COLUMNISTAS

Justicia travestida

La Santa Inquisición sigue viva bajo la capacidad mutante de la política.

Los herejes de ahora no mueren consumidos por las llamas, aunque casos no faltan. Los poderes dominantes han encontrado formas “más limpias” para deshacerse de sus adversarios e incinerar el ejemplo que dimana de su conducta como líderes políticos y de esa manera lograr que pierdan apoyo popular y capacidad de reacción.

Ya no son los escuadrones de la muerte los encargados de ejecutar el crimen físico de los enemigos políticos; ahora se privilegia el asesinato moral mediante falsas acusaciones que lesionan la postura cívica, ética, ante la opinión pública.

El descrédito por la vía de supuestas prácticas corruptas, sin presentar las evidencias incriminadoras, es pieza clave en esta suerte de persecución implacable donde se implica, con razón o no, a todo el entorno de los sentados en el banquillo de los acusados.

Claro, para los verdaderos corruptos, los de siempre, esos que ahora claman con arrebato de revancha derechista por la pureza del honor y la decencia del espíritu democrático, existe, como regla, un piadoso encubrimiento y algún que otro encarcelado para guardar la forma.

Para cumplir su mandato, el poder judicial se escuda en los preceptos neoliberales de la eficiencia y transparencia gerencial del sector privado vs la mala administración que hace el Estado de lo público. A este último se le asocia el derroche, el descontrol, la ineficiencia, bases de sustento para el robo, el favoritismo, factores estos conducentes a la corrupción. Se trata de una suerte de fórmula matemática cuyo resultado se sostiene por la mala gestión de los nuevos políticos (dígase la izquierda) durante sus mandatos en el gobierno.

Por esa suerte de corredor de la muerte andan, de diferentes maneras, Dilma Rousseff, Luiz Inácio Lula da Silva y Cristina Fernández, mientras a otros se les prepara el “expediente” o se espera el momento oportuno para que comparezcan ante una justicia travestida conocida como Judicialización de la política o Lawfare.

Experiencia acumulada y nuevos escenarios más complejos y vertiginosamente cambiantes en el campo de la lucha política, hacen que los estrategas imperiales dediquen ingentes esfuerzos para no dejar ni el más mínimo resquicio durante la realización de sus acciones en lo que se conoce como guerra de espectro completo. Es decir, no dejar espacio alguno al enemigo: perseguirlo y acosarlo tenazmente hasta pulverizarlo. Es en esa concepción estratégica donde encaja la acción condicionada de la justicia para producir cadáveres políticos.

La instancia judicial, como poder al fin, responde a otros intereses supremos, clasistas, hegemónicos, pero antes buscaba, al menos, guardar la forma. Con la guerra de nuevo tipo su negativa actividad toma otros matices y se hace más desembozada amparada en tecnicismos y subterfugios jurídicos en voz de actores que supuestamente no están “contaminados” con la política. Viene entonces como anillo al dedo la sentencia popular de “…quien hace la Ley, hace la trampa”.

Estudiosos del tema señalan que el poder judicial se ha convertido en los últimos años en una fuerza sin límites para desarrollar estrategias de persecución política hasta echar por tierra el concepto republicano burgués del equilibrio de poderes.

Recuerdan que en el modelo de democracia representativa, el poder judicial es la instancia que no sale del voto público, transita por vericuetos de designaciones políticas, fundamentalmente, y se le atribuyen determinadas prerrogativas para facilitar su actuación política bajo un dudoso manto de institucionalidad.

Así sucede en este caso destinado a perseguir y deslegitimar figuras políticas populares opuestas a los intereses de las clases dominantes, como también dar el visto bueno a golpes de Estado parlamentarios, destituir mandatarios electos por voluntad popular y  aprobar presidentes de facto, entre otras ilegalidades.

La acción judicial de la derecha tiene como fin último provocar la desmovilización política, la división y el caos al interior de las bases sociales de los adversarios por la vía de la desmoralización de sus más destacados liderazgos. De ahí la importancia suprema que adquiere la ejemplaridad a toda prueba de los cuadros revolucionarios, pues el ojo del pueblo y, muy especialmente, del enemigo está siempre al tanto del más mínimo devaneo, desliz, error que comprometa, ante todo, su integridad moral, de su entorno familiar y amigos cercanos.

La acción judicial no tendría el efecto deseado si la persecución y el acoso de la víctima no estuvieran montada sobre los medios de comunicación tradicionales o no en su condición de comprometidos actores políticos.

El caso se hace público, digamos, con premeditación y alevosía; es decir, en momentos en los cuales el costo político puede ser más elevado para quien o quienes va lanzada la acusación, el daño moral.

El primer paso es sembrar, al menos, la duda en el público. Para ello también se propicia una atmósfera, una caja de resonancia que ponga por iguales a corruptos verdaderos y los que no lo son. ¿Acaso no es sospechoso el momento en que explotó el escándalo de la constructora brasileña Odebrecht, tras admitir sobornos por más de 700 millones de dólares por diez países del continente?

Estas son campañas intensivas constantemente alimentadas con nuevos casos, ramificaciones de estos, versiones diferentes que al final apuntan al mismo objetivo. Son acciones comunicativas en cascada, totalizadoras, con muy poca o ninguna referencialidad, mostradas en diferentes planos, que en suma no dan margen al razonamiento y sí a apuntalar la idea matriz del conflicto.

En estas operaciones mediáticas no hay espacio al error. Las víctimas están escrupulosamente estudiadas y las acciones de propaganda en su contra están debidamente pensadas, diseñadas, programadas, calibradas, con los públicos minuciosamente escogidos y para cada uno de ellos el tema o asunto que puede despertar su interés y provocar la adhesión deseada. Mentiras, verdades, medias verdades, infundios se entremezclan mediante los principios de la postverdad o de la verdad emotiva y transportadas muchas veces bajo el torrente de fake news.

Detrás de estas y otras acciones se encuentra la apoyatura de un arsenal científico-técnico y financiero destinado al control social. Para ello cuentan con el uso de los big data (datos masivos), pero también investigaciones psicológicas para generar técnicas de convencimiento, disuasión, parálisis, nuevos miedos que se actualizan constantemente en correspondencia con los blancos a los que van dirigidos. Se suman los estudios antropológicos, de la historia, las prácticas culturales en su vínculo con la transformación del sentido común, según las conveniencias planteadas como metas, no solo a través de las entidades constructoras de la hegemonía como la familia, la escuela, los medios, sino también en la conformación de subjetividades en cuánto a necesidades, preferencias, gustos, consumo, religión, entretenimiento, amistades, entre otras muchas que influyen en el comportamiento humano.

Muy grave resulta que ante ese accionar de su enemigo, la izquierda no deja de estar con la boca abierta, como tampoco abandona los límites de la denunciología, que es importante, pero no garantiza la supervivencia. De lo que se trata es de asumir una postura más proactiva desde la unidad de intereses estratégicos para recuperar el espacio perdido o cedido muchas veces por la incompetencia.

La mentira tiene patas cortas. Lo importante y decisivo es cómo y dónde cortárselas. Unámonos y pensemos en ello con urgencia.

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Roger Ricardo Luis
DrC. Roger Ricardo Luis. Profesor Titular de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Jefe de la Disciplina de Periodismo Impreso y Agencias. Dos veces Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí.

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