados Unidos, es de 1774, pero aquí los primeros palenques conocidos son de 1538. “El cimarrón cubano —escribe Entralgo— dejaba huellas de su propósito liberador bajo las tupidas arboledas tropicales”. Y casi siglo y medio antes de que los congresistas de Filadelfia prohibieran la trata —añade—, “ya nuestros apalencados andaban con su ansia liberadora por entre las serranías de la Isla”.

¿Queda claro ahora por qué sentí, como medida preventiva, la necesidad de disculparme? De pronto, pensando en el vínculo que iba a establecer entre su comentario y los del obrero de Brecht, me asaltó el temor de que alguien pudiera creer que estaba yo insinuando que nos hallábamos ante un sociólogo del montón, acostumbrado a repetir esquemas. Pero fue él —repito— quien me obligó a reconsiderar el esquema de la teoría y la práctica. Los aficionados a las indagaciones sociológicas, ¿no deberíamos tener sus opiniones en cuenta? Todavía algunas de las cosas que dijo nos invitan a pensar.

(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau/ Ilustración: Ary Vincench).

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Ambrosio Fornet
Ambrosio Fornet (Veguitas de Bayamo, 1932), ensayista, crítico literario y editor. El autor de Cine, literatura y sociedad (1982); Alea, una retrospectiva crítica (1987); El libro en Cuba (1994); Las máscaras del tiempo (1995); Carpentier o la ética de la escritura (2006); Las trampas del oficio (2007) y Narrar la nación (2009). También de los guiones para los filmes Retrato de Teresa (1979) y Mambí (1998). Es miembro de la Academia Cubana de la Lengua y ha sido merecedor del Premio Nacional de Edición (2000) y del Premio Nacional de Literatura (2009).

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