FIEL DEL LENGUAJE

Fiel del lenguaje 42/ Limpiarse el sombrero no es lavarse la cabeza

A la columna llegan reacciones contra el mal uso de adolecer: “Adolecemos de computadoras”, vaya un caso. Como adolecer es padecer una enfermedad, cabe tomarlo metafóricamente para lamentar la insuficiencia, en cifra o en calidad, de las computadoras disponibles, no su tenencia. Tampoco se adolece de tener un idioma, sino de emplearlo mal. Otro error que galopa es la sustitución de cantidad por nivel. Bien empleado, ese vocablo expresaría altura cualitativa. Pero se oye y hasta se lee: “Con el nivel de computadoras que tenemos no cumpliremos la tarea”. Va siendo necesario imaginar qué se ha querido decir, y es riesgoso depender de conjeturas.

Pululan faltas de concordancia gramatical en las cantidades que requieren concordar con el género de lo contado: “un análisis”, “una prueba”. Las decenas valen indistintamente para elementos femeninos y masculinos, salvo que sumen una decena (o varias) más uno: “cincuenta árboles y cincuenta plantas”, pero “cincuenta y un árboles y cincuenta y una plantas”. Cuando a cien lo sustituye ciento, el género se marca si la cifra de lo contado es 101: “hay ciento un lápices y ciento una gomas”, y también en el plural de ciento —o sea, a partir de doscientos—: “cuatrocientos toros y cuatrocientas vacas”; “novecientos un carneros y novecientas una ovejas”. En esos casos el 1 funciona como el artículo indeterminado un/una.

Así como su plural millones, el vocablo millón es masculino, cuéntese lo que se cuente. Lo que a una lectora le ha inquietado oír, “las millones de personas”, es una pifia. Por su parte, los adjetivos ordinales —que expresan orden— reclaman concordancia en el género: “primer niño y primera niña”; “sexto juicio y sexta prueba”. Sobre los números habrá que volver.

Se creerá que tener cuentas claras es un deseo generalizado —excepto para quienes en cifras revueltas buscan ganancias de timadores—, pero a menudo los números y ciertas palabras asociadas a ellos se manejan oscuramente, como en la errática conversión de sendos en grandes. Su empleo correcto sirve para decir, por ejemplo, que cada persona hizo un aporte a una fiesta: “Acudieron quince invitados con sendas contribuciones”, lo cual no apunta ni al tamaño ni al valor de estas, sino a que se recibió una por cada invitado.

Es frecuente oír: “¡Él comete cada disparates!” Pero cada singulariza, y lo correcto es “¡Él comete cada disparate!”, como lo es “Cada minuto habrá un intervalo” y “Cada diez minutos habrá una pausa mayor”, porque esos diez minutos funcionan como una unidad. Asimismo procede: “Visitamos ese lugar cada tres meses”, no “a cada tres meses”. Por igual razón vale: “Voy cada rato a verla”. Pero ¡cuántos errores se cometen cada rato!

Se tienen los años que se tienen, y esos son los que uno cuenta: “María cuenta veinte años”, o sea: “tiene veinte años”. Contar con años como si fueran objetos o recursos tiene otro sentido, equivalente a disponer de: “Cuentas con dos horas para hacer ese trabajo” o “El país cuenta con cinco años para cumplir ese plan”. Una combinación de contar años y contar con años sería “Tú, que cuentas setenta años, no cuentas ya con cuarenta para tus planes”.

Dejando a un lado los requerimientos idiomáticos de las cifras, en esta columna se ha dicho que, para hacer frente al mal uso de las preposiciones, urge dar —y aprovechar— buenos cursos sobre el tema. Tal es el nivel (cuantitativo y conceptual) de las pifias. Cuando ya parecía que no cabían más, en una información nacional se oyó que alguien “había sido ganador a tal premio”. ¿Será necesario abundar en explicaciones para que se entienda que lo correcto es “había sido ganador de tal premio”? Una cosa es ser acreedor; otra, ganador.

El columnista había planeado tratar lo que pudiera llamarse acaísmo —propensión al abuso del adverbio acá en menoscabo de aquí—, cuando oyó en Radio Reloj un estupendo comentario de Alberto Ajón León sobre el tema. Gracias a la amiga Alina Sánchez del Collado obtuvo copia del texto, y aquí reproduce, o glosa, parte de él, sin reiteraciones que son necesarias en la oralidad —radial en este caso—, aunque en la escritura sobren. En la información que el público no lee, sino oye, reiterar ponderadamente es un requisito básico para facilitar la comunicación. A veces, digamos, empieza uno a oír una noticia necrológica cuando ya se ha dicho el nombre del ser humano muerto, y termina de oírla sin saber con quién ha cargado la Implacable.

En su buen texto —que merecería reproducirse en soporte para lectura— Ajón León comienza recordando: “Los diccionarios del español explican que, aunque los adverbios aquí y acá se refieren a este lugar en que me encuentro, en el caso de acá también señala lo que está por los alrededores, y advierten que acá no es tan explícito como aquí, y por eso admite comparación, como al decir: ‘Ponlo más acá’, lo que no se diría con aquí”.

Y añade que “en Cuba, para ser precisos, decimos como en la canción: ‘Estoy aquí de pie’; o como en el lema de los pioneros: ‘Somos felices aquí’; o como en la consigna definitoria: ‘¡Aquí no se rinde nadie!’ Trate de sustituir aquí por acá en esos casos, y verá que la intención, la sonoridad y la identidad cubanas desaparecen. ¿Por qué entonces algunos se empecinan en decir por radio y televisión: ‘Hoy tenemos acá a un invitado de lujo’?”

Al insistir en el habla cubana, Ajón León reprueba la tendencia a imitar —que, asociada al embullo, es fuente de peligros—, y concluye: “en Cuba, donde crecen la piña y la palma, siempre se ha dicho ‘Gracias por estar aquí, es una suerte tenerlo aquí, usted es bienvenido aquí…’ Para sugerir aproximación, aunque el otro esté a nuestro lado, decimos ‘Ven acá’. Entonces, ven acá, conductor o conductora de programa: ¿por qué quieres parecer extranjero?”

Cuando una telenovela del patio parece asumir modos que, más que propios del realismo mágico, se dirían maneras caricaturescas de asumirlo, la imitación se pone sobre el tapete. Si alguna vez pareció que aquí surgieron ilusiones sobre la CNN, y alguna inclinación a seguir prácticas de esa cadena —cadena, en tantos sentidos—, tal vez ahora valga advertir sobre lo inconveniente del mimetismo con respecto a O Globo. El tema es complejo, y estas líneas solo rozan el menosprecio de aquí en favor de acá, que suele pronunciarse con un regusto gutural que mortificaba al cubanísimo periodista Rolando Aniceto Ramos, recientemente fallecido.

Pudiera tenerse la impresión de que algunos van tras el merecido éxito de la imprescindible Telesur, pero al columnista le parece que el acaísmo viene de antes. En todo caso, no hay que culpar de ese mal a una televisora nutrida de voces diversas, a tono con su labor, su fuerza de trabajo y sus fines plurinacionales. Aunque eso no impide que se note la carencia de cuidados editoriales recomendables para evitar maneras expresivas más bien caóticas, como cuando, en pocos minutos, y hasta por una misma voz del canal, se dice la cóvid, el covid, el cóvid y a veces hasta correctamente: la covid. Puede incluso provocar sobresaltos alguien que, siendo del Caribe hispánico, hable el español con escollos atribuibles a naturales de tierras anglófonas.

Nada de eso legitima los flagrantes errores que se oyen y se ven en medios cubanos, sin excluir, aunque ha mermado, la lluvia de nombres de la enfermedad antes mencionada. El columnista disfrutaría que se erradicaran las incorrecciones, porque sería un triunfo cultural de la nación, y él se vería libre de sufrirlas como oyente y lector, y de dedicarles tiempo, atención y escritura.

Pero no sería justo ni atinado considerar responsables de los errores solamente a los medios, por más que sus profesionales —a todos los niveles— tienen la obligación laboral y moral de mejorar cada día su trabajo. Habría que ver todo lo que haya servido y puede seguir sirviendo para menospreciar la importancia del idioma: desde olvidar que manejarlo bien es indispensable para defender bien lo que quiere defenderse, hasta decisiones como el haber excluido el español, como materia específica, de las pruebas de ingreso a los Institutos Preuniversitarios Vocacionales de Ciencias Exactas, en cuyos frutos se cifran tantas esperanzas. Contra esa decisión se alzaron voces autorizadas, pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.

Si pudiera suponerse que quienes cursan estudios en esos centros son, en su totalidad, alumnas y alumnos superdotados, capaces de aprender el español por ósmosis, ¿avalan tal ilusión los resultados? ¿Es que no hay lumbreras indiscutibles —legítimo orgullo de la patria— que conjuguen mal el verbo impersonal haber y desconozcan que estadío es una incorrección? El déficit lo han reconocido profesionales del sector, y médicos eminentes han insistido en que quien solo sabe de medicina, ni de medicina sabe.

El idioma es responsabilidad de todos y todas, y la enseñanza debe cumplir una función vital, desde la etapa preescolar hasta la graduación universitaria, y en los cursos de posgrado. La anterior entrega de “Fiel del lenguaje” trató lo que, mientras no se pruebe lo contrario, cabe considerar un despropósito —el empleo de pasos y ya baños podálicos para referirse a una acción tan elemental como desinfectarse la suela de los zapatos—, y algunas personas se han dirigido al autor para expresarle dudas. En el fondo lo han hecho más bien para justificar una expresión que cabe estimar promovida por profesionales.

No toda la explicación le tocó darla al columnista. Un diálogo entre amigos enriqueció la respuesta. La posición de dos contertulios la resumió una pregunta: “Si podálico es relativo a los pies, aunque se haya usado en especial para maniobras obstétricas, ¿por qué no hablar de baños podálicos?” Pero un tercero contestó preguntando: “Cuando uno se desinfecta la suela de los zapatos, ¿se limpia los pies?”, y otro no halló más salida que decir lo que ahora el columnista cita textualmente: “En ese caso, podálico es un abuso de la extensión del término”.

Quien había hablado de la suela de los zapatos no se detuvo en ese punto, y añadió: “¿No les parece que lavarse el nasobuco no es cepillarse los dientes ni limpiarse la nariz, que lavarse la camisa no significa asearse el tórax, que una cosa es lavarse la ropa interior y otra muy distinta lavarse… otra cosa?” Todos rieron, pero uno de los que habían dudado suavizó la risa y apuntó: “Sí, un baño de asiento tiene una finalidad más precisa que ese uso de baños podálicos”.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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