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Hablando Moltó

El Moltó es un lenguaje difícil. Y a la vez, muy fácil. Depende desde qué espacio de la espiritualidad uno se quiera acercar a conocer cada letra, cada expresión y cualquiera de sus giros lingüísticos. No es solo estudio. Eso lo hace cercano y distante. Porque las dimensiones más inalcanzables son las que llevan el cultivo del alma.

Lo obligatorio para ser un hablante digno (eso sí es inviolable) es obviar las tediosas frases hechas. Con sintagmas rebuscados o verdades de Perogrullo, nunca será posible hablar Moltó. Simplemente no está comprendido entre sus posibilidades idiomáticas. Y en eso la academia de lo verdadero sí es demasiado exigente. Pero no le cuestionamos tal regla.

Porque este idioma solo se da desde la sencillez. Y no la aparente humildad coloreada con falsa inocencia, ni la proclamada bondad de quien pasa la vida recordando cuán bueno es. El Moltó es sencillo, porque no sabe de dobles discursos, medias tintas disfrazadas o verdades bajo la mesa. No son posibles estos «tira y encoje». Tal vez no es tan rico como el español. Qué vamos a hacerle a esa carencia. Irremediablemente se limita su alcance.

El Moltó es un lenguaje radical. Y a la vez sabe convocar desde los extremos. No hay quien se resista a su literatura cotidiana de liberales de la lengua, de demandantes de la acción. Idioma al fin, una vez que se aprende, condiciona lo que somos, lo que hacemos, y no admite palabras si no llevan consigo hechos. Al menos en cada sílaba va este empeño.

Esta lengua de los sentidos entra en las venas, y a partir de ahí, guía cada uno de los razonamientos, los consejos o las intervenciones en cualquier encuentro. Se desata lo mismo para denunciar lo que hiere, como para construir lo que salva. Sirve para cualquier propósito. Pero tiene que ser noble.

Otra virtud del Moltó es que cualquiera lo entiende. No se precisa ser un letrado doctor o una eminente investigadora para comprender, con imágenes claras, que algo está mal, que no se puede andar así, que es imposible negociar con el diablo, y que, ¡ay! de quien a se atreva a vender el alma al mejor postor.

El idioma Moltó tiene la curiosa cualidad de viajar sin transformarse ni diluirse con los años ni los kilómetros andados. Baja de los estrados, se cuela en los últimos asientos del salón, ataca allí, donde las dudas son más lacerantes, y se marcha dejándolo todo resuelto. En pie de lucha deja cada desesperanza y a brillar pone el temple más mustio. Inspira, transforma y convence.

Además de que lo recuerda todo, acumula cada vivencia y sabe usarla luego para ampliar su vocabulario. Es brillante por eso. También porque se empeña en sembrarse en los más jóvenes. Y ellos lo agradecen, se elevan, tratan de aprender el Moltó; van tras otras generaciones que lo captaron desde su cercanía inminente con el creador.

Por tal razón es que propongo, si nadie se opone, que nuestro gremio (y todo el que así lo desee, porque el Moltó no discrimina hablantes, claro está) adopte como suya esta lengua eterna. Más allá de la breve demostración teórica, basados en la práctica de varias décadas de su precursor, Antonio Moltó Martorell, creo que no será difícil que acordemos —desde hoy, que dicen que este hombre ya no volverá a hablarnos en el idioma que él inventó— que todo un gremio adopte esta lengua como suya. Porque el Moltó llega a todos. Nadie lo dude.

Por Susana Gómes Bugallo / Juventud Rebelde

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Redacción Cubaperiodistas
Sitio de la Unión de Periodistas de Cuba

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