FIEL DEL LENGUAJE

Fiel del lenguaje 34 / El idioma como patria

Las circunstancias generadas por la covid —no la cóvid, ni el covid, ni el cóvid— le han imposibilitado al columnista salir a comprobar la precisión textual deseada, pero no le impedirán parafrasear una idea de Eliseo Diego recordable en cualquier momento, y aún más en el centenario de un poeta que tan bien supo nombrar las cosas, título de uno de sus libros. La idea aludida —se nace a una lengua, como se nace a una patria— expresa la responsabilidad que se tiene con el idioma, y que convoca especialmente a quienes gocen de un determinado nivel de preparación. Al menos como desiderátum, ese nivel debe ser masivo en Cuba, donde la instrucción es universal y gratuita.

La sed de conocimiento debería ser también general, y el cuidado del idioma —enfatizó la anterior entrega de esta columna— no solo atañe a personas formadas en la materia y que tienen en él su instrumento fundamental de trabajo. Quizás la similitud entre angostamiento y agotamiento rebase la mera paronimia, y vale recordar una máxima que abrazaron generaciones de profesionales de las ciencias médicas: “Si un médico sabe mucho de Medicina, pero solo de Medicina sabe, ni siquiera sabe de Medicina”.

Con ello, lejos de menospreciar la carrera a la cual se consagraban, reconocían su altura humana y humanista, y su relación con otros saberes. La ubicaban donde cumple su mayor función: en el vínculo del profesional con la polis, para decirlo con la sabiduría de la Grecia antigua. Aceptar que de allí vienen muchos tesoros no debe dar asideros a posiciones colonizadas, ni para subvalorar las contribuciones de otras áreas culturales.

La integración del profesional en la polis tiene un significado que, con las traducciones respectivas, tendrá equivalencias en el pensamiento de los distintos pueblos. Acertaban quizás quienes el citado criterio sobre el nexo entre la Medicina y el conjunto del saber lo asociaban con escuelas europeas —como la francesa—, herederas de una vocación que venía del Renacimiento. Esa amplitud parece haberla arrinconado, del siglo XIX para acá, el pragmatismo, con origen y crecimiento en los Estados Unidos, pero explayado por el mundo con el capitalismo.

En lo relativo a formación universitaria, el pragmatismo tiene también plaza y símbolo en Europa: en el plan Bolonia. Asociado por nacimiento institucional y nombre a esa ciudad italiana, se concibió para formar empresarios y tecnócratas al servicio del capitalismo. Cuba debe mantener lejos de sí ese cáliz, aunque no faltasen aquí personas seducidas por él. Frente al capitalismo y sus mecanismos de seducción, sociólogos y otros profesionales han rechazado, digamos, la expresión capital humano, que ha hecho fortuna incluso en este país, donde ya existen frentes laborales bautizados con ese rótulo, como si recursos humanos y otros fueran arcaicos o pobretones. ¿Cheos?

Con el pragmatismo se vinculan posiciones que fundadamente rechazan quienes impugnan la noción de especialista en su reducción al absurdo: “aquel (o aquella) que lo sabe casi todo de casi nada”. No por gusto llamó Fidel Castro a impedir que en Cuba la educación se agotara en perfiles estrechos, angostos, lo que tampoco significa ignorar lo mejor de las especializaciones, pues nadie puede saberlo casi todo acerca de casi todo. Pero en todo caso el dominio del idioma debe incluirse en la enseñanza y el aprendizaje.

Aquí se hará referencia a las ciencias, especialmente —por el servicio que brindan y por el prestigio de que gozan— de las ciencias médicas. Para no alargar con “profesionales de la Medicina” o “el médico y la médica”, se hablará de el médico, pero debe entenderse que también se piensa en la médica. Si durante mucho tiempo esta última forma se estimó impertinente, no se debió a mecánica o fatalidad idiomática, sino al peso del patriarcado, causa de la ausencia o escasez numérica de mujeres en el ejercicio de la profesión. Sucedía asimismo con otras disciplinas, como las ingenierías.

Distinto ha sido el caso de la enfermería, desempeñada básicamente, durante largo tiempo, por mujeres, lo cual hacía que se hablara de las enfermeras. Al hacerse notar la presencia de varones en esa tarea, se empezó a hablar no ya de “enfermeras y enfermeros”, sino más bien a la inversa. Todo ello denota una asimetría de índole sociológica y con raíces afincadas en el patriarcado y el machismo. Que muchas mujeres parezcan no verlo, y —como si con ello se les reconociera mayor prestigio— prefieran ser llamadas y llamarse a sí mismas médicos o ingenieros, no hace más que confirmar la discriminación impuesta contra la mujer.

El idioma arrastra mistificaciones, y eso aflora por muchos caminos. Para la comunicación entre colegas de una disciplina, resulta útil el lenguaje profesional, que aquí no se llama jerga para eludir connotaciones despectivas. Pero el médico, como cualquier otro profesional, como cualquier otro ser humano, no nace a una jerga, por mucho que la use: nace a un idioma. Aunque las circunstancias laborales lo aíslen —el caso cubano excluye, básicamente al menos, distanciamientos clasistas— el profesional no vive aislado. Menos aún si ha de estar en contacto con otros seres humanos de tan diversas esferas como las personas a quienes las enfermedades convierten en pacientes.

Al tratar con ellas —las habrá de formación heterogénea y con diversas carencias de preparación—, el médico necesitará valerse del vehículo por excelencia para hacerlo, el lenguaje. La comunicación será tanto más provechosa cuanto más la puedan entender seres humanos de otros perfiles ocupacionales o que, por lo que sea, no están siempre obligadas a saber qué es una buena diuresis o en qué consiste el funcionamiento del píloro, o dónde queda el esternocleidomastoideo, o que la silla turca no es un mueble.

El asunto no solo remite al peligro de que el médico se atasque en su gnoseología profesional —o, dicho con el mayor respeto, en su jerga—, sino al bien que con un correcto uso del lenguaje puede hacerle al colectivo. Con toda su importancia, el lenguaje ocupa un lugar en una realidad mucho más vasta y abarcadora, la cultura, en la que al médico le es dable desempeñar un papel de valor más allá de su área específica, porque es uno de los profesionales con mayor influencia directa en su entorno.

Como otros, ese profesional debe haber recibido y aprovechado el beneficio de una instrucción que lo libre de incorrecciones básicas. Estas se aprecian, digamos, cuando en una explicación científica de altos quilates —que la hacen todavía más influyente— el profesional no muestra riqueza expresiva, o comete errores como decir que una investigación se encuentra en tal estadío. La enseñanza bien ejercida y bien recibida hasta graduarse, debe bastarle para saber que no se trata del masculino de estadía, sino de otra realidad, para cuya designación prosperó una metáfora basada en el estadio deportivo, ni más ni menos: plana y delimitada, la imagen de ese terreno se ha asociado con una etapa de un proceso o devenir.

Cuando, al parecer, se va logrando que profesionales de la comunicación dominen el vocablo estadio, o asuman que —aunque todavía algunos y algunas dicen la cóvid, el cóvid o el covid— el nombre, femenino, de una enfermedad, como covid-19, requiere un artículo del mismo género —al igual que tuberculosis, artritis, diabetes (no diabetis), a diferencia de otros males, de nombre masculino, como cáncer, edema, síndrome—, golpea oír que un alto especialista diga estadío o incurra en formas erróneas de nombrar la enfermedad causada por el nuevo coronavirus, el sarscov-2. Así contribuye a que se agrave la pandemia causada en el lenguaje por los virus pifias.

Otro tanto cabe decir de los profesionales de la política. Darían un buen aporte al uso del lenguaje y a la claridad del pensamiento no solo con la defensa de justos principios políticos y revolucionarios, sino evadiendo la mistificación de términos como humanitario, austeridad y otros. Wikipedia puede ser útil, pero no es Dios, y emplear humanitario como sinónimo de humano favorece una confusión cómoda para el imperio que intenta que todo acto bélico suyo pase por humanitario. Esta cualidad no equivale a humano: corresponde a lo que le hace bien a la humanidad o a parte de ella.

La jerga de la sociología neoliberal procura que acríticamente los recortes presupuestarios se consideren medidas de austeridad. Con ello ese rótulo, que bien usado corresponde a una virtud fundamental para la especie humana y la preservación de los recursos naturales, enmascara manejos que hunden en la pobreza a la mayor parte de la población de un país, de la cual el Estado se desentiende.

Sí, Eliseo Diego, no solo se nace —o se suma la persona— a un país y, añadamos, a un sistema social. También se nace a una lengua, y se ha de tener la conciencia del cuidado que ella merece. No es cuestión de cúpulas ni de castas, ni de melindres gremiales o aristocráticos. Mucho menos lo es si el profesional —cualquiera que sea la esfera de su desempeño— actúa en un sistema profundamente popular, y forma parte de él.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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