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El caballero de París

Por Ángela Oramas Camero

“Es lógico que todo el mundo me conozca, quiera, y hable conmigo. Soy de Galicia y La Habana, nací en Fonsagrado, Lugo, pero soy el rey del mundo; gran mosquetero y gran señor de todos los señores, auténtico caballero de París, galante con las damas a las que les regalo una flor silvestre y corsario con los hombres malos”.

Estas son palabras del callejero José María López Lledín, El caballero de París, quien había nacido el 30 de diciembre de 1899 y falleció en La Habana el 11 de julio de 1985, adonde llegó el 10 de diciembre de 1913. Usaba siempre su traje y capa negras, con una barba muy copiosa, ya blanca por el paso del tiempo.

No fue fácil su niñez, juventud y parte de la adultez. En la capital cubana, hasta 1959, trabajó en los hoteles Telégrafo, Sevilla y Manhattan por un mísero salario, lugares donde se distinguió por la amabilidad, educación formal y honestidad. Pero, lamentablemente ninguna de estas características lo protegería de la maldad, el engaño y la perfidia de cierta familia burguesa.

Caricatura: Blanquito

En la década de los años 20 del pasado siglo fue criado en la casa de una aristócrata del Vedado, quien lo acusó del robo de sus joyas.  La señora había advertido la nobleza y transparencia del gallego, lo conocía desamparado y sin recursos para pagarle a un abogado que lo defendiera ante su difamación. Realmente, las joyas ella se las entregó al amante para que las vendiera y lograra seguir apostando en los juegos del casino.

Cuando el esposo  descubrió que en el cofre no estaban las valiosas prendas de su mujer, la dama burguesa, asustada, y para no levantar la sospecha del adulterio, culpa al infeliz gallego. De acusarlo se encargó el amante, que era “amigo” del matrimonio, y José María fue prisionero. Al salir de la cárcel, inició su vida peregrina por casi todas las calles habaneras. Nunca pidió limosna.

Su mente perturbada encontró la fuga caballeresca, perdida entre laberintos de castillos y títulos nobiliarios.  Leía incansablemente y alcanzó cierta cultura que le permitió tener amigos jóvenes, entre ellos, más tarde, estarían grandes intelectuales. Solía entablar conversaciones en la pizzería de 23 y 12, donde estas personas, que de algún modo él le recordaba a Don Quijote, se le acercaban y le pagaban la pizza. Ya, entonces, era conocido como El Caballero de París. Y él había olvidado su nombre.

A veces se detenía en el Prado; otras frente al hospital Emergencias; o se iba a San Lázaro. Malecón, Plaza Vieja, la acera de La pelota, en 12 y 23, calle de entrada al Cementerio. También tuvo paradero donde hoy se encuentra el Pabellón Cuba, en La Rampa. Así caminaba todo el día y dormía, entrada la noche, en el último sito visitado, sosteniendo en una mano una jaba con periódicos, libros, papelería, estampas de la virgen de la Caridad y flores marchitas. Eran esos sus únicos y reales tesoros.

Saludaba al transeúnte con una sonrisa o una frase amena. Se ganó el respeto y cariño de los cubanos como ningún otro callejero. No quiso ser atendido en sala médica alguna; lo dejaron ser feliz a su manera andariega. Aunque ya muy anciano, y visiblemente débil, fue llevado al Hospital Psiquiátrico de La Habana, donde lo atendieron con especial afecto. Celia Sánchez, la heroína de la Sierra Maestra, se ocupaba de que siempre estuviera vestido de limpio con la ropa que le gustaba usar, el traje y la capa negra que ella mandara a coser a su medida. Nunca le quitaron su barba ni le cortaron su larga caballera blanca.

A los médicos les decía que era oriundo de la Ciudad Luz y legítimo Caballero de París; quizás creyó que era ascendente de la legión del Rey Arturo.  Nunca nadie lo llamó loco, porque su figura aseguraba que con él había nacido un hermoso mito.

Acentuados sus desvaríos, a los 85 años de edad, se le apareció La Parca, el 12 de julio de 1985. Dicen que poco antes de morir evocó los lugares donde degustaba un café con sus amigos bohemios, poetas, escritores, pintores y músicos. A todos los llamó por sus respectivos nombres.

Uno de los amigos intelectuales, el musicólogo Helio Orovio, fue la única persona que veló su cadáver en la funeraria de Santiago de Las Vegas. De manera anónima, lo sepultaron en una fosa común en el camposanto de Calabazar, pero Orovio, con sus ahorros le construyó cinco años después una tumba en el cementerio de dicha localidad. Al enterarse de ello, el Historiador de La Habana, Eusebio Leal, mandó a trasladar los restos a la cripta de entrada de la Basílica Menor del Convento de San Francisco de Asís, que tiene muy cerca de su puerta principal una escultura de bronce de El Caballero de París, realizada por el escultor José Villa Soberón.

El templo patrimonial se halla cerca del Muelle de Luz, por donde desembarcó como emigrante el gallego José María López Lledín, El caballero de París, en su adolescencia, para nunca más volver a su tierra natal, por falta de recursos. Su imagen en bronce da la impresión de que en cada momento el personaje inicia su andar y se ha convertido en una figura emblema de La Habana. Muchos cubanos y extranjeros se hacen una foto junto a la escultura o le dejan una flor en la mano, que parece saludar al transeúnte o, según su imaginario, ser extendida a Merceditas, la amada invisible del distinguido caballero “galo”.

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Redacción Cubaperiodistas
Sitio de la Unión de Periodistas de Cuba

One thought on “El caballero de París

  1. Muy conmovedora la historia del Caballero de París, la había escuchado con anterioridad pero nunca tuve la suerte de leerla. Gracias por publicarla

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