LAS CARABINAS DE POCHO

O’Kelly, el precursor irlandés

No voy a ponerme a especular sobre el asunto, porque carezco de las pistas necesarias y no quiero sumarme a la lista de esos cabezones a quienes aludió don Fernando Ortiz hace un chorro de años, en la presentación de Un catauro de cubanismos (gente que cree saber por dónde le entra el agua al coco y donde el jején puso el huevo). No quisiera ser considerado jactancioso, pero me arriesgo a ser tenido por frívolo admitiendo, como admito, que una de las cosas que suscitó mi curiosidad, mientras releía ese clásico de nuestra literatura de campaña que es La tierra del mambí (1874) de James O’Kelly, fue comprobar que en esa época todavía no existía –o, al menos, no se usaba entre los traductores– la palabra canchánchara. La infusión que con el tiempo iba a llamarse así —y que se brindaría tradicionalmente entre los mambises como trago de cortesía—, se conocería durante años como “agua mona” y sería descrita como “agua tibia endulzada con miel de abeja” (a veces con algún sabor a jengibre). Es lo que el Presidente Carlos Manuel de Céspedes le brindará al solidario corresponsal del New York Herald en 1872, cuando lo agasaje con un suculento almuerzo de carne cocida, boniatos, harina de maíz y casabe —todo un banquete dentro del espacio ceremonial de la manigua—, después de ser entrevistado por él en su campamento de la comarca de Jiguaní.

En ninguna de las cuatro traducciones cubanas de que tengo noticia se menciona la palabrita que tanta difusión alcanzaría en el curso de la Guerra de Independencia. A lo mejor es un antillanismo y demoró en ser incorporado definitivamente al vocabulario criollo. En cualquier caso, durante los cuarenta días que O’Kelly pasó en Cuba —no pocos de ellos en las prisiones españolas—, su audaz testimonio discurrió entre contrastes, y de ahí que ejerza sobre nosotros una extraña fascinación. En él se nos muestran seres humanos que parecen salidos de distintos planetas —los habitantes de las ciudades, por una parte, y de los campos, por la otra—, y situaciones tan disímiles como la de una jutía trepando desesperada hasta la copa de un árbol para tratar de evadir el garrotazo de su perseguidor, y la de la caída de la tarde en las callejuelas de la Vieja Habana: casas “pintadas de amarillo, verde o azul” situadas bajo las cambiantes “gradaciones de luz y sombra” que dan a la ciudad “un brillo y un aire de fiesta” nunca vistos en ciudades semejantes. Pero eso no es todo. El testimonio va más allá y  nos sitúa en la perspectiva de ese espacio de grandeza generado por “una historia homérica”, la de la propia lucha independentista iniciada en 1868: “Las Termópilas no fueron sino el esfuerzo pasajero de una hora —observa O’Kelly—, mientras que el heroísmo de los cubanos ha sido constante y se ha desplegado en cien campos de batalla.” Uno no puede dejar de sentir cómo se entrelazan las vibraciones regionales en esas palabras que remiten a la Epopeya, la epopeya como experiencia vivida (Céspedes, Figueredo, Agramonte…), no como simple evocación de un  pasado memorable. El aliento separatista hierve aquí de manera espontánea en el horno del patriotismo cubano. No es casual que Ortiz llamara a O’Kelly “el mambí del separatismo antibritánico”, ni que Nicolás Heredia, en el prólogo a Episodios de la guerra, de Raimundo Cabrera —la primera novela consagrada al tema de la manigua—, haya alabado esa “voluntad perseverante” del que lucha “sin otros instrumentos que aquellos que le brinda su propio desamparo”.[1]

Pero a principios de la década del setenta la coyuntura no era propicia. Ha mermado la intensidad del conflicto, que ahora se desarrolla a la defensiva, con una visión localista, en rancherías y focos de acción que se hallan dispersos por los distintos departamentos y distritos en que se divide oficialmente el  territorio del país. Los mambises y sus aliados son dueños del espacio en que se mueven, cierto, pero están confinados a sus límites. No pueden salir de él. Ni pueden, ni podrían: para abrirse paso –si se lo propusieran— sólo dispondrían de sus machetes, pues desde mediados de 1873 no reciben armas del exterior. Céspedes calcula que en esos momentos pudieran ser diez o doce mil los soldados de su tropa, con igual número de convoyeros, pero advierte que toda la estructura burocrática del gobierno está desarticulada por “la falta absoluta de papel y tinta con que escribir los informes” y que, por tanto, no hay números confiables. Lo que sí sabemos es que entre sus hombres –blancos y “de color”— reina la armonía. Hay entre ellos media docena de chinos, uno de los  cuales, por cierto, se sale del montón: “¡actuaba como ayudante de cirujía!” Otro que también se salía era un recién incorporado a la tropa en la zona de Manzanillo —un comediante y músico negro, perteneciente a la tradición sureña de los minstrels— que “representó bosquejos de la vida en Cuba libre, desempeñando él solo todos los papeles” y dejando muy complacidos con su actuación tanto al Presidente Céspedes, que lo felicitó, como al corresponsal O’Kelly, que le regaló cinco pesos.

En suma, que al volver al tema, sólo nos restaría brindar por la memoria de O’Kelly, el  fraternal separatista, y revisar muy bien las copas en que hayamos escanciado el agua mona o la canchánchara del brindis. Las dosis de jengibre y miel de abeja que pongamos en ellas deben responder estrictamente a las exigencias irlandesas del personaje.

(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau/ Ilustración: Ary Vincench).

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Ambrosio Fornet
Ambrosio Fornet (Veguitas de Bayamo, 1932), ensayista, crítico literario y editor. El autor de Cine, literatura y sociedad (1982); Alea, una retrospectiva crítica (1987); El libro en Cuba (1994); Las máscaras del tiempo (1995); Carpentier o la ética de la escritura (2006); Las trampas del oficio (2007) y Narrar la nación (2009). También de los guiones para los filmes Retrato de Teresa (1979) y Mambí (1998). Es miembro de la Academia Cubana de la Lengua y ha sido merecedor del Premio Nacional de Edición (2000) y del Premio Nacional de Literatura (2009).

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