COLUMNISTAS

El humo de los propósitos

Cerca ya del fin del año se mantienen incólumes en torno al nuevo que viene, tradiciones y costumbres como la de prometerse alcanzar puntuales propósitos, que aunque dependan solo de una firme determinación personal, en muchos casos terminan en humo al tocar la cuenta regresiva del siguiente 31 de diciembre.

Literalmente ocurre una y otra vez entre quienes se proponen dejar de fumar para siempre, y me han parecido réplicas de aquel sujeto de una canción de los años 70, del catalán Joan Manuel Serrat, que intentaba componer otra pieza escrita para su amada y, sin ocurrírsele nada, encendía un cigarrillo y otro más y se decía que «un día de esos he de plantearme dejar de fumar, con esa tos que me entra al levantarme…».

De paso el cantautor aludía a uno de los diversos estereotipos fijados por la publicidad y el cine, según el cual las musas de compositores, escritores y periodistas bajaban con más celeridad mientras más se repletaran los ceniceros de apestosas colillas. De igual forma parecería que ninguna vedette que se respetara dejaba de incluir en su repertorio la salida a escena exhibiendo una boquilla humeante para decir musicalmente que fumar es un placer sensual… ¿genial?

Prefiero tomarme la licencia de evocar al poeta peruano César Vallejo en «hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!», de Los Heraldos Negros. Me refiero en cuanto al tema que me ocupa, a los golpes inesperados a la salud que llevan a un fumador o fumadora impenitentes a una emergencia quirúrgica cardíaca, o un aldabonazo del corazón de susto y alarma, una severa neumonía que descubre una bronquiectasia acumulativa o cualquier otro sorprendente padecimiento grave que reclama detener de una vez por todas el abusivo ingreso de nicotina y alquitrán en el cuerpo humano.

Tales circunstancias pueden que conduzcan a quienes durante mucho tiempo fumamos a dudar de nuestra creída inteligencia, porque señales y advertencias sobraban y en cambio con necedad eludimos prestarle la profunda atención que merecían, enarbolando inconsistentes justificativos para proseguir atrapados en las redes de la adicción.

Acaso también porque en ocasiones las bien intencionadas y necesarias campañas contra este hábito, a mi juicio se presentan con una factura tan terrorífica que se prefiere mirar a otro lado, en tonos de cargante sermoneo regañón, o mediante prohibiciones persecutorias de conversos intolerantes que solo provocan desafíos. Fue así que durante mi estancia en Nueva York como corresponsal en la ONU presencié asombrado en plena nevada en las afueras de edificios de oficinas y restaurantes pertinaces, legiones de «expulsados del templo», cigarrillos en ristre, que en consonancia con las agendas de la Organización internacional se defendían endilgándose sarcásticamente la categoría de minoría perseguida.

Siempre he creído más en los mensajes de bien público que procuran introducirse en los resortes de la inteligencia, la racional y la emocional, para que los mensajes se fijen en la conciencia y florezcan como cultura de concepto y acción.

Por eso nunca me canso de alabar, entre lo mejor que creo se ha producido hasta ahora para la televisión que penetra en los hogares, el del relato de Enrique con las impresionantes cifras de cigarrillos que ha fumado durante tres años, para enterarnos al final de que se trata de un inocente niño de esa misma edad, a quien los adictos que le rodean le han obligado a compartir pasivamente y sin defensa un hábito tan tóxico de fatales consecuencias futuras.

Tal vez se debería poner también más acento en los beneficios palpables y las ganancias netas de cuántos cada día van dejando atrás el consumo de esta droga en cajetilla, no punible pero dañina, en el que nos iniciamos a ciegas, en los años mozos. Si con el paso de los días de renuncia voluntaria y profiláctica respiramos mejor, recuperamos una voz que se había convertido en un ronco hilo sonoro, la intensidad y diferenciación placenteros de olores y sabores y volvimos de nuevo a comer con sano apetito, dormir de un tirón y sorprendernos con la recobrada coloración de nuestra piel, valió la pena la decisión tomada. Desaparecerá a su vez la conocida sensación maloliente impregnada en nuestras ropas, en los muebles del hogar, en el aliento que disparábamos sin piedad al cercano interlocutor no fumador. Para el mediotiempo en forma que aspire a conquistar miradas admiradoras del sexo opuesto, mientras corre en lugares públicos, ni pensar siquiera en un cigarrillo que lo deje sin aire.

Y para qué abundar en el regocijo de bolsillos, billeteras y monederos contraídos en el vórtice de los precios de artículos de verdadera necesidad que suben y suben.

Lamentablemente uno suele concientizar que se ha vuelto presa de una dependencia irracional e imprudente, después de años y hasta décadas de intoxicarse, y aspira sobre todo a que los jóvenes consigan aprovechar las experiencias de los precedentes. Pero nunca es tarde para apostar por la calidad de vida, y hasta por la vida misma, dejándose ayudar clínicamente si es menester. Junto a mis felicitaciones por el nuevo año, vaya el deseo de que al concluir 2017 cada quien logre cumplir sus buenos propósitos sin rastros de humo.

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Hugo Rius Blein
MCs. Hugo Rius Blein. Premio Nacional de Periodismo José Martí por la obra de la vida. Periodista de Prensa Latina. Profesor Adjunto de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana

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