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Presencia cubana en Angola: Secretos de un porqué

La cadencia de los morteros y cañones antitanques decidieron la victoria. Foto: Juvenal Balán
La cadencia de los morteros y cañones antitanques decidieron la victoria. Foto: Juvenal Balán

Tres periodistas y un fotógrafo integraron el equipo de trabajo que desde finales de 1986 tuvo la misión de recoger los principales momentos de la vida de las tropas internacionalistas cubanas en Angola y reflejarlos en las páginas de la Revista Verde Olivo, ór­gano de las Fuerzas Armadas Revolu­cio­na­rias, además de colaborar con el resto de los medios de prensa del país.

Constituía, pues, el relevo lógico de otro gru­po similar en cuanto a composición, con un año de experiencia en aquellos parajes y, por tanto, investido de la autoridad necesaria pa­ra ofrecerles la información inicial que requerían, aderezada, no obstante, con una serie de consejos para novatos, con los cuales pretendían a todas luces allanarles el camino de los papelazos en las primeras salidas a las unidades.

El enorme arsenal que les entregaron co­mo herencia, incluidos puñales, granadas, can­timploras, pecheras, cajas con proyectiles de diverso calibre, pistolas y fusiles de culata plegable, debían sumarse, según ellos, a los equipos fotográficos que llevarían encima, para conformar lo que los colegas más veteranos dieron en llamar un genuino comando de acción rápida.

Vencida, por suerte, la etapa de aclimatación, sentían la premura de comenzar a trabajar cuanto antes. Era tan amplio el universo de temas abierto a la curiosidad periodística, que sobrepasaba con creces las expectativas iniciales, envueltos entonces en una lucha interna por dejar de sentirse turistas de paso para penetrar en igualdad de condiciones, como uno más de la fila, en el mundo de proezas cotidianas que rodea al combatiente internacionalista.

La primera oportunidad de trabajo no demoró en aparecer. Tan pronto hubo capacidad en el primero de los vehículos que salía de la sede de la Misión Militar, fueron a parar a más de 40 kilómetros de Luanda, donde radicaba el campamento soterrado de una de las brigadas de tanques.

Casi a mitad de camino, luego de disfrutar el panorama costero con su penetrante olor a pescado descompuesto, el chofer llamó la atención de los periodistas hacia unas alturas que cubrían la parte derecha de la carretera y, sin esperar pregunta alguna, comentó:

—¿A que no me adivinan dónde estamos? Todo esto es Quifangondo. Aquí se batieron duro los angolanos y los cubanos en el 75. Dicen que cuando sonaron las “katiuskas” de nosotros fue tremenda la que se armó en­tre las filas enemigas. Me parece ver cómo corrían aquellos hachepé…

En efecto, tenían ante los ojos el escenario de una de las batallas de mayor importancia estratégica para la supervivencia de la revolución angolana, cuando a finales de octubre de 1975 se ultimaban los preparativos para la proclamación de la independencia del país.

Al notar el interés del equipo de corresponsales, el oficial que venía al frente del vehículo y su chofer decidieron, de mutuo acuerdo, hacer una breve escala en la ruta y a marcha forzada trepar la pendiente, hasta llegar al punto donde se erigió el obelisco que recuerda aquellas gloriosas jornadas.

Desde allí, no les resultó difícil reconstruir imaginariamente sobre el terreno las principales acciones combativas que, en el transcurso de unos 20 días de múltiples tensiones y desasosiegos, permitieron a las fuerzas angolano-cubanas rechazar cuatro incursiones enemigas, ocasionarles más de 300 bajas y destruirles casi la mitad de sus medios blindados.

Entre uno que otro comentario de los periodistas y las observaciones oportunas del oficial, el chofer siempre encontraba la forma de hacerse sentir con alguna de sus ocurrencias:

—¡Y pensar que la “candela” se armó prácticamente a las puertas de Luanda! A un vecino mío el Comandante, en persona, le entregó una medalla al valor cuando el Congreso de la UJC. Era un muchachito que no levantaba cuatro cuartas del suelo. La gente del ba­rrio quedó boquiabierta cuando informaron todo lo que hizo en estas trincheras…

No era para menos. Bastaba profundizar en los hechos que allí tuvieron lugar, para per­catarse del tremendo coraje de aquella tropa bisoña, integrada en lo fundamental por alumnos del entonces llamado Centro de Instrucción Revolucionaria de N´dalatando, capital de la provincia de Cuanza Norte.

Los combatientes apenas habían tenido tiempo de aprender el manejo de las armas. En una mezcla de español y portugués mal ha­blado, los instructores cubanos les enseñaban los elementos básicos del armamento y su empleo combativo, cuando el peligro que se cernía sobre la capital obligó al alto man­do de las FAPLA a encomendarles tan difícil y riesgosa misión.

La cadencia de los morteros y cañones an­titanques, el fuego a ras de tierra de las “cuatrobocas” y el rugir de los lanzacohetes múltiples BM-21, empuñados por hombres dispuestos a inmolarse antes que ceder un centímetro más al agresor, decidieron la victoria a favor de las fuerzas patrióticas, desde cu­yas posiciones pudieron observar la retirada desorganizada del enemigo presa del pánico.

Rayando el mediodía llegaron los periodistas, por fin, al campamento cubano, una es­pecie de pequeña ciudad bajo el nivel del sue­lo, con todo el sistema de dormitorios, co­medores, aulas y demás instalaciones construido por el propio personal en jornadas pa­ralelas a la preparación combativa y al servicio de guardia.

Los hombres, y las mujeres también, se habituaban rápido a la protección de la tierra, aliada por excelencia del soldado, en cuyas entrañas disponían de las facilidades necesarias para descansar y realizar todas las actividades propias del servicio.

Por aquellos días se respiraba una relativa calma en la situación general del país y la brigada concentraba sus esfuerzos en la instrucción de las tropas, el cuidado y protección de los medios de combate, el mejoramiento de las condiciones de vida y la puesta en marcha de un programa de producción agropecuaria que ya entonces comenzaba a dar sus primeros frutos.

Sin embargo, no todo se circunscribía a la rutina diaria de cualquier unidad militar. Efec­tivos subordinados a la brigada de tanques custodiaban día y noche, junto a los soldados angolanos, varios puentes de carácter estratégico para la capital y una importante conductora de agua, entre otros objetivos de interés para la acción subversiva del enemigo.

El rigor de las prolongadas jornadas de in­somnio se reflejaba en el rostro de los combatientes, quienes encontraban el modo de paliar el agotamiento, unos con un chiste picante que arrancaba las carcajadas de sus compañeros y otros releyendo por enésima vez las cartas de las madres, esposas o novias, endurecidas en los bolsillos por la acción del polvo y el sudor.

Tampoco era extraño verlos en los ratos libres tejiendo macramés o pintando un be­llo paisaje para ambientar los locales de la unidad. O encontrarse a un pequeño grupo de soldados en labores de carpintería y luego exhibir con la mayor satisfacción del mundo una variada colección de juguetes rústicos para ser obsequiados a los niños angolanos.

Allí, a miles de kilómetros de sus queridos terruños, florecían en ellos nuevas cualidades y virtudes. El tanquista, el infante y el artillero se transformaban, cuando el mo­mento así lo exigía, en eficientes albañiles y plomeros, entusiastas futbolistas y peloteros o afinados cantantes y repentistas.

Debía existir una motivación muy fuerte en aquellos hombres y mujeres para permanecer dos años, y a veces más, alejados de la familia, en una tierra extraña, sin demostrar la menor señal de flaqueza. Honor, deber, cumplir… esas palabras se repetían de boca en boca, cuando se pretendía desentrañar el secreto de lo que algunos representantes de las agencias internacionales de noticias se atrevían a calificar como “espíritu masoquista” del cubano.

—Coño, chico, si a nosotros durante todos estos años de Revolución es mucha la gente que nos ha ayudado, ¿por qué entonces voy a negarme a hacer el bien a otro pueblo necesitado?, declaraba Roberto, un reservista cuarentón, mientras daba los últimos to­ques a una hermosa talla en madera.

Otro que seguía con especial interés el trabajo creador del artesano, también ofrecía su criterio:

—Está claro que se extraña lo de uno, que es mejor estar ahora mismo sentado en la casa tomándome una cerveza con los amigos; pero, imagínese, el deber es el deber. Cuando se me planteó la misión, sabía los sacrificios que me esperaban y los asumí sin ningún temor, como mismo lo hicieron, en su momento, mi padre y mi hermano mayor.

Solo una férrea voluntad de cumplir movía a aquel contingente de combatientes cubanos, heterogéneo por las edades, profesiones y provincias de origen, pero monolítico a la hora de actuar, lo mismo en el enfrentamiento del enemigo que en el disfrute de un es­pectáculo con Pello El Afrokán y las mulatas de Tropicana recién llegado de Cuba.

Algo que se refería a esa forma tan peculiar de ser del criollo y a todo lo bueno que le incorporaba a su formación la experiencia internacionalista en Angola, habían leído los periodistas días antes, dicho por el propio Fidel: “En vez de esperar las gracias de quienes reciben nuestra colaboración hay que dárselas, porque el cumplimiento de estos deberes nos ha hecho más dignos”.

Eso: más dignos. El calificativo exacto para nombrar a quienes con valentía y lealtad al compromiso contraído se habían ganado el respeto y la admiración de muchos pueblos del mundo, por encima de falacias y campañas desinformadoras del imperialismo y sus secuaces de turno.

Miguel Febles Hernández. Granma

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Redacción Cubaperiodistas
Sitio de la Unión de Periodistas de Cuba